Anatomía del aplauso

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Es lugar común decir que el aplauso es el mejor reconocimiento o pago que puede recibir un artista por su actuación. Hay innumerables historias que nos describen el entusiasmo con el que equis público aplaudió la actuación de tal o cual artista. En algunos lugares se acostumbra agregar a ese ruido que produce el batir de las palmas de las manos el golpear con los tacos el piso. Se pretende, con ello, “reforzar” el aplauso. Y cuando un público quiere dar a conocer que el artista “le llegó”, entonces le “obsequia” al final un aplauso ritmado, que la mayoría de las veces se interpreta como que hay que ofrecer un bis o encore.
     Cuando Sergiu Celibidache regresó a dirigir su primer concierto en Berlín tras más de 25 años de ausencia, tuvo que esperar más de 25 minutos para poder empezar el concierto. “Dirigiría la Séptima de Bruckner”, pues su público berlinés de antaño y hogaño lo saludaba con un minuto de aplauso por cada año que no había dirigido en Berlín. Después de esa histórica jornada bruckneriana, los berlineses le brindarían otra media hora de aplausos.
     Pero, ¿es que sólo hay una manera de aplaudir? Y, ¿qué significa, en realidad, el aplauso? ¿Habrá que hacer siempre “ruido” al final de cualquier actuación, independientemente de lo que se haya tocado?
     Una vez, cuando estudiaba en Salzburgo, fui invitado a un concierto de la Filarmónica de Berlín, dirigida por Von Karajan, que se ofrecía en el marco de su Festival de Pascua. Debo aclarar aquí que, durante mi estancia en Salzburgo, por lo general escuchaba todos los ensayos y conciertos “tras bambalinas”, pues bien que me conocía los teatros y, por otra parte, no hubiera tenido dinero que alcanzara a pagar los boletos de tantos conciertos.
     En el programa de aquella velada con la filarmónica berlinesa se encontraba el Divertimento en Si-bemol mayor, k287, de Mozart. Este divertimento tiene uno de los Adagio más bellos que jamás se hayan escrito, que en el caso de Mozart ya es mucho decir. Este Adagio, en Mi-bemol mayor, nos hace darle la razón a Cioran cuando dice que la música de Mozart “es la música oficial del paraíso”. Es, aún en Mozart, algo raro, un movimiento bastante largo, de amplia respiración y de una tranquilidad que da la sensación de que estamos fuera del tiempo, de una intensidad y flotación que ni la más perfecta imagen de cámara lenta pudie-ran reproducir.
     Pues bien, ahí estábamos los casi tres mil espectadores que tuvimos cabida en la Gran Sala de los Festivales de Salzburgo, como recorriendo los vericuetos en donde podría desplegarse nuestra alma al llegar al paraíso, al paso del tiempo mozartiano. El Adagio fue vertido con tal enjundia que ninguno escapó a su embeleso. Nos transportó, arrobó y arropó. Tan estábamos fuera de nosotros mismos que, tal pareció, nadie respiró durante su transcurso. Entonces sucedió lo que para mí ha sido el mejor “aplauso” que he vivido: cuando la última sonoridad salió de nuestro espacio auditivo-sensitivo, todos, sí, creo que absolutamente todos espiramos de un solo golpe. Con tal fuerza nos había capturado esta música suave y poderosa. Recuerdo vívidamente cómo se me puso la piel “de gallina” y cómo todos, extasiados, giramos a nuestro alrededor como para comprobar si era general lo que cada uno habíamos experimentado. Fue tan fuerte esta vivencia que, de golpe, opacó todo el resto de ese concierto. Ni siquiera recuerdo cuál fue la pieza “fuerte” del programa (¿puede haber, ante Mozart, alguna pieza “fuerte” que no sea de él mismo?).
     Toda proporción guardada, contaré otra experiencia igual de conmovedora, cuya culminación no fue un ruidoso aplauso. Sucedió en Oaxaca, creo que en la primavera del 83. Era un Viernes Santo. Concierto en el Teatro Macedonio Alcalá, con la Sinfónica Nacional, el coro Convivium Musicum y varios espléndidos solistas, Margarita Pruneda y Flavio Becerra entre ellos. Se ofreció la Pasión de N.S.J. según san Juan, de J. S. Bach. Como su nombre lo indica, se trata de una obra intensa, dramática y contemplativa. Culmina con un hermosísimo coral, que es uno de los pocos originales de Bach. Se ve que, a diferencia de otros corales cuyas melodías sólo armonizaba, aquí asumió una personalísima postura ante el drama de la Pasión de Cristo y su desenlace. Consideré apropiado invitar al público a que se abstuviera de batir las palmas de sus manos al finalizar la Pasión. Hubo uno que otro, para variar, despistado turista que no se dio cuenta o no entendió la petición mía. La gran mayoría del público sí la respetó. La interpretación fue tan sobrecogedora que, al final, muchos estábamos llorando, abiertamente conmovidos por la contundencia de la música bachiana. Aquí, el “aplauso” se “oyó” en el silencio y “se vio” en las lágrimas.
     En sus Apuntes de Malte Laurids Brigge, Rilke nos relata su asistencia a un concierto en un palacio veneciano. Nos describe un público que en su existencia común confunde constantemente lo extraordinario con lo prohibido, de tal manera que la expectación de lo extraordinario aparece en sus caras como una expresión tosca y libertina; cómo este público, de ninguna manera preparado y sin entender el peligro, se deja estimular por las casi mortales confesiones de la música como si fueran indiscreciones corporales. La cantante danesa, continúa relatando Rilke, levantó su voz, que era fuerte, llena pero no pesada, de una sola pieza, sin cuarteaduras ni costuras. Los venecianos irrumpieron en aplausos “desde su miedo ante el peligro extremo: para, en el último momento, apartarse de aquello que podría orillarlos a cambiar su vida”.
     En otras palabras, el batir de las palmas de las manos aparece como último recurso para que lo vivido, sobre todo aquello que ha sido luz y verdad, contundencia y seducción, no llegue hasta nosotros; para, a través de este ruido, regresar “a lo conocido”, pues lo desconocido, es decir, uno mismo, nos aterra. ¿Es el aplauso un reconocimiento al artista o un acto de confesión de nuestros miedos? He aquí un planteamiento para reflexionar sobre lo imposible. –

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