Hace pocos meses, tuve oportunidad de ver en París una exposición emocionante y alentadora. Se titulaba La ville fertile. Vers une nature urbaine, y mostraba proyectos arquitectónicos-urbanísticos-paisajísticos en los que, como en un cuento de hadas, los basureros se convertían en vergeles, los andenes elevados del metro amanecían como hermosos y verdes paseos cruzando las ciudades, las riberas fluviales, lacustres y marinas, muchas veces convertidas en muladares, renacían con su flora y su fauna originarias, las vías o servidumbresdel tren y las carreteras eran auténticos “bosques de galería”, los animales (desde insectos y moluscos hasta aves y mamíferos) dejaban de ver a las ciudades como territorios de exterminio y las reconquistaban de la manera más espontánea y armónica.
Por todo el mundo se ha reforzado el sueño largamente acariciado por tantos de nosotros. En la exposición referida, algunas eran propuestas en espera, pero muchas, tal vez la mayoría, eran obras terminadas, tangibles, vivibles y gozables, que demostraban la viabilidad y la urgencia de dos cosas: primera, la de lograr un mundo en el que civilización y universo natural no sean conceptos excluyentes, una cultura reconciliada con el planeta; y segunda, el hacer de nuestras ciudades un sitio en el que la naturaleza (con todos sus reinos) no esté confinada en guetos llamados “parques”, “jardines”, “plazas” y otros espacios insuficientes y artificiosos, sino en donde ella y la obra humana formen una urdimbre inseparable en la que todos, plantas, hongos, humanos y otros animales, puedan compartir y disfrutar a plenitud su casa colectiva, y en donde nosotros podamos recobrar nuestra filiación más esencial e irrenunciable: la de ser parte del espacio cultural y del natural al mismo tiempo. Retomo una vieja idea: necesitamos erotizar la relación entre el ciudadano y la ciudad, establecer entre ellos un vínculo basado en el placer y en el amor, en un sentimiento de pertenencia mutua. La ville fertile mostraba uno de los caminos para lograrlo, y para lograr de paso mucho más.
Afirmé que por todo el mundo se ha reforzado este altísimo sueño; en México también, y la utopía posible que Teodoro González de León y Alberto Kalach han venido impulsando desde hace varios lustros, siguiendo las huellas de los pioneros Nabor Carrillo Flores y Gerardo Cruickshank para el lago de Texcoco, es uno de los esfuerzos más audaces, iluminados, redituables e inaplazables de este género. Difícilmente puede pensarse en algo más lógico y sensato y, al mismo tiempo, más poético, más noble y generoso. Recuperar lo recuperable del asombroso dualismo lago-ciudad, con su caudal de beneficios sanitarios, ambientales, ecológicos, paisajísticos, recreativos, sociales y culturales (entiéndanse estas dos últimas palabras en su acepción más amplia, incluida la de devolverle a la cuenca mexicana y a sus habitantes un trozo de su perdida identidad geográfica), ahorrando a un tiempo pingües recursos económicos que necesitamos para mil otras cosas en este que es, crecientemente, un país de pobres, y evitando o mitigando para siempre las catástrofes hídricas que, año con año, castigan a tantos de nosotros, parece demasiado bueno para ser verdad. Pero lo es, y una verdad como un puño, si las hay: “Verdades que lo son sin disputa aunque alguien quiera atenuarlas o velarlas”, según el diccionario. La idea de utilizar el costosísimo, cuestionable y siempre insuficiente drenaje profundo tan solo para desaguar los excedentes de un gran lago regulador (que estaba allí), el cual recargaría paulatinamente los extenuados mantos freáticos que surten la mayor parte del agua que consumimos en la capital, es obviamente sabia para cualquier persona que quiera mirarla; pero como reza aquella frase certera, no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Me encantaría hablar extensamente de cada uno de los capítulos virtuosos de esta iniciativa; en tales consideraciones, me gustaría incluir también alguna sobre los monumentales laberintos trazados en el agua para ser “habitados” desde botes por los paseantes, con los que Jorge Yázpik propone introducir la presencia del gran arte en el paisaje lacustre. Me abstendré de todo ello, primero porque ya he escrito al respecto en varias ocasiones, y segundo porque otros lo hacen aquí. Pero si el sueño de Kalach y González de León es una utopía posible, el tener autoridades inteligentes, responsables, imaginativas, receptivas y honorables es una utopía mucho más improbable y lejana. Para un político avezado, enarbolar esta bandera lo haría ser visto como un estadista que piensa en profundidad y a largo término, que comprende la importancia central del asunto, las dimensiones y los ángulos múltiples del problema y de sus soluciones: esto lo colocaría ante los ojos aprobatorios del orbe. Pero esos políticos o funcionarios escasean tanto como los dinosaurios: los de carne y hueso prefieren, casi siempre, los terrenos de la banalidad y la retórica, de las obras gananciosas en lo pecuniario y lo electoral, y empobrecedoras en todo lo demás, del populismo fácil, producto y productor de ignorancias y prejuicios, de la cortedad de miras y la utilidad de grupo, y todo al menor plazo posible.
Claro, también sería legítima la actitud contraria: el que, después de haber analizado a fondo el planteamiento, los gobernantes lo rechazaran con argumentos comprobables, de mayor peso que los que hemos utilizado al defenderlo. Pero ni una ni otra cosa han sucedido: una de las ideas más brillantes, potencialmente transfiguradora de muchas realidades hoy dañosas, ha caído en el vacío de las autoridades (que me resulta difícil llamar “responsables”, pero que lo son definitivamente). El apoyo decidido a estudiar a fondo esta propuesta y su consecuente puesta en marcha, o bien su refutación documentada, son las dos únicas opciones que los gobiernos implicados tienen ante sí. La indiferencia, el hacer como que aquí no está pasando nada, es absolutamente inaceptable y ofensiva: lo que está ocurriendo y trascurriendo, pues el tiempo (como el deterioro) no para, es que se ha puesto sobre la mesa una de esas ideas que aparecen pocas veces en cada generación, y que permitiría desandar parcialmente el errado camino por el que hemos marchado durante cinco siglos.
Un proyecto de tal significación para millones de personas, de semejante jerarquía citadina y ecológica, debió ser objeto del más grande interés por parte del gobierno federal, y de los del Estado de México y el Distrito Federal. Tuvo que haberse convocado de inmediato a los sabios del planeta para discutir el enfoque general y sus detalles: la discusión es imprescindible para enriquecer y profundizar esta propuesta, así como para volverla más redonda y benéfica. Yo mismo he reiterado mi oposición a que allí se construya un aeropuerto, y me gustaría exponer de nuevo mis motivos y oír sus refutaciones. Debería haberse creado un organismo tan poco burocrático como la realidad lo permitiese para afinar hasta el último detalle del proyecto, establecer prioridades y calendarios, buscar los cauces de financiamiento, y empezar a dar los primeros pasos de lo que será una larga y ardua travesía. Debería establecerse una coordinación verdadera entre los tres gobiernos, más los municipales, para que cada quien aporte lo suyo, con la fe compartida de que se trata de un asunto de preeminencia absoluta. Deberían divulgarse entre la ciudadanía los altos atributos de este plan admirable, a fin de que cuente con un real sustento colectivo. Y un etcétera tan largo como lo determine la reflexión de todos.
Estamos en una coyuntura perfecta. Pronto, las autoridades del país y las de ambas entidades involucradas habrán de renovarse, y es difícil que esto suceda tersamente. Las tensiones acumuladas son excesivas como para pensar que no vayan a salirse de madre en algún momento y de malas maneras. Los nuevos gobiernos tendrán que gozar de una legitimidad por encima de dudas y refrendarla día con día, deberán buscar los medios de obtenerla (pues no es probable que el voto por sí mismo la complete), y la sociedad nacional toda, tan apaleada, dolida, frustrada, indignada y triste, exigirá remansos de dignidad, de esperanza, de desinterés: de grandeza, en una palabra. El rescate de Anáhuac (“cerca del agua”, literalmente) sería un factor ideal para lograr en parte estos fines. Los gobernantes no pueden seguir indiferentes ante las grandes ideas de los gobernados, ni estos deben resignarse jamás al papel de simples espectadores de su propio destino, ni el país puede seguir cultivando la especialidad nacional de perder las oportunidades.
Ninguno de los proyectos que vi en París puede equipararse, ni de muy lejos, con la propuesta de Texcoco, con su visión y su ambición. ¿Tendremos autoridades con los arrestos bastantes para emprender grandes empresas como esta? “¿No eran las dos razas de las que procedíamos de la estirpe de los titanes?”, escribió José Clemente Orozco evocando las arengas del Doctor Atl (“agua”, de nuevo). ¿Por qué, entonces, sus descendientes fundamos este nuevo, malogrado y descompuesto Lilliput? La posición que adopten los próximos jerarcas ante el plan de rescate de la cuenca lacustre metropolitana nos dará en gran medida el tamaño de su temple y su buen juicio, de su sentido del deber y de lo trascendente, de su compromiso con México y con los más altos valores del mundo y de la vida. ~