Altamira bis

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"Que en estos días se registre con tanta frecuencia el fenómeno del plagio tiene que ver con un espíritu de la época donde se ha exasperado la inclinación a la copia, la atracción por la repetición, el delirio por la clonación, la fantasía por la reproducción exacta de cualquier cosa, sean las cuevas de Altamira o la figura humana…" Leo estas palabras de Vicente Verdú en El País y pienso dos cosas: en lo mal que me cae ese afán de atribuirle todo al espíritu de la época y en Altamira. Es cierto: desde hace unos meses existe una copia exacta de la cueva y sus pinturas. Pero ¿es sólo eso: delirio por la clonación? ¿O algo se tenía que hacer si queríamos seguir teniendo arte paleolítico para rato? Tengo que decir que las cifras no hacían más que demostrar que el riesgo de pérdida total estaba a la vuelta de la esquina. Pensemos, por ejemplo, en Lascaux. Descubierto en 1940 y abierto al público al final de la Segunda Guerra, este "museo" prehistórico se convirtió rápidamente en uno de los sitios más populares de Francia. Tan popular que quince años más tarde aparecían ya los primeros indicios de deterioro de las pinturas. La respiración de los visitantes estaba logrando lo que no había ocurrido en catorce mil años: amenazar seriamente su existencia. Así que, en 1963, André Malraux ordenó el cierre del sitio. Comenzaron las labores de restauración y, se dice, el resultado fue feliz; sin embargo, Lascaux no volvió a ser mostrado al público. En su lugar las autoridades crearon un impresionante facsímil, mejor conocido como Lascaux II (con todo, suena mucho mejor que la neocueva, como les ha dado por llamar a la réplica de Altamira).
     ¿Cómo podemos combinar el deseo masivo de contemplación de las obras de arte con la necesidad de preservarlas? Queremos verlas (ya sean las pinturas más antiguas del mundo, La última cena o el Guernica) y suponemos que querremos seguir viéndolas en el futuro. Pero si las vemos hoy, mañana ya no podremos hacerlo. Una solución, en apariencia poco problemática, es la que nos presentan Altamira y Lascaux: realizar una copia susceptible de pasar por el original (¿y que, de hecho, lo acabe suplantando?). Y habría otras dos: la primera sería mantener las cuevas paleolíticas a salvo de la respiración humana con la esperanza de que llegue el día (que bien podría no llegar) en que contemos con la tecnología adecuada para regresar al público sin que corran peligro alguno. ¿Nos contentaríamos con saber que ahí están? Pensemos en que, después de todo, estas pinturas, al igual que otras muestras de arte arcaico, como las vasijas funerarias, se hicieron con el fin de permanecer ocultas. Aunque ése, desde luego, dejó de ser un argumento válido en el momento en que toda clase de consideraciones estéticas comenzaron a actuar sobre nuestra relación con ellas. Para nosotros las pinturas de Altamira y Lascaux son arte en un sentido amplio, aun cuando el concepto (nuestro concepto) de arte no hubiera emergido propiamente en la conciencia de los creadores de las mismas. Como decía Gombrich: "Una cosa es clara, nadie se habría adentrado en la escalofriante profundidad de la tierra con el único fin de decorar un lugar tan inaccesible."
     La segunda posibilidad sería "usar" las obras de arte hasta que se acabaran. O sea que de un modo u otro parecemos destinados a perderlas. Es cierto, además, que muchos de nosotros jamás veremos ni el original ni la copia, y los libros serán lo más cerca que estemos de ellas. Puesto así, la réplica se presenta como un estadio un poco más avanzado en el camino hacia el original, nos hace creer que estamos ahí (y, bueno, casi: a cien metros nada más). Pero presenta otros problemas que tienen menos que ver con la reproducción incompleta de las pinturas (que, dicen, es de cualquier modo extraordinaria), y mucho con lo que ha sido un verdadero dolor de cabeza para los coleccionistas, los restauradores y los historiadores del arte: la autenticidad de las obras de arte. Nos hemos pasado la vida condenando las falsificaciones y ahora resulta que hemos decidido celebrarlas. ¿Tendremos que darle la razón a Jean Baudrillard, quien, a propósito de la réplica de la cueva de Lascaux, dijo que se había hecho "de algo subterráneo y vivo una cosa visible y muerta, del capital simbólico un capital museístico y folclórico"?
     Desde hace unos años la Piedad de Miguel Ángel dejó de estar, literalmente, a la mano del público. Ahora se la puede ver, detrás de una barrera, a unos cinco metros de distancia; pero en compensación se nos ofrece una copia a la que es incluso posible acariciar. A pesar de las muchas diferencias entre el duplicado y el original, no podríamos decir a simple vista en qué difiere uno del otro; podrían de hecho intercambiarlos de lugar sin que lo notáramos. Pero, una vez más, la cuestión es que, por muy perfecta que sea la reproducción, nunca será la verdadera Piedad de Miguel Ángel.
     Así que no sólo queremos ver las obras de arte y seguir viéndolas en el futuro: queremos ver, o al menos contar con la posibilidad de ver (no nada más saber que por ahí están) las obras de arte originales y dejárselas a nuestros hijos. ¿Cómo le hacemos? ~

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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