Réquiem por un invicto

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William Faulkner

Cartas escogidas

Traducción de Alfred Sargatal y Alicia Ramón, Madrid, Alfaguara, 2012,  648 pp.

 

Muchos lectores tienen de William Faulkner la imagen de un señorito sureño que fumaba tabaco de Virginia y bebía burbon single barrel (“Estoy todavía sobrio y todavía escribo. Desde noviembre que no pruebo ninguna bebida alcohólica”) y que, atrapado por la poderosa magia del Ulises de Joyce, transformó la narrativa contemporánea a través de una obra experimental que le hizo ganar prestigio a la vez que lo empujó a escribir guiones en aquel Hollywood de Howard Hawks y El sueño eterno (“La Warner parece insistir en que le pertenece todo lo que escribo”), porque el prestigio no siempre ha dado para comer (“mis libros nunca se han vendido, pero están agotados. La labor de mi vida jamás me producirá para vivir”).

La correspondencia que acaba de editarse, a tiempo para los fastos del cincuenta aniversario de su muerte,  el 6 de julio de 1962 en su santuario de Oxford, subraya la figura de William Faulkner, su maniática precisión en el proceso de creación literaria, su compromiso absoluto con el oficio de escribir, su forcejeo con el idioma (“Apenas he dormido en dos noches, comparando las palabras, aceptándolas o rechazándolas, y cambiándolas de nuevo. Pero ahora está perfecto: una joya”), su conciencia de la tradición y de las generaciones, o de la pertenencia a aquella que dio en llamarse generación perdida (“¿qué ha pasado con la escritura? Hemingway,  Dos Passos y yo ya somos veteranos, debemos luchar para mantener nuestros puestos frente a los jóvenes escritores. Pero no hay escritores que valgan un pito. Pienso en mis tiempos. Estaban Dreiser y Sherwood Anderson, y nosotros les incordiábamos. Pero ahora no parece haber mucha presión detrás de nosotros”), su necesaria beligerancia con los editores, a los que pedía más dinero que consejo (“necesitaré el dinero antes de lo que creía. ¿Puedo tener ahora aquel anticipo –o parte de él– sobre la novela? Está tomando una forma interesante; estoy haciendo unas 1.000 o 1.500 palabras cada día. El jueves escribí 3.000”; “Tengo dos relatos que se venderían, pero no están escritos todavía. Necesito 1.500 dólares”; “Lo que necesito son 10.000 dólares. Con eso podría escribir de veras. Quiero decir, escribir. Aquel que dijo que es bueno para el artista hallarse bajo la presión de la necesidad, de las  facturas de los carniceros, era un tonto de remate”), su insistencia en querer ser un escritor pero en modo alguno un intelectual (“no soy un verdadero literato. Sino un campesino al que simplemente le gustan los libros, no los autores, ni el mundo literario, ni la crítica”).

Al mismo tiempo, sin perjuicio de lo anterior, estas Cartas escogidas retratan a Bill Faulkner, un tipo muy suyo que vio el Sur simbolizado en el condado de Yoknapatawpha y al condado de Yoknapatawpha como un territorio obsoleto y provinciano, que montaba a caballo mejor que el general Custer, un prosaico arisco con hechuras de aristócrata que se refiere a sí mismo en tercera persona, refugiado en su escritura, considerada como un don que muchos editores no supieron reconocer (“tengo muchos escritos, ahora, desde que ustedes los del mundo editorial dicen que es palabrería un libro como el último que le envié. Me parece que voy a vender la máquina de escribir y ponerme a trabajar; aunque Dios sabe que es un sacrilegio malgastar en frivolidades el talento que poseo”), y que quiso pero no pudo ser piloto de combate (“se alistó en la RAF como piloto. Se estrelló. Costó dos mil libras esterlinas al gobierno británico”), poeta de amor (“Acabo de escribir algo tan bonito que estoy a punto de estallar: 2.000 palabras sobre la muerte y los jardines de Luxemburgo. Se trata de poesía aunque esté escrito en prosa”) y jinete de lujo (“disculpe el mecanografiado. Hoy he salido de cacería de zorros y el caballo y yo nos hemos ido contra un matorral y una ramita me ha golpeado el ojo izquierdo y ahora me llora y no veo bien”). Fue muy crítico con su país a pesar de su nacionalismo enraizado en lo que significaba la escuela de West Point y en los valores ancestrales de la familia y la figura de Dios (“estoy disgustado con mi propia nacionalidad en Europa: imagínate a un forastero que entrase en tu casa, escupiera en el suelo y te arrojara un dólar”), y a la vez quiso siempre ser crítico consigo mismo, de ahí que aceptase con resignación que algunas de sus obras más enjundiosas no gustaran a los editores (en 1929 le escribe al editor Alfred Harcourt, que acaba de publicarle Sartoris, “respecto al manuscrito de El ruido y la furia, todo bien. No creí que nadie lo publicase. Siento que no les impresionara a todos ustedes, pero no diré que no esperase ese resultado. Sin embargo, es bonito mientras dura”. Fue Jonathan Cape la que finalmente aceptó publicar su mítica novela).

Aparecen aquí cartas de un valor incalculable para la crítica genética de su obra (como la que escribe en 1934 acerca de un work in progress  “sobre la desintegración más o menos violenta de una familia” que se llamaba Dark House entonces y que hoy leemos como ¡Absalón, Absalón!), y para entender sus mecanismos de composición narrativa de manera que se mejore la exégesis, por ejemplo la que le escribe a Ben Wasson en el verano de 1929, acerca de cómo deberá publicarse el texto de  El ruido y la furia  y sus inextricables shiftings  de narrador y de tiempo, que la ortotipografía de las pruebas de imprenta deben respetar (“las corregí añadiendo algunas cursivas más donde el original permanecía oscuro tras una segunda lectura […] Un blanco indica un cambio objetivo en el tiempo, mientras que aquí la imagen objetiva debiera ser un conjunto continuo, puesto que las asociaciones mentales son subjetivas”). Leemos al hombre de a pie, acuciado, entrañable, jocoso o comprometido con la causa de los negros en el Sur, pero también al mito encerrado en su torre de marfil, de la que sale para montar a caballo, pronunciar alguna conferencia a regañadientes y mantener a raya a sus editores (“Soy partidario de no poner ninguna introducción. Ahora [El ruido y la furia] tiene ya veinte años, si no puede mantenerse sola en pie ningún soporte puede ayudarla”). Entre el hombre y el mito que consiguiera el Nobel en 1950[1] (“el premio no me fue concedido a  mí sino a mis obras; recompensa  a treinta años de agonía y sudor de un espíritu humano para quizás aliviar o cuando menos entretener el corazón del hombre”), esta correspondencia sitúa al escritor, consciente más de sus fracasos (“me he dado cuenta  de cuánta basura y paja para el cine hay en mi escritura”; “acabo de releer el párrafo. Está mal. Me estoy haciendo viejo y ya no escribo deprisa. Siempre reescribí mucho; ahora ocurre que cometo los errores más despacio”) que de sus triunfos, crítico lúcido de su obra entera, que recrea en la memoria con la exactitud con la que un actor recita su texto, y siempre seguro de sus opiniones, aunque algunas desmientan o refuten las de colosos como Hemingway (“dijo que los escritores deberían agruparse al igual que los abogados y los lobos. Creo que en esta afirmación hay más ingenio que verdad, ya que los escritores que necesitan juntarse para sobrevivir se parecen a los lobos  que solo lo son en manada, y, en solitario, son simplemente otro perro”).

Genio y figura, William Faulkner tal vez sea el narrador del siglo XX que más respeto le tuvo a su propio oficio, convencido de que sin esfuerzo no hay victoria, y de que la escritura debe surgir, como escribió Kafka, como en un verdadero parto, cubierta de suciedad y de mucosidades, de  ahí que escribiera dos años antes  de morir que “ni siquiera cuando era joven y ansioso llegué a ser nunca un escritor ‘por encargo’”. Ya en el duro invierno de su carrera literaria, escribió que hacía tres años que se había secado su talento, y “ni siquiera estoy interesado en escribir nada, solo en leer por placer los viejos libros que descubrí cuando tenía dieciocho años”, en nuevo ejemplo de su autocrítica feroz, modelo para quienes quieran convertirse en verdaderos escritores, esto es, en tipos que prefieren escribir a haber escrito. También de la batalla del esfuerzo por conseguir lo que hoy llaman excelencia, como de tantas otras batallas de la vida, salió Faulkner invicto. ~



[1] Faulkner obtuvo el Premio Nobel de Literatura de 1949, aunque lo recibió hasta 1950, junto al ganador de ese año, Bertrand Russell (N. del E.).

 

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(Barcelona, 1964) es crítico literario y profesor de la Universidad Pompeu Fabra.


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