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Supongo que es, o fue, un fenómeno extendido por la televisión de muchos países: un periodista y un camarógrafo visitan algún lugar del mundo y reseñan desde allí sus atractivos, sus costumbres y otros datos de interés. Una vez vi, en uno de esos programas, una visita a las islas Pitcairn, en la Polinesia. Es uno de los catorce territorios británicos de ultramar, el único en el océano Pacífico de estos restos del antiguo imperio que todavía quedan diseminados por el mundo.
Tales territorios son colonias que nunca se independizaron o cuyos habitantes decidieron, a través de votaciones, seguir formando parte del Reino Unido de Gran Bretaña. Sin embargo, no se los considera parte de él de manera oficial. Es el mismo estatus, por ejemplo, de las islas Malvinas, aunque a diferencia de estas últimas —cuya soberanía es reclamada por Argentina— ningún otro país revindica derechos sobre las Pitcairn.
Pese a no ser una nación soberana, las islas Pitcairn se consideran el país menos poblado del mundo: tienen 56 habitantes, pertenecientes a nueve familias. Todos viven en Adamstown, la capital, que es el único asentamiento de la isla y que también ostenta el título de capital oficial más pequeña del planeta. En el listado de países por superficie, Islas Pitcairn ocupa el puesto número 232, de un total de 247.
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La historia de la población de la isla Pitcairn es legendaria. A finales de 1787 zarpó de Londres un barco llamado Bounty (“Generosidad”), cuya misión era transportar unos árboles desde Tahití, en el Pacífico, hasta el Caribe. Tras una serie de novelescos episodios, el 28 de abril de 1789, cuando ya llevaban los árboles, nueve o diez marineros se amotinaron, despacharon al comandante y algunos de los otros hombres en botes, arrojaron los árboles por la borda y retornaron a Tahití. Allí dejaron al resto de los no amotinados, cargaron a 18 nativos (seis hombres, once mujeres y un bebé) y volvieron a hacerse a la mar. Sabían que eran prófugos: la pena por el motín y la traición era la muerte.
Después de varios días de navegación, por accidente, divisaron una isla que en los mapas aparecía en una ubicación errónea. Era Pitcairn. Decidieron entonces que era el mejor lugar para ocultarse. Allí fueron. Bajaron todo lo que podía serles útil y luego quemaron el barco, con el fin de borrar las huellas. Construyeron cabañas que también camuflaron, para que no se pudieran ver desde el mar. Eran los principios de 1790. Hasta 1808 no recibieron la visita de ningún otro barco. Para entonces, la mayoría de los amotinados ya habían muerto. El último fue un hombre llamado John Adams, que murió en 1829. El nombre de la capital le rinde homenaje.
La historia inspiró un relato de Julio Verne, una novela reciente de John Boyne (el autor de El niño con el pijama de rayas), cinco películas (entre cuyos protagonistas se cuentan Errol Flynn, Clark Gable, Marlon Brando y Mel Gibson) y hasta un capítulo de Los Simpson.
Las nueve familias que en la actualidad residen en la isla descienden de aquella tripulación de amotinados y tahitianos.
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El caso es que aquel programa de televisión que vi hace tiempo mostraba no solo la visita a la isla, sino también el viaje hasta allí. Según lo que recuerdo, solo se puede llegar en barco, el cual transporta personas y víveres, y tiene una frecuencia muy baja: una vez cada una o dos semanas.
Un muy breve pasaje del informe televisivo, algo así como medio minuto, se centró en un hombre, uno de los pasajeros de ese barco. No quería hablar ante la cámara. Aceptó responder un par de preguntas, casi de espaldas, para salir del paso. Era un viajero. Se había puesto un objetivo: tener en su pasaporte todos los sellos existentes. No recuerdo el número exacto de lugares que tenía que visitar, pero eran 240 y tantos. Le faltaban apenas cuatro. Cuando ese barco arribara a destino y su pasaporte exhibiera también el sello de Pitcairn, le faltarían tres.
Supongo que hay muchos viajeros como él. Una simple búsqueda en Google me lleva a un artículo sobre Albert Podell, un estadounidense que visitó 196 países a lo largo de medio siglo, y a otro sobre Maurizio Giuliano, que figura en el Libro Guiness como la persona más joven —le faltaban cuatro días para cumplir 29 años— que había visitado todos los países independientes del mundo (193, según el libro). Quién sabe cuántas personas más habrán estado en todos los países del mundo.
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Existe una discusión entre los amantes de los viajes acerca de qué es ser un turista y qué ser un viajero. Los más laxos afirman que la diferencia radica en el comportamiento durante el viaje. Según esta posición, uno puede visitar una ciudad durante dos días y, sin embargo, no ser un turista. Para ello es necesario evitar los sitios más visitados y los itinerarios recomendados por las guías, buscar los caminos propios, interactuar con los residentes, etc.
Quienes sostienen una postura más rigurosa, en cambio, afirman que las antes mencionadas no son más que gradaciones del turismo. Para ellos, ser viajero es otra cosa. Una actitud radical. Y nadie lo expresó mejor que Paul Bowles en su novela El cielo protector, de 1949:
Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la Tierra.
Con este criterio, ni siquiera el hecho de haber todos los países del mundo hacen de alguien un viajero. A Maurizio Giuliano, por ejemplo, pese a su récord, no le veo pinta de viajero, la verdad. Sí se la vi a aquel hombre que viajaba rumbo a las islas Pitcairn y que a regañadientes aceptó responder un par de preguntas para la televisión.
No creo que hoy por hoy haya mucha gente que no pertenezca más a un lugar que al siguiente y que se desplace con lentitud durante años de un lugar a otro. La modernidad desalienta el nomadismo: antes era más fácil encontrar personas dispuestas a lanzarse al mar infinito, sin saber muy bien dónde habían de terminar. Y dispuestas también a quedarse a vivir en una isla del Pacífico, con el afán de que nunca los encuentren. El anhelo de aquellos marinos amotinados hoy se imagina como una pesadilla: la serie Lost. Son, sin duda, otros tiempos.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.