A Ronchamp

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Para Constanze en su cumpleaños 21
     
Con su mochila al hombro, Paloma desciende del tren en el pequeño pueblo de Ronchamp, que ni siquiera tiene una estación propiamente dicha, sino simplemente un andén imaginado que, tan pronto pise la calle, le revelará la capilla como una aparición. Dispone de muy poco tiempo y se siente tan tensa que no se explica por qué no la alcanza a ver.
     Salió desde París, en un arranque de decepción y rabia, aprovechando que su rail pass le permitía viajar sin costo. A las seis de la mañana ya se encontraba en Dijon. De acuerdo con sus horarios el tren a Belfort no saldría hasta las nueve, así que aún disponía de tiempo para vagar por ahí. En la estación se compró una botellita de jugo de naranja y un sándwich: bueno, lo que los franceses llaman un sándwich: una baguette, una película de mantequilla y una rebanada casi transparente de jamón que apenas y se siente entre las dos gruesas tapas de pan. Y salió a recorrer la ciudad. Qué trabajo abrir tan desmesuradamente la boca para comerse un triste sándwich. A cada mordida se veía en la necesidad de beber un poco de jugo para poderse tragar el bocado seco y pastoso. Era domingo y a esas horas había poquísima gente en la calle. Tres horas son mucho tiempo para perderlo en una ciudad en donde todo está cerrado. Así que, con muchísima calma, se dedicó a mirar las vitrinas de las épiceries donde vendían la famosa mostaza del lugar, y las pequeñas librerías y papelerías —su perdición— así como las tiendas de ropa, las vinaterías, las tiendas de antigüedades y las de regalos y curiosidades. Mientras hacía su recorrido, se acordaba constantemente de que su viaje había obedecido a dos cometidos principales: el primero, huir de lo odioso que pueden resultar los domingos en París cuando se está deprimida; el segundo, conocer aquella capilla de la que mucho le habían hablado y que tanta ilusión le causaba. Se entretuvo propositivamente durante más de dos horas hasta que se metió a la catedral, donde estaban oficiando misa, matando literalmente el tiempo para no tener que esperar en la estación y quedarse pensando en lo que le había ocurrido. Trató de seguir la misa recordando sus viejas oraciones, pero a menudo se distraía y volvía a pensar en él, así, él, porque no quería pronunciar ni mentalmente su nombre. Tan pronto terminó la misa decidió regresar. Volvió a la estación del tren de Dijon, se quitó la mochila para descansar y sacó su libro, El manantial, para leer mientras esperaba. ¡Cómo pesaba su mochila! Y es que, claro, como había salido en un arranque de desesperación sin saber muy bien ni a dónde iría ni cuánto tiempo tardaría allí, metió todo cuanto se le ocurrió: desde sus mudas de ropa y camisetas hasta la secadora de pelo, un vestido formal, unos zapatos de noche —por aquello de las cochinas dudas— además de sus cuadernos, sus acuarelas, la cámara, el despertador y la famosa novela que pesaba un demonio, pues era de pasta dura y de casi mil páginas. En París, la señorita de la estación le había elaborado un cuidadoso itinerario señalándole dónde bajarse, qué cambios hacer y qué dirección tomar para llegar a su anhelado destino. "Pero me temo —le había advertido— que si quieres volver el mismo domingo no tendrás mucho tiempo, pues llegarás como a las cuatro y sólo existe un tren de regreso que sale de Ronchamp a las seis de la tarde." Pero a ella no le importó. Tenía tantas ganas de huir y de conocer aquella iglesia que decidió hacer ese viaje relámpago sin importarle cuánto esfuerzo tuviera que invertir. Durante sus clases en la facultad de arquitectura en la Sorbona había admirado el proyecto de Le Corbusier en los planos, en los libros, en el salón de clase donde le habían relatado su historia, donde se analizaron los muros curvos, el juego de luces, las ventanas, las torres, la tradición religiosa y sobre todo lo que constituía la losa superior de la capilla, concebida a partir de una concha de jaiba encontrada en Nueva York en 1946. ¡Hacía ya más de cincuenta años! De ninguna manera se la podía perder. No sabía si era por su estado de ánimo, pero hoy más que nunca deseaba sentir aquello que el propio Le Corbusier había definido como "arquitectura totalmente libre".
     Tal y como estaba anunciado en los horarios, llegó el esperado tren que la conduciría a Belfort, que se encontraba a tres horas de camino. Durante el trayecto se dedicó a leer con cierta angustia sobre Howard Roark y Peter Keating y sobre la rebelión en la arquitectura, y cómo los modelos clásicos habían sido totalmente superados gracias al talento y a la imaginación de un arquitecto pobre, romántico y rebelde, que en muchos sentidos evocaba a Frank Lloyd Wright, así como sobre la impredecible Dominique Françon, mujer indómita y enigmática que, más que fascinarla, la confundía y la impacientaba.
     Llegó a Belfort poco después del mediodía pero, para su decepción, le informaron que Ronchamp se encontraba todavía como a treinta kilómetros de allí.
     —¿A qué horas pasa el tren?
     Y, tal como le habían indicado, le respondieron que a las 3:30 de la tarde. Eran apenas las doce pasadas, así que preguntó si no había otra manera de ir. Le contestaron que los camiones no pasaban hasta el día siguiente, y la única manera era o bien el tren, que salía hasta las 3:30 de la tarde, o bien en coche. Un taxista que andaba por allí se ofreció a llevarla por ciento ochenta francos. Cuando vio que Paloma no se interesó le dijo:
     —Por aquí andaba un estudiante chino que también quería que lo llevara. Búsquelo y tal vez puedan compartir la tarifa.
     Paloma revisó su bolso: tenía tan sólo doscientos francos, así que no podía darse el lujo de ir por su cuenta. Recorrió la pequeña estación en busca del chino, pero no encontró a nadie. Salió un rato a la plaza y preguntó:
     —¿Perdone, no ha visto usted a un estudiante chino, un turista, que quería ir a Ronchamp?
     —Mais no —le contestaron sonrientes, como si su pregunta fuera parte de una broma.
     Ni modo. Seguramente el chino ya se había largado. Se le ocurrió que tal vez podría irse caminando, pero, al pensarlo bien, se dio cuenta de que treinta kilómetros eran demasiado como para hacerlos a pie y que, además del cansancio, le llevarían horas. Hizo un cálculo rápido y decidió volver a la estación y esperar allí aprovechando la ventaja de su rail pass. Trató de leer, pero su concentración había disminuido considerablemente, y él le venía una y otra vez a la mente así que, en lugar de continuar con la novela, se puso a escribir una carta a una de sus mejores amigas.

Querida Nayos:
     Perdona que no te hubiera escrito antes pero figúrate que me he estado sintiendo de la fregada pues terminé con Esteban [ni modo a ella no podía ocultarle el nombre a riesgo de confundirla]. ¿Lo podrás creer? Estuvo aquí, en París, conmigo, en mi pequeño estudio durante casi un mes. Antes de que llegara le dije a Michelinne que si no pedía alojamiento con alguna amiga durante ese tiempo, pues el estudio es tan pequeño que le haríamos la vida imposible y la verdad sería muy incómodo para nosotros tener que compartirlo entre los tres. Michelinne se portó muy bien y se fue a vivir con Pulette, otra amiga, mientras él [ahora sí ya sabría quién] estuviera aquí, a condición de que en su oportunidad yo haría lo mismo por ella. Al principio la pasamos divinamente. Durante las mañanas yo me iba a la universidad y él [carajo] se iba a recorrer la ciudad por su lado. Cuando yo llegaba a mediodía él ya tenía algo preparado para almorzar y por las tardes me ayudaba en mis planos y mis maquetas. Todas las noches salíamos a cenar a los pequeños restaurantes del Quartier Latin o de la Rue Muffetard, siempre con una botella de vino, y luego nos íbamos al cine, a un concierto o simplemente a caminar por la ciudad. Pasamos unos días maravillosos, pero imagínate: un poco antes de irse me comentó que me quería mucho pero que necesitaba su espacio, que él volvería a México y que creía que lo mejor sería que termináramos para que cada quien se sintiera en libertad de hacer lo que le viniera en gana, ¿lo puedes creer? Libertad, esa palabra que tanto hemos amado tú y yo, me cayó como un balde de agua fría. Le dije que yo estaba dispuesta a darle toda la libertad que él necesitara, pero por más que platicamos y discutimos no lo pude convencer. Esa noche me salí del estudio y anduve vagando por toda la ciudad, pues no quería volverlo a ver. Cuando regresé y abrí las puertas del estudio ¡oh, oh!: ya se había ido dejándome una notita. A partir de entonces no he querido saber nada de él. Como los domingos me han resultado insoportables, ayer decidí hacer un viaje del que siempre tuve ganas. ¿Te acuerdas de que te platiqué que el papá de mi amigo Carlos, el arquitecto, había construido una iglesia muy bella y muy original llamada La Esperanza que está en el Periférico frente a Perisur? Pues imagínate que, cuando él y su papá hicieron un viaje juntos a Francia, lo llevó a conocer la capilla que le había servido de inspiración y quedó verdaderamente fascinado, y yo ahora, en este preciso momento, estoy a punto de tomar el tren que me llevará a conocerla, ¿no te parece increíble? Espero que este viaje me ayude a superar mi depresión, pues la verdad pienso que él se portó como una verdadera mierda… [etc.]

Siguió escribiendo y cuando se dio cuenta el tren hizo su arribo. Se levantó del piso del andén donde se encontraba sentada, metió sus cosas, recogió su mochila y se trepó en uno de los vagones. Después de tanta espera el camino le pareció cortísimo, no más de veinte minutos. Ni siquiera se sentó, sino que prefirió quedarse en uno de los pasillos asomando la cabeza por la ventana para apreciar el paisaje y con la esperanza de ver a lo lejos la capilla.
     Y ahora, después de tanto lío sucede que ni siquiera existe una estación en Ronchamp. Es un andén con una banca techada y un teléfono de información junto a la vía. Mira a su alrededor. Nada. Cruza la calle y, por más que busca con la vista, tampoco encuentra indicios de la famosa capilla. Qué raro. Decide preguntar y le informan que no se encuentra dentro del pueblo sino en una de las montañas, a dos kilómetros de distancia.  Merde! Paloma consulta su reloj y calcula el tiempo. Son poco antes de las cuatro y tiene que estar de vuelta a las seis para no perder el tren, si acaso quiere volver ese mismo día. Decide no desanimarse. Se pone sus gafas de sol y emprende a pie su marcha a Ronchamp.
     Camina de prisa, sintiendo el peso y el retumbar de la mochila sobre su espalda, por una carretera estrecha y ascendente, rodeada de olorosos árboles, con rumbo a una pequeña colina boscosa. Con sus guaraches y sus jeans y una breve camiseta que le deja parte del vientre al descubierto, el cabello negro y rizado y un suéter amarrado a la cintura, Paloma avanza presurosa. No sabe cómo pero tiene que llegar. Mientras camina escucha el motor de un coche. Se vuelve y observa un vehículo que se aproxima. Intenta pedir aventón pero el automóvil pasa de largo sin reparar en ella. Continúa su trayecto a paso rápido sintiendo el calor del sol sobre la espalda. Por un momento logra olvidarse de él.
     *
     Una caseta le indica que ha llegado a su destino. Tres autos se encuentran estacionados frente a la entrada y, para colmo, ahí está el coche al que le pidió aventón. Mamones. Compra su boleto, saca su cámara y le pregunta a la señorita de la ventanilla si se le puede encargar la mochila. Ella acepta de buena gana y Paloma, cámara en mano, tiene finalmente ante sí la iglesia de Ronchamp totalmente blanca tal y como se la había imaginado, un todo coherente con la montaña sobre la que se hallaba montada. Lo primero que le ocurre pensar al verla es que era como un pensamiento hecho realidad: una capilla construida en la cima de una montaña aprovechando las ruinas de otra pequeña iglesia destruida durante la guerra, con un caparazón de jaiba como techo. ¡Qué emoción! Y luego se fija en el techo curvo que remata en una torre con un crucifijo en lo alto y en la parte baja con otra torre más pequeña. Una curva detenida por dos rectas. La capilla parece un extraño animal, un escarabajo, un molusco. A pesar de que tiene el tiempo tan limitado, se acerca lentamente a la entrada principal. Algunas personas pasean por los alrededores sin ponerle mucha atención. Seguro los dueños del coche. Qué poca. Cuando pasa al interior de la capilla, también blanco, se siente naturalmente envuelta por la concavidad del techo y por el aire sagrado que se percibe al respirar dentro de ella. Una sensación de paz y quietud la invade. Sólo hasta entonces se da cuenta de que hay otra persona con ella dentro de la iglesia: el chino que no pudo encontrar en la estación. El hombre se encuentra sentado en una de las bancas mirando hacia el altar como si estuviera orando. Cual buen oriental, Paloma no alcanza a imaginar qué edad tendrá, pero duda de que se trate de un estudiante. Parece más bien un hombre rico vestido para un fin de semana, tal vez un golfista: pantalones amarillos de gabardina bien planchados, mocasines color vino con flecos y una chamarra de color verde olivo. Usa unos lentes de aro redondo y el cabello negro impecablemente peinado hacia atrás. Ça va? dice Paloma al pasar junto a él. El oriental contesta con un breve movimiento de cabeza entornando los ojos tras los cristales y esbozando una ligera sonrisa. Ella no tiene ánimo para entablar una conversación y decirle que pudieron haber subido juntos. Recorre la iglesia con calma tratando de memorizar todos los detalles, las ventanas cuadradas, la cruz sobre el tabernáculo, la otra cruz en forma de árbol como un testigo que presencia el milagro de la transubstanciación y el cuadro de la Virgen María, la madre. Las paredes curvas le daban la sensación de envolverla, de une ronde-bosse. Mira el reloj: ¡las 5:20! Sale apresurada hasta la caseta de la entrada a recoger su mochila.
     —Si te esperas a que cerremos, yo te llevo en mi auto a la estación —le dice la chica encargada de la ventanilla.
     Pero ella le explica que no puede esperar. Tiene examen al día siguiente. Antes de salir ve un librito con el título Le Corbusier. A pesar de que tiene poco dinero, no lo piensa dos veces y decide comprarlo aunque no coma en todo el día; levanta su mochila y emprende su camino cuesta abajo casi corriendo. Llega a la estación de Ronchamp, sudando a mares, un poco antes de las seis. ¡Fiu! Se quita la mochila y se sienta en la banca de la estación. Para entretenerse, mientras espera, se dedica a hojear el librito que acaba de comprar. Cuando se da cuenta ya son las 6:20 y el tren no aparece. Qué raro. Decide esperar un rato más considerando que tal vez venga retrasado pero cuando se da cuenta ya son las 6:40 de la tarde y ella es la única pasajera en el desértico y triste andén. Se dirige al teléfono de emergencia.
     —¿Disculpe, me podría informar qué pasó con el tren que va de Ronchamp a París?
     —El domingo no pasa ningún tren por Ronchamp. El próximo tren pasará hasta el lunes a las siete de la mañana.
     —Es que en la estación me informaron… —dice ella.
     —Desolé mademoiselle pero le informaron mal…
     Casi las siete de la noche, sin un centavo, sin haber comido y sin saber qué hacer. Sale un momento de la estación y ve un hotel. Pregunta cuánto cuesta un cuarto sencillo por una noche. El recepcionista la mira de arriba abajo y sin dejar de hacer lo que está haciendo le contesta:
     —Doscientos cincuenta francos, mademoiselle.
     Sale del hotel y se dice: ¡ni loca! Ni modo, tendré que quedarme a dormir en la banca de la estación. Mañana será otro día. Se encamina otra vez rumbo a la estación cuando escucha que alguien le toca la bocina de un coche. Se vuelve para averiguar de qué se trata cuando se da cuenta de que es el chino que se había encontrado en la capilla.
     —¿La puedo ayudar?
     —Acabo de perder el tren para volver a París.
     —Mmmm… —le dijo él—. Lo siento pero yo todavía me voy a quedar por aquí un par de días y por eso decidí rentar un coche. Pero… ¿hay alguna otra cosa que pueda hacer por usted?
     —Sí —dijo ella casi sin pensarlo—. ¿Me podría llevar otra vez a Ronchamp?
     —¿A Ronchamp? Pero ya está cerrado. Acabo de volver de ahí.
     —Ya sé pero no importa. ¿Me puede llevar?
     —Sí, claro, si eso quiere, avec plaisir.
     Ella se quita la mochila, la coloca en el asiento de atrás y con un brío inusitado se sube en el asiento delantero.
     —¿Es usted estudiante? —pregunta Paloma.
     —¿Eso parezco? —contesta él.
     —No, pero eso me dijeron.
     —Bueno, pues no se equivocaron —dice sonriendo—. Soy arquitecto pero, claro, sigo estudiando y por eso estoy aquí.
     —¿De dónde es?
     —De Hong Kong.
     —Eso me habían dicho.
     —¿Quién?
     —La gente —contesta ella.
     —¿No llevo aquí ni un día y ya saben quién soy?
     —No somos muchos los que venimos a Ronchamp, ¿o sí?
     Ambos rieron y llegaron en un instante. Él le dijo:
     —¿Ya ve? Está cerrado. Además no se ve ningún movimiento y dudo que se pueda entrar. ¿Está segura de que quiere quedarse aquí? Yo no se lo aconsejo.
     —Segura —responde ella y abre la puerta. Saca su mochila y dice adiós ondeando efusivamente la mano.

     El hombre se queda impasible, con las manos en el volante, hasta que la ve llegar a la caseta que, efectivamente, está cerrada. Ella repite el adiós con la mano. Paloma escucha el motor del coche descender por la montaña. Afortunadamente todavía hay luz así que busca por la barda, cerca de la caseta de entrada, hasta que da con un timbre. "Conserje" dice un letrerito. Toca tres, cuatro, muchas veces para que la escuchen. Espera un momento. Nadie. Vuelve a tocar ahora sin dejar de oprimir el timbre y nada. Definitivamente no había nadie.
     —Allô! —grita—. ¿Hay alguien ahí?
     Como nadie le responde rodea el muro y al convencerse de que no existe ningún otro acceso decide saltarse la barda, que afortunadamente no es muy alta, así que se pone a estudiar por dónde trepar, y cuando finalmente elige el sitio empieza a escalar con la mochila a sus espaldas aprovechando los huequitos en la piedra y ayudándose con las manos. Toca el borde superior del muro. Se ayuda para afianzarse con las dos manos y ça y est!, ya está del otro lado: todo Ronchamp para ella sola. Ahora podrá ver lo que le hubiera gustado de no haber tenido tanta prisa para coger el tren. Y de repente se da cuenta de que ya hace muchas horas que no piensa en él. A veces la acción resulta el mejor antídoto contra la soledad, se dice.

*
     Ya dentro del atrio, pero todavía afuera de la capilla saca sus bártulos y empieza a dibujar, a lápiz, la fachada de la entrada principal cuando se da cuenta de que ha empezado a llover. Se guarece bajo un árbol, saca sus acuarelas y hace un apunte a color aprovechando el agua que se deposita en las hojas para humedecer sus pinturas. Pero a medida que se va ocultando el sol empieza a hacer cada vez más fresco. Paloma se desamarra el suéter que lleva a la cintura y se lo pone. Pero como el frío se intensifica saca de su mochila unas camisetas y se las mete, una sobre otra, como una cebolla, para rematar otra vez con el pull over.
     De súbito observa que en el cielo se ha formado un arco iris, como si Dios le estuviera enviando un mensaje. Se acuerda de que Le Corbusier había bautizado aquella capilla en la cima de la montaña como "Nuestra Señora de la Altura". Entonces tal vez no era Dios sino la Virgen ¿O era Le Corbusier el que se le estaba manifestando? ¿Qué mensaje le quería enviar? Observa durante un rato: una parte del cielo perfectamente clara, la otra, oscura por los nubarrones que parecen perderse hacia la noche. El arco iris en la frontera.
     Trabaja sobre la tercera fachada, la que parece una pirámide, cuando empieza a oscurecer. Se dirige hacia la capilla e intenta entrar, pero encuentra cerradas las puertas, así que tiene la necesidad de refugiarse en un pequeño nicho en alto, una especie de púlpito protegido por un techo afortunadamente iluminado. Ese podría ser un buen lugar para dormir, puesto que tiene piso y la protección de las propias paredes curvas de la capilla. Saca de la mochila la secadora de pelo, el vestido y los zapatos de noche y se pone la pijama encima de toda aquella ropa con la que se ha cubierto. Improvisa una pequeña almohada y se cubre los pies con la bolsa de plástico con la que protegía sus cuadernos y pinturas. Abre El manantial y empieza a leerlo sin la angustia que había sentido en la mañana y con la intención de avanzar hasta que la venza el sueño, pues, a pesar de casi no probar bocado en todo el día y de haber perdido el tren, siente paz. No había leído más que unas cuantas páginas cuando se va la luz. Le da miedo. ¿Quién la habrá desconectado? Afortunadamente no se había desnudado sino al revés: sin proponérselo, se había ido vistiendo más y más hasta quedar totalmente recubierta, sobreprotegida. Nadie la había visto entrar, nadie sabía que ella. Paloma, se encontraba allí, completamente sola y en la más absoluta oscuridad. La noche crepitaba con sus diversos sonidos, insectos, viento, hojas, aire. Se hallaba en las faldas de la cordillera de Vosages, indefensa, totalmente libre y atrapada entre los muros, sin que nadie pudiera imaginar dónde diablos se encontraba, pues se había salido sin avisarle ni siquiera a Michelinne, a quien, cuando le preguntó cómo le había ido con él, ella le respondió falsamente Oh-la-la. La única persona que podría suponer que ella se encontraba adentro de aquella capilla era el chino, arquitecto, estudiante o lo que fuera, cuya edad indefinida le creaba cierta desconfianza. Ahí estaba ella, Paloma, acurrucada sobre el piso de una iglesia prácticamente desconocida para la gran mayoría a pesar de su importancia. Un poco como ella misma esta noche, en este preciso momento en el que se halla totalmente fuera del mundo como un polizón trepado en ese crustáceo inaudito y maravilloso que navega sobre las montañas de Vosages y las llanuras de Saone. Recapacita y se tranquiliza: no, no tengo por qué tener miedo: seguramente se trata de un interruptor automático que apaga la luz a una hora fija. Al menos se había podido acomodar para dormir. Saca su despertador y lo pone para que suene a las cinco de la mañana. No quería que la encontraran allí cuando la capilla abriera, además de que tenía que coger el tren de las siete en la estación. Y mientras intenta dormir ve de pronto al chino de pie, junto a ella. Él le tiende la mano y con voz suave y cadenciosa le dice: "Ven, ponte tu vestido y tus zapatos y vamos a bailar, aquí, ahora que no hay nadie más que tú y yo."
     Se despierta un momento antes de que suene el despertador. Había dormido de un tirón sin acordarse de sus miedos y con un vago placer por lo que soñó. Admira una vez más la capilla en plena oscuridad. Se había negado a tomar fotos pues quería guardar el recuerdo en su memoria y en los dibujos de la tarde anterior. Recoge sus cosas y antes de salir se topa con una fuente en la que no había reparado. Se le ocurre que si desea volver allí tendrá que echar una moneda. Busca en su cartera y no encuentra más que un peso mexicano olvidado en el fondo de su monedero. Lo arroja a la fuente pensando en sí misma y en sus compañeros, él incluido, qué caray. Ay Esteban, piensa, pobre de ti.
     Con su mochila al hombro salta de nuevo la barda y camina entre la neblina del amanecer. El descenso le parece como el regreso de un prolongado viaje. Contra lo que le había sucedido al llegar, ahora va contenta y relajada, aliviada de un gran peso.
     Llega al andén, pero ahora le parece más insignificante aún al esperar el tren que la devolverá a París. No duerme en el trayecto, no lee su novela, no le escribe a sus amigos. Al llegar se va directamente a su estudio en el metro, se da una ducha y se dispone a comer un buen desayuno antes de partir a la Universidad. ~

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(ciudad de México, 1946) es escritor y catedrático de la UNAM. Por su novela Península, península (Alfaguara, 2008) obtuvo el premio Elena Poniatowska y el Premio de la Real Academia Española.


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