Ungaretti y la génesis de un libro

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En los momentos de desánimo, que son casi todos, cuando creemos que nadie se interesa por nuestras “obras”, los aspirantes a poetas nos consolamos pensando que las tiradas escasas y mal distribuidas, que nos condenarán para siempre al ostracismo, no son una novedad de estos tiempos. Buena muestra de ello es la edición de El puerto sepultado (1916), reimpresa en 1923 con una presentación de Benito Mussolini y germen de La alegría (1931), de Giuseppe Ungaretti (Igitur, 1997).

En el otoño de 1912, Ungaretti (Alejandría, 1888-Milán, 1970) deja Egipto en dirección a París, donde asiste a las clases de Henri Bergson y contacta con los mayores representantes de los movimientos artísticos de vanguardia (Apollinaire, Picasso, De Chirico, Modigliani, etc.). En ocasión de la Muestra futurista en la Galería Bernheim Jeune, conoce a algunos destacados intelectuales italianos, como Giovanni Papini, Mario Soffici y Aldo Palazzeschi, que lo invitan a colaborar en la revista Lacerba. En febrero de 1915, a los pocos meses de haberse trasladado a Milán a causa del estallido de la Gran Guerra, aparecen en ella sus dos primeras poesías. Inmediatamente después Italia entra en la contienda y Ungaretti es llamado a filas.

Destinado al Monte San Michele, en el Carso, como soldado raso del 19o Regimiento de Infantería, a fines de diciembre de 1915, en su primer día en las trincheras, el poeta incipiente y militar pacifista da inicio a El puerto sepultado. Las experiencias de todo un año, prácticamente sin moverse del mismo sitio, quedan encerradas en esos breves textos, casi apuntes de urgencia: la fraternidad entre los hombres, la muerte, la naturaleza, la precariedad de la existencia y las ansias de vivir, en suma, las distintas caras de la refriega. Un diario anárquico redactado en tarjetas, sobres, márgenes de periódicos viejos o espacios en blanco de las cartas recibidas y guardado en la mochila reglamentaria. A juzgar por el testimonio, no sabemos hasta qué punto sincero, del autor, su escritura respondía a un mero examen de conciencia, a un modo de buscarse y encontrarse, sin el más mínimo afán de divulgación. No obstante, el azar o la necesidad, a gusto del consumidor, tenían sus propios planes.

Un día que estaba de permiso, paseando por las calles de Santa Maria della Versa, en la provincia de Pavía, se le acercó un joven teniente, con el que no pudo evitar confiarse, explicándole cuál era su desahogo, su solitario bálsamo, en medio de los embates del conflicto. Un extraño recluta que tropieza con un extraño oficial de intendencia. Amante de la poesía y poeta él mismo, Ettore Serra, éste era el nombre de su interlocutor, había leído a Ungaretti en Lacerba y a lo mejor en La Voce. Picado por la curiosidad, Serra resolvió llevarse la mochila, ordenó los trozos de papel y no demasiado tiempo después, mientras franqueaban el monte San Michele, le trajo las pruebas de un cuadernillo para su oportuna corrección.

De este modo, al año de su alistamiento y también del preludio de su composición, en diciembre de 1916 Ungaretti tuvo en sus manos El puerto sepultado, ochenta ejemplares numerados y estampados en Udine, evidentemente fuera de comercio y pagados por su inesperado mecenas.

En consecuencia, hasta llegar a la célebre La alegría, el libro tendría varias estaciones, en las que iría sucesivamente ampliándose e incluso mudando de título: a partir de aquellos ochenta ejemplares difundidos en plenas hostilidades, se concederá que las circunstancias no eran las más favorables, el universo de Ungaretti se abrió lentamente paso hasta cumplir, con toda certeza, aquella que, a su parecer, era la máxima ambición de cualquier poeta: dejar una hermosa biografía. ~

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