Recuerdo con toda claridad el frío mediodía de noviembre de 1976 en que uno de nosotros apareció en el patio del colegio Luis Vives con un ejemplar del primer número de Vuelta y la viva curiosidad con que fuimos pasándolo de mano en mano y hojeándolo, sin tiempo para leerlo pero admirados de los nombres que encabezaban sus páginas. Estaban ahí, desde luego, Octavio Paz y los escritores que lo acompañaron en la revista Plural: José de la Colina, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Alejandro Rossi, Kazuya Sakai, Tomás Segovia, Gabriel Zaid, junto a otros que fueron, más o menos desde el principio, colaboradores habituales: Enrique Krauze, José Emilio Pacheco, Rafael Segovia, Esther Seligson, Ramón Xirau, y, además, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Italo Calvino. Un grupo admirable de poetas y narradores que ejercían además con pasión y brillo la crítica, acompañados por algunos ensayistas de buena pluma y unidos por la convicción –expresada por cada uno en otros momentos con énfasis y matices diversos– de que la poesía y la literatura suponen la reflexión crítica y, por lo mismo, la libertad. La apresurada definición anterior es eco sin duda de muchas leídas en estos años, pero no habría sido impensable ensayar una muy parecida en aquellos momentos de la aparición de la revista. Sobre todo porque, como es bien sabido, más que de una aparición se trataba de una reaparición. Vuelta era la segunda vuelta de Plural, la revista patrocinada por el Excélsior de Julio Scherer, pero que ahora salía a la calle como una empresa independiente, y ese primer número representaba, para muchos de sus lectores como para sus redactores, un triunfo y una promesa.
Para mí sería también un destino, pues mi vida de lector, de escritor y de editor –pero también mi vida sentimental y afectiva, de un modo que no viene al caso describir aquí– se ligaría durante mucho tiempo a la de esa publicación y el grupo de amigos que la animaban. (Vuelta no fue la primera revista que edité: como casi cualquier escritor que se iniciaba, cuando aún no había internet y publicar por propia cuenta lo que se escribía requería no unos minutos sino muchos meses y algún dinero, emprendí antes con amigos publicaciones más o menos efímeras. Tampoco fue la última: cuando aquella se cerró fundé la revista Paréntesis, y actualmente soy editor de tres revistas académicas.) Empecé a colaborar en Vuelta tres años y medio después, por invitación de Gabriel Zaid, de la manera habitual: con reseñas de libros primero y más adelante con algunos poemas. A fines de 1982 me integré al equipo editorial como corrector de pruebas y pocos meses después me convertí en Secretario de Redacción. Lo fui hasta el último número de la revista, pero no sin interrupción: durante casi dos años, entre septiembre de 1984 y junio de 1986, esas tareas las desempeñó Alberto Ruy Sánchez, uno de los editores literarios más brillantes de México, no sólo por la vastedad de su curiosidad y la seguridad de su juicio lector sino también por su pasión por el diseño editorial. Durante esa etapa no dejé de ser un colaborador ocasional y un lector asiduo de la revista. Me gusta recordar que, mientras Vuelta se publicó, supe de memoria el contenido de cada a de sus ediciones y, si me lo preguntaban, podía decir sin temor a equivocarme cuándo se había publicado tal o cual poema, cuento, ensayo o reseña. No es tan asombroso: no era la memoria de una lectura atenta sino la de una continua relectura.
Para preparar esta antología de poemas y relatos no pude tener a la vista los ejemplares de Vuelta sino sólo un índice general, en el que fui marcando lo que recordaba con particular emoción, y la muy imperfecta hemeroteca virtual que puede consultarse letraslibres.com y que me sirvieron sobre todo, uno y otra, para confirmar que la memoria no me engañaba. De mi primera desaprensiva selección resultó el doble de las páginas que me habían solicitado, de modo que debí desechar una cantidad semejante a la que ahora se publica. Decidí entonces dar preferencia a los autores cercanos y más constantes, de modo que, además de mostrar el gusto que guiaba a los editores y la idea de la literatura que los animaba, la antología transmitiera el aire de familia que se respiraba en cada uno de los números de la revista. Describir cuál es ese aire sería laborioso. No lo será, para el lector, percibir los ecos y correspondencias que hay entre los textos de esta selección, todos los cuales podrían haber coincidido en un número cualquiera de aquella revista y, sin duda, en los de cualquier antología seria de literatura hispanoamericana contemporánea.~
– Kioto, 12 de julio, 2010