Una vez conocí tres mujeres y pensé ¿a dónde llevarlas?
Decidí invitarlas a donde mi amigo Leonid.
Las tres eran mujeres de rara belleza.
Cuando empezamos a hablar de Francois Villón
la que más me gustaba se marchó.
Desde la mañana pensaba yo en el kamasutra,
el alma desgarrada,
pero Leonid no dejaba de leer los poemas de Mandelstam.
¿En qué pensaba cuando me secaba las lágrimas?
Seguro no era en los poemas de Mandelstam
como Leonid creía.
La segunda mujer se fue avergonzada
porque no había leído El Don apacible de Shólojov.
Los versos iban y venían en la voz de Leonid.
Eran muchos y cada uno tenía su estilo propio.
Durante un buen tiempo puse mis esperanzas
en la tercera mujer
que ya para entonces se había dormido en la mesa.
En lugar de tantos versos y pensamientos profundos
dime más bien, amigo Leonid, sinceramente,
dónde encontrar otras pichoncitas así
y lo más importante, dime a dónde llevarlas después. –
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