Años atrás me ocupé del dificultoso asunto de la herencia —o no herencia— de los escritores. Por un lado, me parecía bien que las grandes obras literarias no estuvieran para siempre en manos de remotos descendientes de Shakespeare o Cervantes, y que no dependiéramos de sus posibles caprichos o codicias para leerlos. Por otro, ponía en duda la justicia de esa norma que protege a los lectores pero castiga a los autores. Un banquero, un terrateniente, un panadero, un coleccionista de pintura y sus respectivos herederos van legando su banco, sus tierras, su panadería o sus cuadros de generación en generación, sin límite. Un escritor o un músico dejan lo que han inventado o creado solamente a sus hijos y quizá nietos, ya que a los cincuenta, sesenta o setenta años de su muerte —según los países—, sus novelas o sinfonías pasan a ser del dominio público y las edita o graba quien quiera sin soltar un céntimo. Esto significa, además, que así como los descendientes de los artistas no perciben ya beneficio del trabajo de sus antepasados, sí lo obtienen, en cambio, los editores, los libreros, las casas discográficas y las salas de conciertos, incongruentemente. Todo sería más aceptable si los autores del dominio público lo fueran de veras a todos los efectos y los ciudadanos no hubieran de pagar por sus obras, o un precio mínimo, por ejemplo el de coste. No es así, sin embargo, y quienes hacen negocio con Beethoven o Tolstoi nada tienen que ver con ellos, ni de lejos. La cuestión no es fácil, y apuntaba yo entonces que quizá, como compensación por esa expropiación familiar póstuma padecida por los artistas, éstos deberían estar exentos de pagar impuestos.
Si hago esta rememoración es porque el Congreso de los Estados Unidos aprobó una ley que retrasa en veinte años más el momento en que las películas, también ellas, habrán de pasar a ser del dominio público. Ya se les concedía 75 años de sujeción a derechos, ahora serán 95.
Tras recordar lo que expuse en su día, acaso no debería parecerme mal la medida, y sin embargo la considero indignante, porque justamente en el caso del cine esa ampliación no favorece a ningún artista. Es cierto que el carácter colectivo de este arte no deja siempre muy claro quién es el autor de una película. Solemos atribuirlas más bien a los directores, pero existen guionistas, músicos, actores que a veces comparten en alto grado esa autoría. El gran historiador del arte Panofsky comparó, en un excelente ensayo, la realización de filmes con la construcción de las catedrales medievales y renacentistas: obras casi anónimas, debidas al esfuerzo de muchos, a lo largo de decenios y aun de siglos. Lo cierto es que, aprovechando lo difuso de esa autoría, los productores son los propietarios de las películas, esto es, quienes no aportaron tanto talento cuanto pasta. Habrán observado que en la ceremonia de los Oscars el director recibe la estatuilla "al mejor director"; pero la correspondiente "a la mejor película" no la recoge él nunca (a menos que haya invertido en el proyecto), sino los productores. Y eso hace que los artistas cinematográficos no gocen siquiera de lo que se llama "derechos morales" sobre sus creaciones. De ahí que se las coloree o cambie de formato en televisión, sin que la opinión o voluntad de sus directores cuente. De ahí tantísimos estropicios como ha habido en la historia del cine: películas cercenadas o tergiversadas por los financieros y por tanto muy distintas de como las concibieron sus verdaderos autores; a muchos de ellos no les fue permitido encargarse del montaje final, o se les cortaron los fondos antes de que las acabaran, o se los despidió en mitad del rodaje. Peckinpah no logró terminar una película a su gusto, y Lo que el viento se llevó, por mencionar un clásico, está firmada por Victor Fleming, pero intervinieron al menos otros seis directores: Cukor, Sam Wood, Wellman, Cameron Menzies, Val Lewton y el actor Leslie Howard. Así que con esta ley tan alegremente aprobada en América se beneficia aún más a la industria, que se frota las manos. Es seguro que de haber sido artistas los favorecidos por ella, no habría entrado en vigor tan fácilmente. Al menos las noticias al respecto no hablan en absoluto de ampliar a casi un siglo los derechos de los libros. Y es que en ellos, claro está, nada suele ser confuso ni difuso en lo referente a su solitaria autoría.-
(Madrid, 1951-2022) fue escritor, traductor y editor. Autor, entre otras, de las novelas Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Tu rostro mañana (tres volúmenes publicados en 2002, 2004 y 2007) y Tomás Nevinson (2021). Recibió premios como el Rómulo Gallegos en 1995, el José Donoso en 2008 y el Formentor en 2013. Fue miembro de la Real Academia de la Lengua.