Del plagio involuntario: la “plaga insulsa”

Para José Emilio Pacheco la lectura era una actividad tan creativa como escribir. Recuperamos este texto –donde su voracidad lectora lo lleva a reflexionar sobre el plagio involuntario en literatura– que apareció en el número 8 de Vuelta, de julio de 1977.
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En 1971 escribí y publiqué en el “Diorama de la Cultura” de entonces un poema titulado “Fisiología de la babosa”. Está en un libro que se llama Irás y no volverás. En el texto figura la expresión “plaga insulsa”. Seis años después encuentro en un volumen que desconocía: Lecturas literarias, arregladas por Amado Nervo (trigésima primera edición, 1972), un ensayo positivista del doctor Manuel Flores: “Psicología de la babosa”. Subrayo el título y una línea: “De esta insulsa y tremenda plaga estamos amenazados.”

El lector puede creer en mi inocencia: en Irás y no volverás incluyo textos basados en otros textos, con el crédito correspondiente, y hasta una serie en que “Catulo imita a Ernesto Cardenal” y de esta unión imposible se forma por mi intermedio un cuarto poeta. Nada me hubiera costado citar a pie de página al Dr. Flores como cité a Juan Salazar, autor de Fauna mexicana, o a tantos otros.

Las 31 ediciones de la antología de Nervo demuestran que sus Lecturas literarias fueron durante mucho tiempo libro de texto en las escuelas. Sin embargo, nadie ha notado este ejemplo de intertextualidad. Primero pensé que pude haber leído la “Psicología de la babosa” en otra compilación más reciente. Fue una pista falsa: Juan José Arreola no la reproduce en Lectura en voz alta (1968). Luego supuse que el Dr. Flores y yo podíamos tener una fuente en común: el Diccionario, por ejemplo. No, la definición nada dice que pueda semejarse a “plaga insulsa”. Tampoco está la insulsez entre los topoi referentes a la babosa: viscosidad, fragilidad, sal, etcétera, que por supuesto ambos manejamos.

El texto de Flores –en realidad un poema en prosa– resulta incomparablemente superior a mis versos. Pero nadie menciona a su autor entre las figuras literarias del porfiriato. Se le confunde con su homónimo Manuel M. Flores (1840-1885) y de él se sabe únicamente que nació en Guanajuato en 1853, murió en la Ciudad de México en 1924, fue médico famoso, fundador de la cátedra de medicina legal en la Escuela Práctica Militar, diputado, colaborador de El Imparcial y autor de libros como Tratado elemental de pedagogía y Álbum de viaje. A juzgar por esta “Psicología de la babosa” el doctor Flores era tan buen prosista como Urbina, Salado Álvarez, Icaza o el propio Nervo.

Aparentemente quiso elaborar en su “Psicología” un ensayo de divulgación científica y terminó por escribir literatura fantástica:

¿De dónde viene? De la cloaca. Entre las húmedas sombras y los miasmas irrespirables del intestino de Leviatán, incuban no se sabe qué gérmenes misteriosos y repugnantes; ahí se desenvuelven, ahí se organizan, ahí vegetan y crecen, y llegados a inconsistente madurez, pululan en enjambres de animalillos viscosos y fríos, grasientos y elásticos. Aquellos engendros están formados de cosas horribles, de viscosidad, que es la materialización del horror, y de frialdad, que es la condensación en átomos de terror.

Es una lástima no poder reproducir en su integridad el texto. Me conformo citando algunas otras líneas, por ejemplo, las que se refieren concretamente a la psicología de las babosas:

No son insensibles a la música, si es lánguida y dulce. Un nocturno de Chopin, un andante de Beethoven, las hacen asomar cautelosamente la cabeza y estirar el cuello, si es que lo tienen, como para oír mejor. Lo mismo pasa con la conversación. Cuando se habla a domicilio de política se las observa atentas y curiosas, y la crónica escandalosa parece interesarles vivamente.

Luego viene un párrafo apocalíptico y en él –dos veces– las palabras que “plagié” sin saberlo:

De esta insulsa y tremenda plaga, estamos amenazados. La Ciudad de los Palacios no está llamada, como Kingston o San Francisco, a perecer por el terremoto, ni como Sodoma y Gomorra por la lluvia de fuego del cielo, ni a ser devastada por hordas bárbaras, sino a morir de asfixia y horror, bajo el deslizamiento viscoso y la plateada escarcha de esa insulsa y calamitosa plaga.

La coincidencia suscita varias preguntas que me trascienden: ¿Es posible escribir un texto que no suponga otro texto previo, conocido o desconocido para el autor? A pesar del desprestigio actual de estas dos palabras, ¿existe de verdad una “tradición nacional”, ecos y reflejos que perduran más allá del cambio y las discordias de las generaciones? O bien, cada tema ¿posee un repertorio limitado de posibilidades verbales que nadie puede vencer por resuelto que sea su afán de “originalidad”?. O, por último, ¿tiene razón Julián Hernández y es ridículo el concepto mismo de “autor”, ya que “la poesía no es de nadie: se hace entre todos”? ~

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