De “recuerdos que no recordábamos” habla el fantasmal poeta chileno Juan Luis Martínez en un texto incluido en Poemas del otro, libro que a mi paso por Santiago de Chile han intentado darme cuatro personas distintas. Como a la cuarta va la vencida, la cuarta que lo intentó (Roberto Brodsky) alcanzó su objetivo. El libro de Martínez (Ed. Universidad Diego Portales) ahora ya es mío, pero regalado por otro. Los amigos chilenos impidieron que me lo regalara yo a mí mismo. Pero conste que, cuando digo “yo”, podría también estar diciendo “el otro”, o bien “Juan Luis Martínez”. ¿Está claro? Para Pío Baroja seguro que lo estaría, lo digo porque escribió en sus Memorias: “Me acuerdo de un andaluz a quien alguien le preguntó si era Gómez o Martínez, y él contestó que daba igual, que la cuestión era pasar el rato.”
Juan Luis Martínez (Valparaíso 1942-Villa Alemana 1993) tenía un interesante conflicto con su nombre. Según he podido saber, su objetivo era desaparecer como autor. A veces, no sólo lo lograba, sino que también desaparecía como autor de las preguntas que hacía. Un magnífico ejemplo de esto lo hallamos escenificado en el transcurso de ese encuentro que él tuvo en Santiago (y que recoge ahora Poemas del otro) con Felix Guattari, el famoso autor de El Anti-Edipo. Tras agradecerle a Guattari que esté en Chile y decirle que él, Juan Luis Martínez, desea ser otro pero sin abandonar su identidad, le pregunta si está de acuerdo en que un autor debe arreglárselas para hacer creer a la posteridad que no ha existido jamás. Curiosa pregunta, sobre todo porque la engulló el azar, que engulló también al autor de la misma. Y es que nunca sabremos qué le contestó Guattari, pues en ese preciso instante alguien cerró de golpe el magnetófono y, claro está, el francés contestó para la posteridad exactamente nada. Y uno se queda con la impresión de que no sólo desaparecieron la pregunta y Martínez, sino también Francia, el francés, e incluso su Anti-Edipo, si es que lo tenía.
Experto en fantasmas, Martínez cortejaba la idea —no habitual en el salvaje Chile de aquellos momentos— de la desaparición del autor. Le dice a Guattari: “Ahora, mi mayor interés es la disolución absoluta de la autoría, la anonimia” Y no sólo eso. Según he podido saber, le gustaban los textos que no acababa de entender del todo, Finnegans Wake, por ejemplo: “Mientras menos comprendo en un libro para mí es más interesante.” Y también le fascinaban los laberintos de la identidad vistos por Beckett, no por casualidad citado en El Anti-Edipo: “Usted se llama Molloy, dijo el comisario. Sí, dije, acabo de acordarme. ¿Y su mamá?, dijo el comisario. Yo no comprendía. ¿También se llama Molloy?, dijo el comisario.” Y, en fin, le fascinaba Lautréamont, con su identidad tan vaga, casi inexistente. Vago precisamente y hoy casi inexistente es el libro de poemas La nueva novela (1977), el único que Martínez publicó en vida, un libro al que habría que añadir el mítico La poesía chilena, un extraño y hoy casi inencontrable objeto —llamémosle poético— en el que firmó, a su manera, el acta de defunción de la poesía chilena.
“No sólo ser otro sino escribir la obra de otro”, se titula uno de sus poemas. Autor ligeramente fantasmal (se creyó durante un tiempo que era una invención de Enrique Lihn), nunca se sabrá si tenía miedo a sus lectores, pero lo que sí es seguro es que los veía muertos: “Me desarraigo de los pliegues de mi cerebro/ y huyo, exasperado para alcanzar/ mi cementerio preferido, al otro extremo de la ciudad./ Y allí cuento mi historia a las tumbas.” Estaba obsesionado con desaparecer como autor y había llevado la obsesión tan lejos que, al igual que Henri Michaux, tenía una cierta conciencia de la “impudicia del rostro”, lo que le condujo a tener en un mínimo álbum fotográfico unas contadas imágenes familiares. He visto sólo dos fotografías de él y sé que no es una invención de Lihn, pero también sé que su imagen tiene tendencia a borrarse cuando uno la mira demasiado. Creo ver en esas dos fotografías un hombre desgarbado que se va pero se queda y al que puede que le sentaran muy bien esos enigmáticos versos de Mejía Sánchez que, gracias a los poetas Sanhueza y Zambra, encontré en Chile en Especies intencionales, un magnífico libro de Andrés Anwandter: “Dejadme llorar — orillas del bar.”
Yo creo que, tanto a orillas del bar como llorando, siempre valdrá la pena acercarse a Poemas del otro aunque tan sólo sea porque en ese libro presenciamos nada menos que la desaparición del mismísimo Guattari, la presenciamos justo un poco después de que el raro Martínez le hable de la aparición, a veces con gran intensidad, de “recuerdos que no recordábamos” y, tras decirle que a veces el pasado aparece así con un carácter fantasmal y fragmentario, acabe explicándole que no hay buenos ni malos recuerdos, sólo una memoria discontinua que parece soñarse a sí misma. Puede que lleve toda la razón. Como dije antes, hace unos días que viajé a Chile. Durante el trayecto en avión, me pregunté cuáles serían los recuerdos que tendría de Chile cuando regresara a Barcelona. Recién aterrizado en Santiago, me pregunté si estaba en Chile. Hoy, que estoy ya de nuevo en Barcelona, me pregunto si soy Lihn o Martínez. O soy otro, ese que quiere pasar el rato. No sé. Desde mi regreso de Chile, leo a Martínez con admiración todo el rato, y de su país sólo tengo recuerdos que hasta hoy no había recordado. De entre todos, el más esencial a veces es el de un poeta que buscó desaparecer como autor y seguramente lo logró: “Y aunque todo parezca una broma/ es que quizás ya está muerto/ o realmente nunca existió.” La única verdad sobre el fantasmal Martínez es que se pasó la vida escribiendo los textos de nadie. ~
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