El 29 de mayo de 2003 los lectores de Gazeta Wyborcza se encontraron con un brioso ensayo de Adam Michnik. “Un vistazo desde la izquierda: nosotros los traidores” era un inteligente y apasionado alegato en favor de la intervención militar en Iraq. Para la mayor parte de los polacos, la posición de Michnik no era extraña: el periodista de los eternos jeans sólo reflejaba la opinión mayoritaria de su país. En otras latitudes, sin embargo, sus opiniones son minoritarias. Michnik siempre ha sido un disidente de la sabiduría convencional. Mientras las calles y plazas de las capitales del mundo eran escenario de las marchas en contra de la guerra, la mayor parte de los intelectuales de la era de las revoluciones de terciopelo apoyaban la causa estadounidense. Nadie fue más franco, sin embargo, que Michnik. Mi encuentro con él ocurrió hace tres años en un lugar de graves resonancias históricas: el castillo Przegorzaly en las afueras de Cracovia, una edificación que sirvió como sanatorio de los altos oficiales nazis cuando Alemania ocupó la ciudad. Mirando al Vístula y gracias a Michnik, Przegorzaly es hoy un centro académico del pensamiento democrático. Cada año, el periodista dicta una conferencia a estudiantes de todo el mundo y accede a conversar, vodka en mano, toda la madrugada sobre su visión de la condición humana. Mientras lo escuchaba no escapó a mi atención que Michnik era uno de los héroes cívicos de nuestro tiempo. Tampoco olvidé que estaba en un país que, tras décadas de dictadura totalitaria, había recientemente recobrado su tradición republicana y liberal. En 1791, Polonia se convertía en el primer país europeo, desde la antigüedad grecorromana, en tener una constitución escrita. Si aquella República tuvo como sus padres fundadores a Montesquieu, Rousseau y los autores de los Federalist Papers, la Polonia democrática del siglo XXI le debe mucho a un grupo de disidentes que inventaron un nuevo vocabulario de la libertad en medio del más férreo control burocrático.
Uno de los acontecimientos determinantes de la pasada década fue el surgimiento de las voces disidentes al interior del socialismo realmente existente. Los disidentes de Europa del Este refrescaron el debate político y trajeron al debate occidental la primacía del pensamiento práctico sobre el utópico. Las palabras de Michnik tienen ecos weberianos: “La democracia necesita Don Quijotes de la ética de los fines últimos y Sanchos Panza de la ética de la responsabilidad”. Aunque Michnik es un polemista de alta escuela, su esgrima verbal es atenuada por un sentido trágico de la condición humana. Su carácter tiene dosis equivalentes del caballero de la triste figura y de su leal escudero. Esta especie de realismo idealista le ha servido para capitalizar sus propuestas políticas. Después del coup-de-etat de Jaruzelski en 1981, Michnik propondría la puesta en marcha de su “teoría de la revolución autolimitada”, según la cual la oposición debería aceptar que no podían enfrentarse directamente a la Unión Soviética, sin perder, al mismo tiempo, su labor de subversión. Era importante que Solidaridad no se convirtiera en un movimiento utópico. La clave era entender que siempre se viviría en una sociedad imperfecta. La democracia, en el fondo, es la administración pero no la solución del conflicto.
“Puesto a escoger entre Hitler y Stalin yo escogería a Marlene Dietrich”, me comenta Michnik, quien nunca pierde el sentido del humor. Y eso hasta en momentos difíciles. Durante la temporada en que tuvo que trabajar como obrero, no la pasó tan mal. La fábrica Rosa Luxemburgo estaba poblada por hermosas jóvenes polacas con las que intercambiaba bromas y hablaba de política en cafés nocturnos. Una de las peculiaridades de la revolución de terciopelo en Checoslovaquia y del movimiento de Solidaridad en Polonia fue su carácter festivo: el humor como un arma infalible. Fueron dramaturgos satíricos, ensayistas irónicos, jazzistas bohemios, músicos de rock y poetas subversivos quienes finalmente derrotaron al Panzercommunismus, como bien definió Ernst Fischer a los regímenes del socialismo real. Brecht tenía razón: hay cosas que la pluma puede lograr y que siempre estarán vedadas para la espada.
En todo eso pienso mientras Michnik enciende un cigarro. Paradoja de la vestimenta: si William Burroughs usaba el traje para ocultar su personalidad contracultural, Michnik utiliza los jeans como un guiño aristocrático. El intelectual que en la aldea global no conjuga verbos en inglés corre el riesgo de ser considerado un anacronismo. Afortunadamente, Michnik ha preferido llevar su polaco consigo a todos los rincones de la tierra. Ministros de gobierno, dueños de periódicos, académicos reconocidos, altos diplomáticos, han escuchado de sus labios ese minucioso idioma de infinitas consonantes que tan bien supo utilizar Czeslaw Milosz.
“La dictadura es fácil, la democracia difícil”, comenta el intelectual polaco, quien sabe muy bien de las dificultades de la democracia: pasó seis años en la prisión Barczewo por disentir con la dictadura comunista. De esa fría mazmorra surgiría la prosa combativa de las Cartas desde la prisión. Escribir en la cárcel, naturalmente, no fue fácil. Había cámaras y micrófonos en todas partes. En la prisión Michnik intentaría no sólo justificar su existencia, sino darle sentido a la lucha política que se avecinaba.
La biografía de Michnik elude el tópico. Es un judío en medio de una nación católica y, sin embargo, creció fuera de esa tradición debido a que su familia se convirtió tempranamente a la causa comunista. Esta “asimilación roja” le permitió crecer fuera de cualquier fe religiosa. Pero, en última instancia, es hijo del movimiento del 68. En ese año la revolución antiautoritaria ocurrió, hecho que se olvida, a ambos lados de la Cortina de Hierro. Las revueltas en Polonia coincidieron con la primavera de Praga y con el mayo francés: Daniel Cohn Bendit y Adam Michnik son dos figuras que se reflejan en el espejo de la historia. Michnik era, desde esos años, un pensador heterodoxo: apoyó el movimiento francés cuando pocos en Europa del Este veían conexiones entre los jóvenes que platicaban con Sartre y Beauvoir en el Café Flore y los trabajadores que se fatigaban en los astilleros de Gdansk. En ese tiempo, también comenzó un proceso de reconciliación con los intelectuales católicos polacos, a quienes había criticado acerbamente en años pasados. Su libro The Church and the Left nació de un sentimiento de culpa por no haber entendido el papel emancipador de la Iglesia polaca. Su intención fue acercar a los intelectuales anticlericales y a los católicos. Le interesaba el carácter antitotalitario del catolicismo. La enseñanza de que nadie debe inclinarse ante un poder temporal era, en la circunstancia polaca, una invitación a la revuelta. Los periódicos católicos respondieron a sus gestos conciliatorios al publicar sus textos incendiarios. Lector de Dietrich Bonhoeffer, Michnik entendió tempranamente el significado de Karol Wojtyla. Cuando le pregunto cuál es el papel actual del Papa en Polonia, su rostro adquiere la forma de quien está a punto de hablar de un amigo entrañable. “El Papa desempeñó un papel destacado para vencer la dictadura, aunque hoy se encuentra decepcionado de que Polonia haya ingresado a la Europa de los mercaderes. Sin embargo, en el balance, la actuación de Wojtyla ha sido positiva. Es un hombre que se encuentra en diálogo con el mundo: va a Grecia y utiliza el griego, va a Turquía y utiliza el turco. También ha dialogado con otras tradiciones religiosas, como la judía y el islam. Aunque no comparto sus opiniones, el diálogo con él es valioso porque siempre es de alto nivel.” Dos estilos de conversación con el mundo: Adam Michnik el monolingüe y Karol Wojtyla el políglota.
A pesar de sus convicciones seculares, Michnik siempre ha sido objeto del antisemitismo que prosigue en un país en que nombres como Dachau y Auschwitz no son abstracciones sino verdaderas cicatrices en la tierra. Cuando los comunistas le pidieron que, dado que era judío, se fuera a vivir a Tel Aviv, Michnik les contestó que con mucho gusto lo haría siempre y cuando partieran ellos primero a Moscú. Esta clase de audacia le ganó la animadversión de los comisarios, quienes no dudaron en tratar de intimidarlo. Como resultado de una entrevista con Bernard Margueritte, corresponsal de Le Monde, fue obligado a pasar año y medio en la cárcel. Sin embargo, la historia se había puesto en marcha y corría en contra del régimen. En septiembre de 1976, tras los acontecimientos en Radom y Ursus, se formó el Comité para la Defensa de los Trabajadores. Se trataba de la semilla de donde surgiría Solidaridad. Pero Michnik no estaba en Polonia en ese momento. Había recibido una invitación de Sartre para viajar a París. Increíblemente, el gobierno polaco le había concedido el pasaporte (pensaba que era menos dañino en Francia que en Polonia). En Occidente, Michnik trató de convencer a los dirigentes socialdemócratas de apoyar el movimiento obrero en Polonia. Sin embargo, se encontró con que la izquierda no estaba preparada para apoyar el antitotalitarismo proletario en el Este, pues estaba ocupada en luchar contra el imperialismo estadounidense. Temeroso de enemistarse con Gierek, Willy Brandt no fue lo bastante valiente para reunirse con él. La fría indiferencia de los círculos intelectuales de Europa occidental le hizo pensar a Michnik que los obreros polacos dependían de ellos mismos. Son los días en que Michnik cita al Che Guevara: “Mientras el mundo sea como es, no queremos morir en nuestras camas”. Pero si Brandt no lo apoyó, Heinrich Böll le brindó toda su solidaridad. Michnik regresó a Polonia el 2 de mayo de 1977. La noche anterior a su partida, su maestro Lezsek Kolakowski le habló desde Oxford: la lucha continuaba, tenía la edad del tiempo. Pisar Polonia y perder su libertad, todo fue uno: en Cracovia su automóvil fue detenido y Michnik regresó a la cárcel. Ahí concibió que la solución al dilema polaco era construir la sociedad civil desde sus cimientos. Había que releer a Tocqueville. Poco después de salir de prisión, se encontraría con Lech Walesa. Al principio no le simpatizó: el dirigente obrero parecía demasiado ambicioso. Sin embargo, algo más tarde, cuando Solidaridad puso en jaque al régimen, Michnik confesaría que le faltó poco para proponerle matrimonio.
“Los acontecimientos de 1981 fueron una celebración de los derechos de los vertebrados, una permanente victoria de la espina dorsal”, me dijo Michnik mientras apuraba su vodka, esa bebida de la desventura eslava. Hay momentos en que el Homo sapiens se reconcilia con lo mejor de sí mismo. En esa época, por primera vez, todo parecía posible. Siguiendo una máxima de Vladimir Bukovsky, “No venimos del campo de la izquierda ni de la derecha sino del campo de concentración”, Michnik, Kuron y otras personalidades escriben una carta que se publica en Le Nouvel Observateur, llamando a los intelectuales de Occidente a respaldar la causa de los trabajadores polacos. Esta vez hubo más suerte: Heinrich Böll, Gunter Grass, Ignacio Silone, Saul Bellow y otros enviaron sus respuestas simpatizando con los disidentes.
En esa época las ideas de Michnik estaban en mutación. Aunque al principio criticó la guerra de Vietnam y comparó la presencia de Estados Unidos en ese país con la invasión soviética en Hungría, hoy no duda en decir que “la primera fue una guerra contra el totalitarismo y la segunda una guerra contra la libertad”. Transformación ideológica: en una década, Michnik transitó de Trotski, Paul Sweezy, Oskar Lange, Marx y Lukács a Milosz, Herling-Grudzinski y Hannah Arendt. El disidente marxista se convirtió en opositor del totalitarismo.
“Solidaridad fue una confederación contra el mal, un momento de gracia.” Acuñador de aforismos sorprendentes, Michnik nos recuerda que bajo ciertas condiciones extremas la desobediencia civil puede adquirir dimensiones cuasi teológicas. Lecciones morales del siglo XX: si nadie puede agitar la bandera del bien, es una obligación ética enfrentar el mal. Desde su perspectiva, esto conduce a apoyar sin reserva a la coalición angloamericana en Iraq. Michnik siempre ha visto esa guerra desde el punto de vista de las víctimas de la tiranía de Hussein. En una reciente entrevista aparecida en Dissent, pregunta a sus amigos españoles, siempre críticos de la política exterior norteamericana, si habrían apoyado una acción militar de Estados Unidos para derrocar a Franco durante el apogeo del dictador. Difícil cuestión, cuya respuesta no es moralmente postergable.
Es claro que Michnik pertenece a la estirpe de los intelectuales de izquierda heterodoxos. Su verdadera vocación, sin embargo, es la escritura periodística. A pesar de haber participado como político durante algún tiempo en la construcción del nuevo gobierno polaco, supo que la construcción democrática requería, sobre todo, de fortalecer la vida pública. Junto con otros disidentes fundó Gazeta Wyborcza, que en sus primeros momentos se editaba en la cocina del departamento de Helena Luczywo. Hoy “el electoral”, como lo llaman los polacos, se vende en los McDonald’s y se ha convertido en uno de los principales periódicos del pensamiento liberal en la Europa del Este. Como El País durante la transición española, “el electoral” fue una pieza fundamental en la transformación democrática de Polonia. Desde el principio, la política editorial estuvo a cargo de un espíritu incendiario. Como Michnik, “el electoral” es irónico y, a menudo, sarcástico. De su dura crítica no se ha salvado ni el gobierno que en algún momento encabezó Walesa. A pesar de su éxito financiero y editorial, el periódico ha sido blanco de ataques de la derecha nacionalista, que considera que Gazeta Wyborcza es parte de una conspiración judía para minar el nacionalismo católico. Las críticas a Michnik y su periódico continuaron después de la transición. El problema de Michnik y su periódico también es su principal virtud: han tenido mucho éxito. Sus enemigos políticos lo acusan de estar demasiado cerca del poder y de haber construido un imperio corporativo que desde hace tiempo cotiza en la bolsa. El dilema de Michnik es, en cierta manera, el mismo que el de Vaclav Havel. Se trata de dos intelectuales antimaquiavélicos a los que el destino colocó en el poder.
Hoy Adam Michnik continúa siendo una figura polémica. Para él la idea de la Europa unida sólo adquiere sentido si se mantiene la soberanía de los países que la conforman. Su ideal es el de De Gaulle: el nacionalismo debe ser respetado. Tampoco cree que la Unión Europea deba convertirse en un poder político y militar que contrarreste a la potencia estadounidense. Antes al contrario, Europa y Estados Unidos deben cooperar más estrechamente en la lucha contra el fascismo islámico. También se ha convertido en un crítico acerbo del movimiento antiglobalización, al que considera un síntoma de la crisis del pensamiento posmoderno. Sin embargo, su desacuerdo con la posición francesa en la víspera de la guerra no impidió que, recientemente, Chirac lo nombrara caballero de la Legión de Honor del gobierno francés.
Michnik es el artífice de una de la frases más certeras para definir la complicada manera en que las naciones se enfrentan con su pasado: amnistía sin amnesia. Como la solución de un problema matemático, su fórmula es sencilla y elegante: no olvidar, pero perdonar. Michnik ha tratado de poner en práctica esta premisa. Hace algunos años entrevistó al general Jaruzelski, y se preguntó: “Yo, que fui enviado a prisión por Jaruzelski durante varios años, ¿seré capaz de trascender los límites de mi propio resentimiento?” Responder a esta pregunta significa medir el tamaño de la esperanza. –
(ciudad de México, 1967) es ensayista, periodista e historiador de las ideas políticas.