Albert Camus

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En mayo de 1994 Ediciones Gallimard publicó una novela póstuma de Albert Camus, publicación que en pocas semanas se convertiría en un acontecimiento mundial. Poca gente, aun entre los conocedores de su obra, sospechaba la existencia del manuscrito descubierto el 4 de enero de 1960 en Villebleuvin, cerca de Montereau, entre los escombros del auto accidentado en el que viajaba Camus, muerto instantáneamente a los 47 años de edad, tres años después de recibir el Nobel.
     El extraordinario éxito de este libro en los más diversos países suscitó especial sorpresa. La obra póstuma de Camus, traducida a 23 idiomas en un tiempo récord, fue recibida con el mismo entusiasmo en la versión hebrea y en la árabe, en la serbia y en la croata, en la rusa, la norteamericana y la japonesa.
     No tardaron en encontrarse varias explicaciones del fenómeno. En primer lugar, como todos los grandes creadores, Camus alcanza lo universal adentrándose en lo particular. La vida de un niño francés en un miserable barrio de Argelia se hizo tan ejemplar como la del David Copperfield de Dickens o la de los personajes de los cuentos del Nobel egipcio Naguib Mahfouz. Por otra parte, el éxito de este testimonio novelesco y autobiográfico sobre una vieja Argelia hizo revivir la experiencia de Camus como un hombre que lucha contra las fuerzas que le impiden ser feliz. Lo más asombroso es que Camus en realidad carece de sistema filosófico. Junto a un ferviente elogio de la belleza del mundo, en su obra se encuentra una denuncia obsesiva de la humillación y una especie de llamado constante a las dos virtudes que para él son esenciales: la compasión y la solidaridad.
     De todas formas, como escribirá en El hombre rebelde: "Lo importante no es entonces remontarse a la raíz de las cosas; puesto que el mundo es lo que es, hay que saber cómo comportarse, sobre todo cuando uno no cree ni en Dios ni en la razón".
     De súbito, una vez más, la vida y la obra de Camus se han convertido en reflejo fiel de la condición humana tal y como fue vivida por la humanidad del siglo XX.
     Mi propósito es reconstituir este recorrido antes de que se convierta en un destino.
     Quisiera partir de una observación que me parece decisiva para quien quiera comprender la génesis del proceder de Camus. En general, la civilización judeocristiana nos imbuye desde niños las nociones del Pecado y el Mal. Para Camus es exactamente lo contrario, y a esto se debe, dice él, que su Mediterráneo sea más griego que latino o cristiano, incluso. Lo que existe antes de todas las cosas, en el inicio, es la Felicidad y la Inocencia.
     Para él, el Mal y la culpabilidad existen negativamente. Son obstáculos, contrarios, impedimentos, no son nociones que tengan una esencia. En cualquier caso, Camus siempre creyó haber nacido para la felicidad. Desde niño lo siente intensamente, y a la mitad de su corta vida escribe: "Si busco en lo más profundo de mi ser lo que más me marcó toda mi vida, es mi pasión por la felicidad". También podemos llamar a esto el amor de la vida. Lo que además supone una fe increíble en la energía vital, si pensamos en las etapas de su vida que voy a mencionar.
     Después, cuando ya es estudiante de filosofía, prefiere Atenas (la ciudad politeísta de la Antigüedad) a Jerusalén (terrestre o celeste y símbolo del monoteísmo), no sin cierto ánimo de provocación. Esta oposición entre ambos lugares simbólicos la estrenó Quinto Tertuliano en Cartago en el siglo ii d.C. No quiero extenderme aquí sobre este apasionante personaje, el verdadero padre de la Iglesia de Occidente, cuyos trabajos teológicos y de otra índole son considerables. Hijo de un oficial romano, nacido en Cartago, segunda capital del Imperio Romano de esos tiempos, conocía perfectamente el griego y el latín. A pesar de ser un sacerdote casado, se codeó con la herejía puritana del montanismo y abrigaba vestigios de creencias romanas y fenicias que mezclaba sin ambages con su fe cristiana. Es probable que con su libro contra Atenas y en favor de Jerusalén Quinto Tertuliano haya querido purgarse a sí mismo de las tentaciones paganas que conservaba.
     Camus cita poco a Tertuliano, pero cita mucho a San Agustín, quien asistía a las escuelas de Cartago por ser oriundo de Hipona, ciudad cercana a la actual Constantina, de la que fue obispo. Dice que San Agustín concilió los mensajes mediterráneos y cristianos, así como Averroes y Maimónides encontrarían en el siglo xii una manera de conciliar Atenas y Jerusalén, Aristóteles y Moisés, Jesús y Mahoma a través de las enseñanzas de Aristóteles. Camus está decididamente del lado de Atenas en la medida en que siente que la felicidad no puede estar del lado del Dios único, creador de la noción de pecado.
     Sobre la trascendencia divina y el concepto mismo de más allá, Camus mantendrá su negación hasta el final. El joven Camus accede al lirismo con Grecia, oscilando entre el paganismo y el panteísmo. Imagina a las ciudades romanas de Argelia, Tipasa o Djemila como un Olimpo donde los dioses pudieron ser más felices que los hombres siguiendo los preceptos de Zaratustra; sin embargo, también confiesa en sus Cuadernos haber llegado al "éxtasis" (son sus palabras) cuando leyó Los alimentos terrestres, libro del triunfo de los cuerpos y laƒs voluptuosidades en el que André Gide recomienda a su personaje Nathanael no "buscar a Dios en ninguna parte más que en todas partes".
     Desde los veinte años, recordando su adolescencia, Camus escribe: "No tenemos tiempo de ser nosotros mismos. Sólo tenemos tiempo de ser felices". La idea de que hay que ser feliz, aquí y ahora, que es un deber del ser, que este deseo no podría cargar con remordimiento alguno ni toparse con ningún obstáculo vinculado a una forma cualquiera de pecado original o culpabilidad colectiva, esta idea la ve Camus realmente inscrita en su cuerpo. Es el Mediterráneo tal y como los jóvenes lo viven durante unos años demasiado breves en las riveras de las exaltaciones marítimas y tal y como el poeta Píndaro lo cantó en el siglo vi antes de Cristo: "Oh, mi alma no aspira a una vida inmortal, pero agota todo lo que es posible". Es el comienzo de una oda de Píndaro que cita Gide; de ella surgirán Meursault y su extranjería, Sísifo y su risco, Calígula y su nihilismo.
     Sólo que, a pesar de sus aptitudes, el niño Camus, el adolescente Camus viven en una pobreza rayana en la miseria. Los únicos recursos son los que noche a noche lleva una madre inculta, analfabeta incluso, que hace la limpieza en las casas de pequeñoburgueses. Se ha escrito que el deseo irrefrenable de felicidad se debía a una incitación a salir de la miseria. Nada de eso. Esto es pasar por alto lo esencial. En repetidas ocasiones Camus tuvo la precaución de precisar que la misteriosa fuerza mediterránea que a todos, pobres y ricos, les da la luz, el calor y la sensualidad, es la que le prodiga la felicidad. En pleno corazón de la miseria una felicidad llamada "regia" es recibida como un don. La acompaña, la equilibra, la compensa. Escribe Camus: "Crecí en el mar y la pobreza fue fastuosa conmigo. Luego perdí el mar y todos los libros me parecieron grises y la miseria intolerable".
     Salvo que, es verdad, esta miseria constituye la primera de todas las amenazas. El niño interpreta ya como absurda esta confrontación de una dualidad tan desconcertante: el instinto de la felicidad y la experiencia vivida de la miseria. Pero Camus sufre algo más atemorizante y que es un obstáculo todavía mayor para su voluntad de ser feliz. Es algo que amenaza lo que yo llamaría su inocencia, del mismo modo que amenaza a Meursault en El extranjero la víspera del disparo: sencillamente, la enfermedad.
     Cuando se manifiestan las crisis de tuberculosis —tiene 17 años—, se interpone el primer velo de lo trágico entre el joven y el sol. Escupe sangre, es hemotísico. Le practicarán lo que entonces se llamaba un neumotórax; gratis, porque su padre murió en la guerra y por este motivo tiene derecho a ser atendido en el hospital que cuenta con el mejor equipo. Un neumotórax —o sale bien o sale mal— consiste en insuflar oxígeno en la pleura. Un tísico, como se decía entonces, ya no tiene desde fines del siglo XIX el romanticismo favorecedor que distinguía a los enfermos. Ya no corren los tiempos de Marguerite Gauthier. En cambio se cuchichea y pronto se decreta que esta enfermedad no sólo multiplica la intensa necesidad de vivir, sino el gusto de afirmarse sexualmente y las disposiciones para lograrlo. Los pedantes verán en la victoriosa anomalía el origen del donjuanismo de Camus y hasta el desprecio por las mujeres. Salvo por la madre en El primer hombre, en toda la obra no hay más que un personaje femenino memorable. Cuando le preguntan sobre los personajes de su obra que le son más queridos, Camus, ignorante de estos debates que tendrán lugar después de su muerte, responde: Marie, Caesonia, Dora, Célexte.
     Sólo que Camus no siempre consigue dominar este impedimento que lo obsesiona. Ni siquiera cuando, a la antigua usanza o, mejor dicho, a la usanza india, comprueba que la enfermedad, sumada a los duros obstáculos que ya enfrentaba, "finalmente favorecía esta libertad del corazón, esta ligera distancia ante los intereses humanos que siempre me protegió del resentimiento".
     El joven enfermo no podía evitar el "¿por qué yo?" ¿Por qué me ataca esta enfermedad, a mí que he nacido para el placer, el gozo, la felicidad?
     En fin, de manera más o menos precisa, más o menos consciente, se enfrenta a lo que se convertirá en el alimento de sus últimos escritos: la falta del padre y el sufrimiento de tener como madre a alguien que no sabe leer. Al regresar a casa, se desespera al no poder hablar a su madre de sus últimos escritos, al no poder dárselos a leer a aquella a quien sitúa por encima de todos los seres. No hay duda de que el heroísmo y la dulzura de esta madona silenciosa, la elocuencia de su mutismo y la sabiduría aplastante de sus rudimentarias observaciones lo confundirán, pero el obstáculo de la felicidad es cotidiano. Los límites están presentes, son definitivos.
     A Camus le llevará mucho tiempo aceptar su falta de padre. Será necesario que visite su tumba y se diga, ya siendo adulto, que el joven que murió durante la guerra y que descansa en el pequeño cementerio de Saint-Brieuc es, en resumidas cuentas, más joven que él, y que él, Camus, resulta ser más viejo que su padre muerto cuando muere.
     Entonces se lanza en búsqueda de uno o de varios padres. Encuentra uno en un formidable director de escuela, una especie de santo laico, riguroso, generoso, cuya única debilidad es un manifiesto anticlericalismo muy propio de su época. Él es quien persuade a la abuela de que permita al pequeño Camus proseguir sus estudios. A él está dedicado el discurso del Nobel.
     En seguida encuentra otro padre en otro maestro: el filósofo y ensayista, amigo de André Gide, Jean Paulhan y Paul Valéry, su profesor Jean Grenier.
     Notemos la serie de sucesivas limitaciones a la felicidad: la miseria, la enfermedad, la falta de padre, el silencio de la madre. Durante este tiempo, siempre en contrapunto, pero esta vez invertido, los amigos no dejan de ser fraternales, las mujeres de ser hermosas, el tío carnicero de ser protector y Argelia, una ciudad donde a cada instante el sol perpendicular y el "Pensamiento del Mediodía" aguzan los sentidos. En el liceo, con una eufórica afirmación, se descubre escritor. Ahora vemos mejor la explicación de esta frase en el texto titulado "El verano": "Siempre tuve la impresión de vivir en altamar, amenazado, pero en el corazón de una felicidad regia". En otra parte dice: "En definitiva siempre habré vivido a plenitud y bajo amenaza".
     Observemos que seguimos estando en Grecia con este sentimiento de la dualidad vivido tan intensamente. No hay ni presencia de Dios ni remordimientos. No hay esperanza ni trascendencia. ¿Cómo podría haber conciencia de pecado alguno si hasta el inocente paga un tributo tan alto para ser feliz? Nada puede instarlo a considerarse responsable de la desgracia de los suyos. El joven Camus vive en una contradicción inocente, que excluye la trascendencia pero que —y aquí comienza la complejidad— no excluye el sentido de lo sagrado, del que pese a todo carece El hombre rebelde.
     Hay en Camus un respeto idólatra y voluntarista ante las fuerzas que conceden la felicidad. Hay frases que sacralizan el sol, el mar, el cuerpo, el amor, aunque es sólo después de que el amor esté presente bajo su forma religiosa o platónica. En un primer momento, vacila entre el singular y el plural: "Miseria y grandeza de este mundo, no son verdades lo que ofrece, sino amores. El absurdo reina y el amor salva de él".
     Hay razones biográficas para ello. Este es otro retoque: Camus descubre los celos al mismo tiempo que el primer amor. Después cristalizará con su "donjuanismo" el gran sueño de ser múltiple, caro a Nietzsche y a Malraux. El personaje de La caída, igual que el de El extranjero, se pregunta si realmente es capaz de amar. Por su parte el autor, incansablemente fiel a varias mujeres, se pregunta si es capaz de tener un gran amor fuera de la nostalgia. El amor y la felicidad son dos cosas inseparables, y sin embargo diferentes para Camus.
     Con la lectura apasionada de Dostoievski y quizá después con la experiencia del adulterio (es decir del sufrimiento provocado en un ser querido), Camus descubrirá en sí súbitamente una obsesión de culpabilidad y una nostalgia de inocencia. Pero la culpabilidad no es el pecado. No tiene nada que ver con ese rebajamiento que según la caída cristiana permite alcanzar la Redención: "La idea más natural al hombre, la que se le presenta ingenuamente como si viniera del fondo de su naturaleza, es la idea de su inocencia".
     En suma, si siguen el camino que he trazado (que al menos en un primer momento aísla a Camus de eso que se llama Historia), todo está ya listo para redactar El mito de Sísifo. Cuando Camus escribe que "el absurdo es esencialmente un divorcio. No está ni en uno ni en otro de los elementos comparados; nace de su confrontación", resume lo que ha vivido y que ya mencionamos. Nada es absurdo en sí, ni el sol ni la muerte. El absurdo nace de su coexistencia.
     Cuidado: el absurdo no significa la privación del sentido, sino la contradicción entre dos sentidos diferentes. "Desde el punto de vista de la inteligencia, puedo entonces decir que el absurdo no está ni en el hombre ni el mundo, sino en su presencia común". Y esta concomitancia es la que provoca en cierta gente la sensación de separación, distancia, extrañeza: de lo absurdo. Así define Kierkegaard el nacimiento de la necesidad filosófica.
     El filósofo André Comte-Sponville observa que el absurdo establece el vínculo entre el hombre y el mundo, como en el cristianismo el Espíritu entre el Padre y el Hijo. Sólo que el hombre y el mundo son dos, y son irreconciliables porque el hombre busca en el mundo una razón que únicamente está en sí. No se puede escapar del Absurdo ni por medio de la esperanza, ni del suicidio ni del consentimiento. Se trata de "vivir sin llamado" y de "morir irreconciliado".
     Aquí se ve que Atenas todavía no se acerca a Jerusalén. En efecto, Camus comparte con los griegos la idea de que la última maldición que se encuentra en la caja de Pandora es la esperanza. ¿No es ésta la oposición a todo el pensamiento judeocristiano? No hay duda de que Camus rechaza el suicidio; pero no es en nombre del respeto a una vida creada por Dios. Es porque se trataría de una conducta de huida que no constituye en absoluto una solución para el Absurdo. En este momento de su reflexión, Camus se propone definir con firmeza "un pensamiento absurdo, es decir, un pensamiento liberado de la esperanza metafísica".
     Obviamente, el problema que he creído necesario plantear entre Atenas y Jerusalén gira en torno al tema de la ausencia de esperanza —que no sería el desamparo—, y aquí cabe precisar que Camus nunca lo planteó en estos términos. Ni cuando era joven estuvo Camus libre de contradicciones en todos estos puntos. Él diría que instintivamente tiene una tendencia a la sacralización del universo y, al mismo tiempo, que resiste a toda metafísica "inmanentista" en la línea de Epicuro y Spinoza. Denuncia sin descanso la libre mentira de los hombres, pero también reprocha a Dios que no impida al hombre hacer el mal y que no garantice la inocencia. Siente la necesidad de describir la emoción que en él suscita el testimonio de Cristo, pero es para precisar de inmediato que no puede creer en la Resurrección de Jesús. Como lo advirtió enfáticamente el padre dominico François Chavanes, en la Biblia es la rebelión de Job la que más se aproxima a la rebelión de Camus. Job se niega a creer en una prueba cuya víctima fortuita sería él. De hecho, sólo cree en Dios para acusarlo mejor. Y cuando depone las armas, cuando se somete, no logra hacernos creer que es feliz.

En 1941 Camus anota esta reflexión de Tolstoi: "La existencia de la muerte nos obliga a renunciar voluntariamente a la vida, o bien a transformar nuestra vida a modo de darle un sentido que la muerte no puede arrebatarle". Camus declara que se reconoce totalmente en esta formulación y la comenta para integrarla a su sensibilidad. A pesar del Absurdo, somos capaces de dar a la vida un sentido que la muerte no puede arrebatarle. Aquí no podemos evitar que nos venga a la memoria la conclusión de El primer hombre, su novela, su obra maestra póstuma.
     "Él, como una espada solitaria y siempre vibrante […] se abandonaba solamente a la esperanza ciega que proporcionaría también esta fuerza oscura que tantos años lo había elevado por encima de sus días […], y gracias a la misma generosidad incansable que le había dado sus razones para vivir, razones para envejecer y morir sin rebelarse". Pero ¿qué es esta fuerza oscura? ¿La que hace una muerte feliz? Una pregunta que siempre quedará abierta.***Hemos visto que el joven Camus había recorrido el Absurdo antes de encontrarse nuevamente con la Historia.
     Después de unirse al Partido  Comunista, después de dejarlo, de casarse y divorciarse, hacer periodismo y tras lograr que lo echaran de Argelia, Camus llega a París a los 27 años. Es un periodo muy fuerte de su vida. Vive en un hotelucho miserable frecuentado por chulos y prostitutas, en un cuarto lastimoso. Francia está en guerra. Vive de lo que puede, come mal y tiene frío. Pese a todo es feliz como si se sumergiera en las caricias de sus lejanas riberas.
     Tiene un secreto. Entre 1937 y 1940 pensó y prácticamente escribió las tres obras que constituyen el ciclo del Absurdo; no sabe que tendrán una importancia universal. Son El extranjero, El mito de Sísifo y Calígula. El manuscrito de El extranjero ya ha circulado. Los grandes sacerdotes de la editorial Gallimard saben que ha nacido un escritor. Él lo sabe. Nunca se había sentido tan seguro de sí.
     Se casa con una pianista con porte de reina, a quien la miopía concede una especie de encanto distante. Él sigue en la dispersión. Pero es María Casarès, la gran María, quien será el encuentro de su vida, quien interpretará sus obras.
     Cuando entra a la Resistencia cree conocer todos los rostros del Mal. La guerra lo espeluzna y en 1938 se muestra comprensivo con los Acuerdos de Munich. Uno de mis amigos recogería la ocurrencia de que al repetir la famosa afirmación de Blum ("me siento dividido entre un alivio cobarde y la vergüenza"), Camus ponía el acento en la palabra "alivio" y se declaraba blumista. No obstante, en la Resistencia conocerá un mal que deja poco lugar a ambigüedades. Hay algo de reconfortante, o al menos de coherente y tranquilizador, en el carácter absoluto del Mal nazi. Tanto más por haber sido vencido.
     Llego así a mis principales "correcciones", a mis retoques más libres del retrato clásico de Camus. Mi tesis es que la gran confrontación de Camus con la Historia no sería el nazismo. La voluntad de exterminación genocida lo llena de horror, de abatimiento y rebelión radical. No piensa que esta época pueda olvidarse ni perdonarse nunca. No cree en la tesis de Hannah Arendt sobre la "trivialidad del Mal". Sin embargo, en los sentimientos provocados por el horror nazi encuentra una especie de equilibrio inocente y puro. Ahora ya sabe donde está el Mal absoluto. Todos lo saben, no es el único. No hay intelectuales del lado de los nazis. Del lado del horror inefable e imposible de imaginar. Además, el nazismo se hunde en la nada y Alemania ha sido arrasada.
     En cambio, dos hechos harán a Camus salir del acuerdo consigo mismo en el rechazo espeluznado de esta quintaesencia de la barbarie. El primero es la explosión de las bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki. Le parece que se anuncia una nueva era para el hombre desde que se encuentra en la Tierra. Camus se convierte entonces en el único europeo que anuncia y denuncia esta era en varios artículos del diario Combate, del que es director. No sólo puede un pueblo planificar la exterminación de otro pueblo, sino que los sabios pueden proporcionar a los políticos la tentación suicida de hacer desaparecer a la especie humana. ¿El nazismo, "mal absoluto"? Sí, pero para lograrlo habría sido preciso usar "el arma absoluta". Camus vive su primera gran experiencia de la soledad al rendir un testimonio, pues su protesta no es escuchada.
     Sin embargo, a mi parecer, el segundo hecho tiene más importancia aun que el primero. Es el descubrimiento pavoroso de una posible equivalencia entre el nazismo y el bolchevismo. Hay que recordar que la experiencia de la miseria llevó a Camus al Partido Comunista. Siempre sintió solidaridad hacia el bando de los pobres y los humillados. En el prólogo que yo mismo tuve oportunidad de pedirle para La Casa del Pueblo, de Louis Guilloux, escribió: "Formo parte de aquellos a quienes es cada vez más difícil aceptar que se hable de la miseria si no es con conocimiento de causa". Siempre se negó a asistir al Elíseo o a cualquier otro palacio ministerial. Se había arraigado en la izquierda: "Nací en la izquierda y allí moriré, pese a ella, pese a mí".
     Las primeras revelaciones de los horrores estalinistas y la existencia de un universo concentracionario en la Unión Soviética provocaron en Camus una especie de sacudimiento afectivo e ideológico. Lo Absurdo tiene un nuevo rostro. Ya no es el universo en oposición al hombre, ya ni siquiera es el hombre-demonio en oposición al hombre feliz; es el redentor autodeclarado —hijo bastardo de las Luces y la Inquisición— el que, divinizando la Historia y sacrificando generaciones, pretende realizar en la Tierra, pero mucho después, lo que las religiones prometieron en el más allá.
     Ya no es sólo la felicidad entonces la que está amenazada. Es el espíritu mismo el que está en cuestión. Ya no se puede elegir entre la abominable franqueza de los nazis y la monstruosa mentira de los bolcheviques. En esa época ya había habido grandes testimonios, de Gide a Koestler a Orwell, contra el "Dios de las Tinieblas". Pero los intelectuales no los oyeron. En una segunda soledad, pero esta vez compartida con otros grandes espíritus que como él serán Premio Nobel veinte años después —el polaco Czeslaw Milosz y el mexicano Octavio Paz—, Camus entra en guerra con el comunismo y los intelectuales que se posternan ante este falso dios. Los tres serán rechazados y desacreditados por el París erudito y sectario de los filósofos.
     Camus plantea la pregunta: ¿qué diferencia hay entre un campo soviético y un campo nazi? Desencadena las pasiones de la época como todavía hoy podría desencadenarlas. En cualquier caso, descubre que fuera de la demencia estalinista ya no hay más que la egoísta cobardía del capitalismo salvaje. Entonces decide que no hay para él nada más apremiante que salvar a la Rebelión de la Revolución, a la Igualdad fraternal del Igualitarismo asesino y al Individuo de la Historia.
     Los grandes sacerdotes que se arrogan el privilegio de descifrar el curso ineluctable de la Historia interpretando los textos sagrados de Marx, Lenin y Stalin, se convierten en sus enemigos. Impugna la afirmación de Hegel de que sólo la violencia puede dar a luz a la Historia. Denuncia a los intelectuales como Sartre que se apoltronaron en el sentido de la Historia. Plantea la pregunta: ¿se adhieren a la Historia porque la encuentran justa o se decidieron a considerar injusto lo que no les parece estar en el sentido de la Historia? Así anuncia todas las grandes interpelaciones de Solyenitzin que llegarán quince años después que él y los análisis de François Furet treinta años después.***rismoAl final de su vida, gracias a Argelia, vuelve a encontrarse con la Historia. La Historia, su vieja enemiga. Aprueba la descolonización en cualquier parte menos en su tierra natal, donde las víctimas se disponen, según él, a convertirse en verdugos. No se repara una injusticia con otra, no se justifica la venganza en nombre de las razones de la Historia. El colonialismo es un crimen, sin lugar a dudas. Pero los descolonizados deben respetar a las minorías.
     Después de la publicación de El hombre rebelde, después de la gran polémica con Sartre, y a pesar de lo que él llamaría el "glacis parisino", para designar a la sociedad de los intelectuales que le eran hostiles y que según él pasaban de la buena conciencia revolucionaria a la mala fe burguesa veinte veces al día, Camus es capaz de escamotear momentos de intensa felicidad; en el amor, claro, pero también en las escenas de teatro y en las tribunas de los estadios de futbol. A menudo regresa a Argelia. ¿A qué Argelia?
     La reconstitución del pasado debe ser aquí muy prudente. Nuevo retoque. Tal vez crean ustedes que Camus nació en un "país árabe". Es cierto, y sin embargo él no llamaba así a su tierra natal, que no era para él, desde luego, una nación, mucho menos un Estado en potencia, sino una verdadera patria para dos pueblos. Uno de ellos era musulmán y mayoritario desde hacía poco; el otro, no. Nunca hizo Camus ninguna distinción entre los integrantes de la población no musulmana —malteses, italianos, españoles, judíos bereberes—, los hoy llamados pieds-noirs. Para él, sólo el Islam con su inmensa fuerza de afirmación constituía la separación entre ambos pueblos. Hay una especie de respeto profundo e inquieto hacia el Islam.
     Ahora bien, Camus no ignoró en absoluto los escándalos, las arbitrariedades y todas las humillaciones infligidas al pueblo musulmán de Argelia. Él pensaba que el pueblo argelino era acreedor a una reparación espectacular y radical que pudiera borrar el pecado de la colonización. Pero siempre consideró que confiar la independencia a uno solo de los pueblos presentes equivalía a creer que un crimen puede borrar otro crimen (que sería sacrificar a quienes no eran musulmanes). Sobre todo pensaba que la independencia consagraría no una victoria de la libertad, sino la de un solo partido político y una sola religión.
     Mientras más duraba la guerra de Argelia con su insoportable secuela de atrocidades, más se inclinaba a pensar que tanto unos como otros eran igualmente responsables. Cuando Camus hace la famosa declaración de que prefiere su madre a la justicia, no cree estar diciendo una barbaridad. Sencillamente anuncia que llega un momento de terror paroxístico en el que cada quien se ve obligado a unirse a su bando, pues el ideal que podría unir un bando y otro ha desaparecido repentinamente.
     Lo que él quiere decir es que antes de estudiar la manera de comprender teóricamente las causas del terrorismo, tiene que resolver lo más urgente y poner a su madre a salvo de los terroristas. Se ha comparado su declaración con aquella de Dostoievski de que si llegaban a demostrarle que Cristo no era la Verdad, de cualquier modo elegiría a Cristo. Es un paralelo noble, pero erróneo. Camus renunció antes que los demás a la Argelia francesa. Preconizó una República Federal Argelina vinculada a Francia por un Parlamento común. Camus temía la independencia para su patria, o un partido único y vengativo que ya no daría cabida a los franceses de Argelia.
     Creo poder afirmar que Camus no estaba realmente convencido de que sus propuestas fueran realistas o realizables. Pensaba que eran justas y que, como intelectual en primer lugar, y como francés de Argelia en segundo, era su deber defenderlas. Le parecía que el intelectual no debía nunca refugiarse tras el argumento del sentido de la Historia, sobre todo si este supuesto sentido llevaba a la injusticia.
     Con la guerra de Argelia, Camus perdió la capacidad para la felicidad. Como muchos otros, más que otros, estuvo enfermo de Argelia. Más enfermo que con la tuberculosis y la miseria de su juventud. No tenía nada que ver con esa amenaza que se cernía sobre el ser agobiado por el Mediterráneo solar. Era la patria, es decir el lugar del padre ausente, de la madre analfabeta, de la felicidad exaltada y los amores triunfantes lo que de repente se convertía en un lugar desgarrado, ensangrentado, perdido y causante de la división de las familias y los amigos. No obstante, siente la necesidad de escribir: "En lo que me concierne, he amado esta tierra con pasión, de ella he extraído todo lo que soy y nunca he apartado de mi amistad a ninguno de los hombres que allí viven, sin importar su raza".
     Al final de los finales, para terminar con nuestros desacuerdos de manera afectuosa, y a sabiendas de que probablemente era el hombre que más contaba en mi vida y que ya no volvería a verlo, me escribió una carta que terminaba con estas palabras: "Lo esencial es que usted, como yo, esté desgarrado".
     Durante largo tiempo soñé con estos términos. ¿Cómo decidir que un desgarramiento es esencial? ¿Cómo hacer de éste el único y último vínculo restante? ¿Es una posible definición de la condición humana para Camus? ¿Puede verse en esto, sobre todo en el país en el que hoy hablo, el último refugio del desesperado deseo de fraternidad? En cualquier caso, primero la guerra de Argelia, luego un accidente automovilístico, impidieron a Camus recorrer lo que él había anunciado que sería su tercer ciclo. El primero era el del Absurdo, el segundo el de la Rebelión, el tercero debía ser el del Amor. Seguramente así habría podido encontrar un puente, un enlace, un arco de alianza entre Atenas y Jerusalén. En El primer hombre, tenemos un magnífico inicio de lo que podía haber sido este ciclo. Nos ha sido entregado veinte años después, en un momento en que Argelia está desgarrada como nunca antes. Y esta vez en nombre de la religión y de Dios mismo.
     Puesto que estoy en el Magreb, en Túnez, cerca de Argelia, quisiera terminar mencionando algunos aspectos de la sensibilidad de Camus que siguen siendo actuales. Durante toda su vida Camus se opuso a la intervención de la religión en la política: según él, Dios debía reinar en las conciencias y no en la ciudad. Le parecía inconcebible que en épocas del colonialismo la Iglesia Católica organizara congresos eucarísticos en tierra musulmana y, por si fuera poco, con la ostentosa ayuda del Estado francés. Estos congresos se celebraron tanto en Argelia como en Túnez. Pensaba que sólo la laicidad podía permitir a las religiones expandirse en la diversidad, en la discreción y el respeto de los otros, así fueran creyentes o no. Simpatizaba con el pueblo israelí, pero creo que no habría tolerado que se usara la religión para justificar conquistas territoriales ni para infligir a los otros la humillación que han vivido. Naturalmente, tampoco habría tolerado que los argelinos se degollaran entre ellos en nombre del mismo Dios, en el mismo idioma y con las mismas imprecaciones. Dijo que se sentía mil veces mejor con un institutor kabil que con un intelectual parisino. Hoy se habría solidarizado con esos institutores kabiles a quienes matan a diario.
     Ese mediterráneo, voluptuoso y puritano, sensual y místico, gozoso y austero, diletante y militante, tenía un solo odio, pero ese odio lo llevaba encadenado al alma: el odio del Absoluto, eso que hoy se llama integrismo.***Si me pregunto sobre las razones de mi intimidad intelectual con Camus en el momento en que asistía a la formación de su pensamiento y al nacimiento de su obra, encuentro los mismos elementos que podrían servir a un joven de hoy.
     Quiero decirlo una vez más: no es una cuestión de filosofía, es decir de la pura y simple historia de los grandes sistemas conceptuales. Camus nunca tuvo la pretensión de figurar en la historia del pensamiento, como pudieron haberlo hecho un Aristóteles, un Descartes, un Spinoza, un Rousseau, un Kant.
     Sencillamente se trata de saber lo que puede aportarnos —para vivir mejor, para enfrentar mejor las agresiones de los acontecimientos, para adaptarse mejor a las sorpresas del mundo— un hombre que se considera artista pero que no sitúa su arte por encima de todo; un escritor que se considera solitario pero que se impone la solidaridad con todos los sufrimientos del mundo; un novelista que quisiera consagrarse a sus personajes pero para hacerlos que reflejen mejor las contradicciones y las bajezas de la condición humana.
     Por mi parte, yo veo en primer lugar a un pacifista a quien no repugna la guerra cuando es precisa. Un revolucionario que odia la violencia y la sangre y duda de que sean indispensables. Un hombre de izquierda que se niega a la exigencia de sacrificar a las presentes generaciones para preparar su futura felicidad. Un hombre que respeta lo sagrado pero que no cree ni en Dios ni en las coartadas que son las promesas de vida en el más allá. Un rebelde que, como el ensayista británico George Orwell, y en el mismo momento, no separa el antifascismo del antitotalitarismo, y proclama que el nazismo y el comunismo son los dos rostros del mismo fenómeno totalitario y concentracionario. Un hombre para quien la oposición moderna entre Libertad e Igualdad no tiene sentido, pues una no puede existir sin la otra. Un hombre, en fin, para quien esta fascinación por la muerte tan cara a tantos fanáticos religiosos o ideológicos recuerda la maldición de la humanidad. Lo que me gusta de Camus, y lo que es más moderno, es que efectivamente tiene uno de los rostros del Absoluto, pero es el de la felicidad. –Conferencia dictada en México, marzo de 1999.
-Traducción de Rossana Reyes

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