1899:Rubén Darío vuelve a España

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Caravanas de horror como las de Kosovo, esqueletos vivientes como los de Auschwitz llenaron las nuevas secciones gráficas de The Journal de Hearst y The World de Joseph Pulitzer. El Milosevic de entonces fue el general Valeriano Weyler, “El carnicero de la Manigua”. Quizás el siglo que ahora muere empezó en Cuba con los campos de concentración donde Weyler encerró a quienes podían auxiliar a la guerrilla mambisa, es decir a todos los pobladores del campo. Los Estados Unidos vieron la oportunidad buscada desde sus orígenes: adueñarse de las Antillas y sustituir a la vieja España también en sus posiciones del Pacífico. No sabían que iban a tener que disputárselo con el Japón en una guerra que tardó más de cuarenta años en estallar.
     Cuando ya la opinión pública saturada de atrocidades españolas, reales e imaginarias, pedía a gritos la ayuda militar a los insurgentes cubanos, estalló el Maine en la bahía de La Habana y murieron 260 tripulantes. Hoy se tiene la certeza de que fue un accidente. Hearst, el inventor del periodismo tabloidal, declaró la guerra antes que el presidente McKinley y el Congreso. Nada importaba que la reina madre (Alfonso XIII era un niño) hubiese suspendido hostilidades. A la semana siguiente, el primero de mayo de 1898, George Dewey despedazó en Cavite, a la entrada de Manila, a la flota española del Pacífico. El 3 de julio el vicealmirante Sampson aniquiló en Santiago a la armada del Atlántico y tuvo la nobleza de celebrar a su heroico jefe, el almirante Pascual Cervera y Topete. Lo que siguió fue para los vencedores un juego de niños y un ejercicio precursor de la realidad virtual: la prensa convirtió en batalla épica una escaramuza en que Theodore Roosevelt y sus Rough Riders se volvieron estrellas de San Juan Hill y el primero se abrió paso hacia la Casa Blanca. El general Miles ocupó Puerto Rico. Los mambises que habían ganado la nueva guerra de los treinta años se quedaron sin Cuba. El ejército colonial estaba compuesto de adolescentes campesinos muy pobres. Muchos permanecieron en la isla y uno de ellos fue el padre de Fidel Castro. Con el tratado de París el imperio español terminó para siempre y se inició lo que el fundador de Time Magazine, Henry Booth Luce, iba a llamar el “siglo americano”. Por lo pronto la resistencia filipina los obligó a cometer los mismos crímenes que habían reprochado al carnicero Weyler.
     Don Quijote y Calibán
     La conmoción en los países de habla española fue incalculable. Se consumaba el finis latinorum que empezó cuando Bismarck fundó el imperio germánico, para más honda humillación, en Versalles. Alcanzaba su desenlace la lucha de civilizaciones que Tácito había intuido al describir a las tribus del norte como amenaza de la barbarie contra la civilización mediterránea greco-romana. Los barcos españoles de madera no habían podido contra las naves de guerra acorazadas con el acero de Pittsburgh y con artillería de gran calibre. Ellos tenían a Edison, inventor de casi todo lo moderno. Nosotros no teníamos nada. Muerto el sueño bolivariano de un inmenso país, la Gran Colombia, éramos los estados desunidos del sur y para colmo en pugna con España.
     Rubén Darío fue, como siempre, uno de los primeros en captar lo que estaba en el aire y darse cuenta de la enormidad de lo ocurrido. Publicó un cuento, recuperado medio siglo más tarde por Roberto Ibáñez, “D.Q.”, y dos artículos, “El crepúsculo de España” y “El triunfo de Calibán”. El último defensor de Santiago de Cuba (Santiago, el apóstol guerrero que en calidad de espectro peleaba a su lado, abandona al ejército español en la que parecía su hora final) es Don Quijote. Tras su heroísmo inútil se arroja al mar y al estrellarse resuena por última vez su coraza. En su segundo artículo Darío se adelanta dos años a Rodó. Su Calibán, como demostró en 1968 Gordon Brotherson, es el de Ernst Renan más que el de Shakespeare. No podía en ese momento hacer una lectura contraria como la de Roberto Fernández Retamar en 1970: en The Tempest su autor quiso hablar de un caníbal. Calibán somos nosotros, los colonizados demonizados a quien el conquistador no pudo evitar darles su lengua y con ella su cultura.
     Tampoco era posible que Darío adivinara el empleo que le daría la vanguardia brasileña al término “canibalización”. Darío se creyó Ariel pero era Calibán que canibalizó primero toda la literatura española y luego toda la literatura europea. Al hacerlo adquirió las cualidades del devorado. A tal punto internalizamos esta noción que nos referimos a “comernos vivo” a alguien: es decir, al hablar mal de él simbólicamente nos apropiamos de todo aquello que nos hace envidiarlo.
     La opulencia de la miseria
     Suele olvidarse que Darío publicó Azul (1888) a los 21 años y lo escribió a los veinte. Para llegar a Azul en las Poesías completas de Alfonso Méndez Plancarte y Antonio Oliver Belmas (Madrid, 1968) hay quinientas páginas de poemas previos en todas las formas métricas, todos los estilos y todos los vocabularios empleados por la poesía castellana desde sus orígenes hasta 1885. No se sabe de ningún otro poeta en ningún idioma que haya tenido un (auto)entrenamiento semejante. Ante él “apropiación” parece un término débil. Si molesta hablar de canibalismo, sólo puede recurrirse a la imaginería sexual: la lengua española fue la verdadera amante de Darío y para poseerla de verdad se dejó poseer por ella.
     Opulencia de la miseria. Philip Larkin, el bardo de Mrs. Thatcher, estaba orgulloso de no leer sino poesía inglesa y no salir nunca de Inglaterra. El niño abandonado que nace en una auténtica choza de Metapa, Nicaragua, y crece con su abuela y con su abuelo el coronel (como Gabriel García Márquez), tiene una avidez cultural sin fin, quiere leerlo todo, saberlo todo, escribirlo todo. Ha nacido en uno de los lugares más bellos pero también más pobres de América. Sus oportunidades son casi nulas. El talento, como el espíritu de los Evangelios, sopla donde quiere. En vez de elegir para renovar no sólo la literatura sino la lengua toda a un joven privilegiado del próspero Santiago de Chile, digamos Pedro Balmaceda Toro, escoge a un niño casi mendicante.
     Elogio de la diseminación
     La anécdota es conocida pero aquí vale la pena repetirla. José Vasconcelos ha lanzado su serie de clásicos a cincuenta centavos. Recorre el país con el presidente Obregón. A un lado de la vía encuentran a un campesino. El general le pregunta su nombre. No lo sabe. ¿De dónde es? De allí mismo. ¿Cómo se llama el pueblo? Tampoco lo sabe. El presidente se vuelve, irónico, a su secretario de Educación: ¿Y para esta gente derrocha usted el dinero publicando a Dante y Esquilo?
     Lo mismo deben de haberle dicho al editor Rivadeneira cuando lanzó su Biblioteca de Autores Españoles. ¿Y usted cree que en, por ejemplo, Managua, alguien va a leer sus mamotretos? ¿Entenderán a Fray Luis de Granada? ¿Qué harán con Góngora? ¿Tal vez leerán a Malón de Chaide creyendo no que es un escritor ascético español sino una cortesana francesa del siglo XVIII?
     Pero Rivadeneira y José Vasconcelos creían en la diseminación. Los tomazos a dos columnas llegaron a manos del niño Darío en la Biblioteca Pública. Los devoró en sentido literal y los asimiló como nadie. Hizo suyo el pasado y quedó en condiciones de inventar el porvenir.
     El Palacio de la Moneda
     El animal totémico del modernismo es la mariposa, la hypsipila en que los griegos simbolizaron a Psiquis, el alma, la mente, el espíritu, el principio de la vida. A menudo es el insecto art nouveau por excelencia con alas como vitrales. Hermosísima a veces, en otras cursi (lo único que en la naturaleza puede resultar cursi), en su estado larval la mariposa tiene que ser el gusano asqueroso que en la Ciudad de México, y tal vez en otras partes, llaman azotadores. Son odiados porque devoran las hojas de los árboles. Los niños los pisotean para ver cómo de su cuerpo deshecho sale un líquido repugnante parecido a la pus. Sus padres los bañan de insecticidas. Algunos azotadores sobreviven, realizan sus metamorfosis y vuelan convertidos en mariposas que le gustan a todo el mundo.
     El refinado, elegante, aristocrático modernismo también salió por su propia metamorfosis de la dipsomanía, el sopor permanente, las claudicaciones e indignidades de Darío y, por otra parte, de la mierda y la sangre. Lo que permitió a Darío llegar a Chile fue el excremento de las aves marinas, el guano de donde se extraía el nitrato indispensable para los fertilizantes y la pólvora. La sangre de los mataderos rioplatenses que alimentaban a Europa dio la base económica para hacer de Buenos Aires la gran plataforma de lanzamiento del modernismo.
     Era lógico que el joven nicaragüense viniese para desarrollarse a México, sobre todo cuando la poesía mexicana gozaba de un prestigio internacional que nunca recuperó, excepto en la obra de Octavio Paz. Juan de Dios Peza era admirado y traducido hasta en Rusia y en el Japón. Darío escribió un drama, hoy extraviado, sobre Manuel Acuña y reconoció entre sus maestros a Díaz Mirón y a Gutiérrez Nájera.
     Pero Chile acababa de triunfar en su guerra contra Perú y Bolivia y se había propuesto ser los Estados Unidos del Pacífico Sur. Así pues, Darío fue a Chile. Conoció la bohemia y la miseria de los trabajadores, el anarquismo y la aristocracia, el burdel portuario y el salón elegante. Sobre todo su amistad con Pedro Balmaceda Toro, el hijo del presidente José Manuel Balmaceda que acabaría suicidándose ante el golpe militar de 1892, le permitió leer en su estudio del Palacio de la Moneda a los nuevos autores franceses. Calibán los canibalizó en los altares de la lengua española. El resultado fue Azul. Darío lamentaba que la burguesía estuviera corrompida por la ostentación, el amor al lujo y el deseo de riqueza. No obstante compartía esas aspiraciones y las realizó en el terreno verbal, único en que su dominio era absoluto.

     Misteriosa Buenos Aires
     Un libro publicado en Valparaíso corría el peligro de no llegar ni a Santiago. En una de sus “Cartas americanas” publicadas en Los Lunes de El Imparcial, Juan Valera subrayó la excepcionalidad del joven poeta y señaló su “galicismo mental” y su dominio de la prosa y el verso castellanos. Valera hizo célebre a Darío. En 1892 Nicaragua lo envió como secretario de su delegación a las fiestas del cuarto centenario. Los españoles lo recibieron con el mayor afecto y él, con la audacia del tímido, leyó en una velada su poema “A Colón” en que presenta una visión desesperada de América y acaba por decir que hubiera sido mejor que los indios permanecieran libres y no llegaran nunca las carabelas.
     De regreso pasó por Cartagena. El ex presidente Rafael Núñez logró que lo nombraran cónsul de Colombia en Buenos Aires. Al mismo tiempo, José Asunción Silva fue a la legación en Caracas. Quién sabe qué hubiera pasado si los nombramientos se invierten. En la primera gran ciudad hispanoamericana, en el país que tenía un nivel económico equiparable a los europeos, Darío encontró el medio propicio para su gran renovación literaria. Los cinco años de Buenos Aires, los más productivos de su carrera, son responsables de Prosas profanas, Los raros y muchos cuentos fantásticos que proponen una literatura palimpséstica como la que Marcel Schwob hacía al mismo tiempo en Vidas imaginarias.
     Hace ya cuarenta años se estableció que Prosas profanas, su libro central, no es todo el modernismo y los antes llamados “precursores” son en realidad los iniciadores: José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal y José Asunción Silva. Todos ellos murieron antes de la aparición de Prosas profanas. Rubén Darío fue el enlace entre ese primer grupo modernista y el segundo en que destacaron sus compañeros de Buenos Aires, Leopoldo Lugones y Ricardo Jaimes Freire. Escribió una poesía perturbadora con metros y ritmos que nunca antes se habían escuchado en nuestro idioma. Darío expropió, sí, la poesía francesa, como Garcilaso lo había hecho con la italiana, pero no todas sus fuentes provenían de París. Poe, D'Annunzio y el extraordinario Eugenio de Castro, maestro de Pessoa, fueron también modelos de Darío. Hizo lo que en Europa era imposible: sintetizar las escuelas enemigas, parnasianismo y simbolismo, y al hacerlo convirtió en hispánica toda la literatura universal.
     Las crónicas de La Nación
     La Nación, el diario fundado en 1870 por el general Bartolomé Mitre, fue el gran periódico de los modernistas. En él aparecieron las crónicas de Martí desde los Estados Unidos, modelo de Darío para las que envió en 1900 y formaron en 1902 España contemporánea que es, con Tierras solares, su mejor libro en prosa.
     Durante mucho tiempo se creyó que las crónicas resultaban sólo el penoso medio que hallaron los poetas para ganarse la vida. Hasta un crítico tan inteligente como Pedro Salinas dijo que el periodismo le dio con qué vivir y le quitó con qué sobrevivir a Darío. Ángel Rama en 1970 demostró que, por lo contrario, las crónicas fueron el campo de experimentación de los modernistas y en él ensayaron muchos de los procedimientos que pasarían después a sus versos.
     Darío pidió a La Nación que lo enviara a España. Quería ver sobre el terreno los efectos del desastre e informar a los hispanoamericanos sobre la nueva situación que obligaba a erigir una especie de panhispanismo como defensa contra el enemigo común. El 22 de diciembre desembarcó en Barcelona. Quedó asombrado ante la actividad y la vitalidad de Cataluña y también frente a lo que no era un simple deseo de autonomía sino “el más claro y convencido separatismo”.
     El primero de enero de 1899 llegó a Madrid. Encontró una gran indiferencia entre el pueblo y una desolación creciente entre los escritores que habían sido sus maestros, como Ramón de Campoamor y Gaspar Núñez de Arce. Al poeta más popular del idioma le dice para animarlo en su decaimiento: “Su gloria no perecerá y generaciones sin fin leerán sus versos”. En realidad Campoamor y Núñez de Arce cayeron en un abismo que ya ha durado un siglo. Es la hora de releerlos con otros ojos.
     Por amor a España, Darío se empeñó en decir la verdad de lo que observaba. Sus crónicas, como era inevitable, ofendieron a muchos, sobre todo a los académicos que le parecían los carceleros y no los servidores del idioma y a los políticos venales a quienes echó la culpa del desastre. Le dolió la indiferencia española hacia la otra orilla del Atlántico:
      
     En la conversación podéis oír que se confunden el Brasil, el Uruguay o el Paraguay con Buenos Aires. Y en literatura, todo lo nuestro es irremediablemente tropical o cubano. Nuestros poetas les evocan un pájaro y una fruta: el sinsonte y la guayaba. Y todos hacemos guajiras y tenemos algo de Maceo. Tal es el desconocimiento. No exagero.
     El oro y el vidrio
     Lo más importante del paso de Darío por la España finisecular fue su contacto con la joven generación que Azorín iba a llamar del 98, sobre todo con Ramón del Valle-Inclán y Juan Ramón Jiménez. El estímulo de su obra y su presencia fue decisivo. Darío no les descubrió nada a los españoles pero fue un elemento aglutinador para la gran renovación literaria. Así lo reconocieron los mejores y hasta Miguel de Unamuno acabó por renunciar a su inicial hostilidad.
     Sorprende que dos de los escritores más admirados en Hispanoamérica hayan sido tan desdeñosos con Rubén Darío. Leopoldo Alas Clarín, desde 1893 hasta su muerte, estuvo obsesionado contra él y escribió enormidades inconcebibles en el autor de La Regenta:
      
     El señor Darío es muy decidor, no cabe negarlo: pero es mucho más cursi que decidor y para corromper el gusto y el idioma y el verso castellano, ni pintado. No tiene en la cabeza más que una indigestión cerebral de lecturas francesas y el prurito de imitar en español ciertos desvaríos de los poetas franceses de tercer orden que quieren hacerse inmortales persignándose por los pies y gracias a otras dislocaciones. (Clarín citado por Antonio Vilanova en su prólogo a España contemporánea, Lumen, 1987.)
      
     Aún más triste es el caso de Luis Cernuda, que para atacar a Darío se sirvió de un ensayo imbécil de C.M. Bowra donde explica los defectos del gran poeta en razón de que “he has Indian blood in his veins“. Ya por ese camino Cernuda se dejó decir que, como sus antepasados, Darío cambió su oro por cuentas de vidrio. La imagen racista es también ignorante: en el siglo XVIII el padre Feijoo afirmó que si lo hicieron fue por razón de que en estas tierras abundaba el oro y en cambio no había cuentas de vidrio.
     Por fortuna muchos otros, de Antonio Machado a Enrique Díez-Canedo y de Federico García Lorca a Vicente Aleixandre, supieron ver que no era Nicaragua ni Hispanoamérica toda la beneficiaria. Era la lengua española la que resucitaba con Darío. Cuanto se escribió en el siglo que termina hubiera sido imposible o inexplicable sin él. Su labor, escribió Borges en 1967, no ha cesado ni cesará. –

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