A todos diles que sí

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Amurallada por algunos anacrónicos inmuebles decimonónicos y las tiendas y negocios que inundan las calles del gigantesco shopping mall que es hoy Manhattan, está la plaza arbolada de Union Square, espacio limítrofe entre la concurrida calle de Broadway, el otrora barrio bohemio del Bowery y la Estación Central. Entre las magnolias y las rosas que adornan las jardineras del Parque ovalado, se levantaron como hojas de árboles humanos pancartas que rezaban: “Ningún ser humano es ilegal”, “We love America”, retratos del ubicuo Che Guevara y banderas mexicanas, y estadounidenses las más. Era el 1 de mayo, día del trabajo –en muchos países, no en Estados Unidos–, inmejorable para convocar a una huelga laboral y marchar en contra de la propuesta de la ley H.R. 4437, la cual, de ser aprobada por el Congreso Estadounidense, metamorfosearía, de la noche a la mañana, a millones de trabajadores indocumentados en delincuentes. Un caso masivo de Gregorios Samsas.

Para las cuatro treinta de la tarde, la histórica plaza, cuyo pasado es un vínculo vivo con las luchas por los derechos laborales y civiles, estaba salpicada de figuras blancas como estatuas de sal puestas en libertad. Eran los mexicanos, ecuatorianos, guatemaltecos y otros latinos a quienes se les pidió vistieran de ese color. Pronto el blanco se perdió entre el arribo de otros grupos ataviados con otros distintivos: camisetas verdes con consignas en inglés, adornadas con el martillo y la hoz, o simples vestimentas de civil. Una vez que se hubieron reunido los convocados, comenzaron los discursos a cargo de líderes sindicales conocidos en el escenario público neoyorquino, pero que difícilmente los mexicanos habrían podido reconocer, pues, hasta hoy, sus luchas se han llevado a cabo por separado –tal vez con razón. Más complicado todavía fue encontrar un sentido coherente para las arengas previas a la marcha, debido al escaso español de la mujer encargada de las traducciones, que parecían suceder con atraso, como si hubiera dos, tres o más meetings simultáneos, cada uno pulsando a su propio ritmo.

Entre los gritos innecesariamente desgarrados de los líderes (el equipo de sonido constaba de enormes bocinas que transportaban los discursos de sur a norte sin dificultad) y la masa de gente reunida, se vio pasar a uno que otro turista confundido, y visiblemente molesto, abriéndose paso entre la multitud para poder llegar al lado sur del parque, donde se encuentran famosas tiendas de discos, ropa, comida, cafés de moda y cines de arte en que probablemente esos turistas serían atendidos por esos otros inmigrantes que no obtuvieron el permiso para asistir al meeting, pero quienes de pie, desde las vitrinas, observaban el espectáculo. Innegable era la fuerza de la presencia de todos estos trabajadores, en lo cotidiano invisibles, escondidos en las entrañas de los restaurantes, detrás de los mostradores de las pizzerías, repartiendo comida, podando árboles, reparando techos, componiendo sótanos, lavando platos, fileteando pescados, cosechando verduras, conduciendo taxis, limpiando casas. Su presencia, que alimenta el apetito voraz del estómago capitalista, se hizo tangible, pero no gracias a los voceros de la manifestación, quienes decidieron unir su lucha a otras de distinta naturaleza. Para el final del meeting, en el micrófono el inglés entrecortado de un líder de la comunidad Palestina intentaba reconciliar dos realidades que poco o nada tienen que ver, la experiencia de dos muros cuyos materiales no podrían ser más distintos.

A las cinco de la tarde, el sol de primavera derretía los cuerpos. Las consignas del comienzo se apagaron para recomenzar una vez que se emprendió la caminata. Pero el mensaje había errado. Los mexicanos rechazaban los periódicos comunistas que algunos estudiantes repartían por la módica cantidad de un dólar. Curiosamente, muchos mexicanos, una vez legalizados, tienden a votar por el partido conservador, tienden a asimilar los valores estadounidenses sin cuestionarlos demasiado. Volvamos la mirada a las pancartas: “Don’t you understand? We love America!” El apoyo de la Cámara de Comercio, la presencia invisible en la marcha, no es gratuito; tampoco lo es el apoyo de los negocios que dieron permiso a sus trabajadores de asistir a la marcha: que se queden, que puedan seguir pagándoles salarios que pocos estadounidenses están dispuestos a recibir, que sigan alimentando la economía de servicios sin que a ella le cuesten gran cosa, que les den amnistía o papeles, pero que no les digan cuándo. Que salgan a la calle a ver la luz del sol para después volver a las oscuras entrañas de la luminosa metrópoli. ~

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