Toda la vida me burlé de aquellos mexicanos que viajaban al extranjero con una lata de chiles Herdez y un paquete de harina de maíz en la maleta. Me parecía un claro signo de falta de carácter y espíritu cosmopolita. A donde fueres haz lo que vieres, decía mi abuela. Haz en Roma lo que hace los romanos, dicen los anglosajones. Por eso cuando llegué a la Argentina me dediqué a probar todo aquello que el país pudiera ofrecerme, y así fue como agoté la paleta de sabores en poco más de una semana.
Que no se malentienda. En Buenos Aires se comen bien, aunque es letal para los triglicéridos y el colesterol: pizza, pasta, cortes de carne, empanadas, platos criollos como el locro, que son frijoles y embutidos, etcétera. El asunto es que para un mexicano todo esto puede resultar monótono en muy poco tiempo. Así fue como varias semanas después una noche me encontré soñando con unas enchiladas verdes, yo, que siempre me quise sentir más cosmopolita que Carlos Fuentes y Alfonso Reyes. Luego vino un irrefrenable antojo de comerme unos tacos del Borrego Viudo, los de Revolución, allá en la ciudad de México. Quien no haya probado la salsa roja que preparan en ese lugar no sabe aún lo que son en realidad unos tacos.
Y así pasaron los días, y a mí, desesperando, como dice la canción, me dio por meterme en el lugar más infame que he pisado jamás en mi vida: La fábrica del taco, en Gorriti 5062, en el barrio de Palermo. Si alguien está leyendo esto, le aconsejo que se mantenga alejado de esa calle. Hasta eso había llegado mi desesperación. Y pensé, bueno, con la carne argentina se pueden hacer buenos tacos, ¿no?, y a lo mejor las salsas no están tan mal, ¿qué puedo perder? De entrada el lugar estaba decorado como cualquier cantina de baja calaña de la Zona Rosa o de la Revolución en Tijuana. El mesero dijo ser mexicano. Cuando le dijimos que veníamos de la ciudad de México, nos dijo que él también era chilango, pero cuando una pareja sentada a unas mesas de la nuestra le dijo que eran de Guadalajara, él les respondió que había nacido en esa ciudad. ¡Lo que no hace un mexicano en la Argentina por una buena propina!
Debimos habernos puesto nuestros abrigos y salir del lugar, pero el antojo de tacos pudo más que nuestro sentido común, aún cuando nos advirtieron que no había tortillas de maíz sino de trigo. Lo que sea, pensé, pero tráenos esos tacos, y los pedimos de lomo para comenzar. El ambiente tampoco era propicio. Al parecer La fabrica del taco es un lugar frecuentado por lo más bajo de la migración mexicana. Una conversación que se desarrollaba en una de las mesas cercanas era justamente un catálogo de todo lo que detesto en la clase media mexicana: machismo, misoginia, clasismo, intolerancia.
Y si bien se supone que en Argentina se come buena carne, no sé cómo se las arreglan en ese lugar para servirla en tan mal estado, casi en descomposición. Los tacos que nos sirvieron sabían a suela de zapato. O mejor dicho, era como si alguien hubiera cortado en trocitos un cinturón viejo, y lo hubiera servido sobre una tortillina Tía Rosa de Bimbo, de esas que saben muy mal. No pude terminarme la orden y pedí la cuenta. Regresé a casa con la cola entre las patas y no pude comer carne durante varios días; incluso pensé en volverme, ahora sí, vegetariano, pero no lo hice porque al parecer en Buenos Aires ser vegetariano es peor que ser cristiano en los tiempos de Nerón. Incluso durante algunos días tuve que dejar de usar mi cinturón porque en cuanto lo veía me venía a la boca el sabor de aquel plato. Pasé una muy mala noche con la indigestión, aún cuando en general yo no padezco de estas cosas. Hasta ahí llegaron mis ganas de comer tacos en Buenos Aires.
Aunque por lo regular preparo mi comida en casa, me dan ganas de salir a comer a algún lugar de vez en cuando. Durante un par de semanas lo hice sin ninguna expectativa. Descubrí que un bife de lomo con ensalada y puré de papa era una manera de evitarme muchos problemas, pues no creo volver a comer un trozo de pizza en toda mi vida. La sola mención de salsa de tomate, orégano y mozzarella me crispa los nervios; y mejor no me hablen de ravioles. Un sándwich de lomo con lechuga y tomate también es una buena alternativa para no caer en la locura. Pero ahí, acechando en el inconsciente estaba el recuerdo no solo de los tacos del Borrego Viudo, sino de las enchiladas verdes del chino de avenida Universidad y del ceviche del mercado de San Pedro de los Pinos. Ahora bien, en materia de ceviche la comida peruana resultó ser una buena opción en Buenos Aires; hay un lugar en la zona de Abasto que no está nada mal, pero que me parece exageradamente costoso. También hay dos o tres lugares donde venden arepas al estilo venezolano por si se extraña el maíz. Pero apenas hasta ayer vi colmado mi antojo de tacos de la manera menos pensada.
Y sucedió mientras caminaba por la zona de Cañitas, al norte de la ciudad, cerca de Belgrano. Me había mantenido alejado de los restaurantes de comida árabe también por haber tenido malas experiencias. Los trompos de shawarma que había visto por ahí en mis paseos no me gustaban por su aspecto raquítico y sus colores sospechosos y tornasolados. Así fue hasta que encontré un lugar llamado Al-Zein, en Arce 488, en la zona ya mencionada. El lugar además es barato (más que el de los “tacos”) y el shawarma está muy bien servido, y los ingredientes frescos. El tabule es bueno y, gloria a Dios en las alturas, también lo es el falafel. Esa comida de ayer me ha dado fuerzas para mantenerme en Buenos Aires un rato más, pues estaba a punto de desertar, todo por unos tacos. Claro, falta la salsa del Borrego Viudo, pero nada es perfecto, tendré que conformarme con el tahime. Pero si alguien viene a visitar Buenos Aires, no dejen de avisarme, tengo por ahí unos encargos…
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).