Arte

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Imaginemos que alguien decide aprovechar su paso por la ciudad de México para ver un par de museos; tiene poco tiempo y sus gustos quizá no son la mar de indulgentes, así que ese alguien prefiere, antes que la aventura, enterarse. Para su suerte, descubre en seguida un portal en internet, aparentemente oficial, donde se ofrece un detallado perfil de cada uno de los museos que “oferta el Instituto Nacional de Bellas Artes” (INBA), que, se alegra, son suficientes como para colmar un buen fin de semana. Inicia así su pesquisa. En algún momento lee, por ejemplo, que “fiel a la misión y vocación que inspiran al Museo Tamayo de Arte Contemporáneo, las exposiciones que se llevan a cabo en este recinto abarcan una gran variedad, tanto en lo que a temas como a técnicas se refiere”. Alcanza a entender que se trata de un museo lleno de sorpresas pero, como el arte contemporáneo no es realmente lo suyo, sigue adelante. Se encuentra entonces con el Museo de Arte Carrillo Gil, del que se dice: “De acuerdo con la misión y vocación del museo, las exposiciones que se llevan a cabo en este recinto abarcan una gran variedad, tanto en lo que a temas como a técnicas y disciplinas se refiere.” Comienza a pensar que le están tomando el pelo, pero persiste y da clic en el apartado de Ex Teresa Arte Actual, donde se lee: “Fiel a la misión y vocación que [lo] inspiran, las exposiciones que se llevan a cabo en este recinto abarcan una gran variedad, tanto en lo que a temas como a técnicas se refiere.” Está convencido: visitará la Catedral y el Museo de Antropología.

Lo malo no es tanto que sea real1 como que sea transparente: para el INBA todos los museos son iguales y se dedican a una sola cosa: a abarcar la variedad (casi sería lindo que fuera un llamado genuino a la pluralidad y la inclusión, y no lo que en verdad es: pura apatía). Variedad a la que los directores de los museos, dejados casi por completo a su suerte, se esmeran por dar cierto sentido –algunos con bastante más tino que otros– a pesar de las trabas (presupuestos encogidos, chantajes sindicales, laberintos burocráticos, etcétera) con las que tienen cotidianamente que lidiar. Hubo, sin embargo, un tiempo –medio siglo atrás, digamos– en que cada uno de los museos del instituto tenía asignada una tarea muy precisa (por ejemplo, preservar y difundir el arte europeo desde el siglo XIV hasta principios del XX) y era, además, perfectamente capaz de llevarla a cabo (porque, para empezar, tenía con qué). Es cierto que entonces el arte podía partirse suavemente como un pastel, y el INBA, por lo tanto, sabía muy bien lo que le tocaba hacer: dar a cada cual su rebanada. Para lograrlo, tuvo primero que abandonar su idea original de que en un solo museo recayera la labor de “reunir las mejores obras de producción mexicana de Artes Plásticas, de todas las épocas, y exhibirlas en público”.2 Con dicho museo, una invención alemanista, se había intentado revertir, de un solo golpe (la mayor preocupación de los políticos: “que se note”), el largo periodo de “deficiente atención prestada por el Estado al desarrollo del arte en México”, como anotara Carlos Chávez3 en el discurso inaugural del museo: “Desde muchos años atrás, hemos mirado con tristeza y con honda preocupación […] la lamentable situación de las Galerías de San Carlos; el bochornoso embodegamiento de las colecciones nacionales de pintura del Palacio de Bellas Artes; el deterioro y la falta de conservación de la pintura mural antigua y moderna, y la falta absoluta de interés hacia nuestro patrimonio pictórico en general.” El nuevo museo sería, pues, el remedio universal (abarcar es, de nuevo, el verbo). Pronto se vio, sin embargo, que se quedaba bastante corto. El INBA dio entonces paso a la repartición de las colecciones que había concentrado el Museo Nacional de Artes Plásticas (MNAP)4 para que pudieran exhibirse de manera independiente: el arte prehispánico por un lado, el europeo por otro; el arte colonial aquí, el popular acá y las artes gráficas por allá. El arte moderno merece una mención aparte porque implicó un movimiento inédito. El temprano reconocimiento de que al instituto le correspondía, además de conservar los objetos artísticos del pasado, “recolectar las obras actuales y futuras de esa índole”, impulsó en buena medida la creación del Salón de la Plástica Mexicana, pensado para funcionar como un surtidor, inmejorable, de arte nuevo que, año con año, enriqueciera el acervo del instituto. Y la colección que se logró reunir de este modo sirvió de base, más adelante, para crear el Museo de Arte Moderno. Así pues quedó repartida la variedad; todo, desde luego, al amparo del Departamento de Artes Plásticas (hoy Coordinación Nacional) –y bajo la mirada omnipresente de Fernando Gamboa.

Esta estructura (conocida en la actualidad como Red de Museos) se ha mantenido casi intacta desde los años sesenta hasta la fecha. En estos cincuenta años, no obstante, el arte ha cambiado casi tanto como el mundo. Y aunque es innegable que el inba ha dado algunos de los pasos necesarios para ponerse al corriente (como pueden ser, por ejemplo, la creación de Ex Teresa Arte Actual y el Laboratorio Arte Alameda), son bastante más frecuentes, y se dejan sentir con mucha más fuerza, los que ha dado en sentido contrario. Digamos que lo de menos es que su portal de internet sea una maraña de asuntos ininteligibles; aunque el desliz sea sintomático; ¿qué acaso no hay nadie ahí capaz de poner al día lo que sea que vaya necesitando estar al día?, desde la información que se difunde en internet –vamos, algunos pasajes no han sido actualizados en años– hasta la propia Coordinación Nacional de Artes Plásticas: ¿cómo puede seguir llamándose así cuando hace tanto tiempo los lindes del arte dejaron de ser los que dictaba la plástica? ¿El video no cuenta?, ¿el performance?, ¿las instalaciones sonoras? Y ya en esas: ¿por qué si hay un museo de arte europeo no hay otro de arte latinoamericano, digamos? (cabe suponer que la razón es la misma por la que el Museo de las Culturas es parte del INAH5 y no del INBA; todavía eso nos queda de la viejísima creencia de que estaba el arte europeo y después el de todos los demás: esos bárbaros). Pero, de nuevo, digamos que lo de menos son estas minucias. Lo grave es que se haya permitido un desgaste generalizado de las palabras, de las cosas; que se haya llegado a un punto en que ya nadie se acuerda de que lo único indispensable, lo que no debía dejarse morir, como el licenciado Alemán –¡por dios, incluso el licenciado Alemán!– sabía bien, eran los programas de “recolección de las obras del presente”. Hay que ver lo que los directores de los museos tienen que hacer para poder mostrar el arte de los últimos cuarenta años: malabares (que la mayoría de las veces involucran, en igualdad de osadía, a los propios artistas). Y lo grave son también las contradicciones: se favorece –aunque sea con la acostumbrada modestia– el desarrollo de los artistas (mediante estímulos, comisiones, algunos viajes tal vez), pero nadie se hace cargo de las obras que surgen de ese desarrollo. Pensemos, por ejemplo, en los jóvenes creadores a los que la beca que otorga el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) permite vivir con cierta soltura durante un año, a cambio de que ellos produzcan, en ese lapso, un número determinado de obras que, al concluir, serán expuestas colectivamente. Y después, ¿adónde van a parar esas obras? ¿A la basura? Es bastante posible que algunas de ellas merezcan tal desenlace, pero ¿qué pasa con las que no? ¿Ya ni modo?

Eso es lo grave: que se piense que los museos son algo que sin duda debe tener cabida en un país decente, y que al mismo tiempo se desprecie la obra que al menos podría servir para llenar esos museos. En el decreto de creación del MNAP quedó perfectamente estipulado que el instituto, “de acuerdo con sus posibilidades económicas”, procuraría enriquecer las colecciones “con nuevas adquisiciones, en primera instancia obras de origen nacional y, de ser posible, con producciones de los grandes maestros extranjeros”. Y, al parecer, desapareció el museo y junto con él los atinados propósitos. Cabe mencionar que no sólo el arte contemporáneo lo padece: el Museo Nacional de San Carlos menciona en su página, como si fuera algo bueno, que “las últimas adquisiciones importantes por el número y calidad, se dio [sic] en las décadas de los setenta y ochenta, gracias al interés del inba y de coleccionistas nacionales y extranjeros” (que, por cierto, ¿adónde se fueron?). Lo grave es, pues, la cortedad de miras. Digamos que lo que se tiene es un barco a medio hundir. Nadie se preocupa demasiado por él, ya que la cubierta permanece fuera del agua y hay de dónde agarrarse. Tomaría, según algunos cálculos, diez o quince años ponerlo nuevamente a flote; pero, uy, no, no tenemos tanto tiempo: seis años es el límite, la pared con la que habrá de chocar todo proyecto mínimamente visionario. Mejor entonces ni lo intentamos. Así pues, reunir una colección de arte contemporáneo cercana, por ejemplo, a la que posee la Fundación Jumex, seguirá siendo, eternamente, una de esas cosas que sí nos gusta atesorar: sueños guajiros. (¿En qué momento, por cierto, el Salón de la Plástica dejó de abonar su dosis anual de arte contemporáneo? ¿Habrá sido quizá cuando sus miembros dejaron de producir justamente eso: arte contemporáneo? ¿Cuál es entonces el sentido de que siga existiendo bajo la forma que tiene ahora: la de un club que todos patrocinamos para que sus miembros se rindan homenajes unos a otros?)

Lo grave, finalmente, es que el INBA no se dé cuenta de lo que implica ser quien decide qué debemos ver y qué no todos los demás (¡nuestra cultura visual es, nada más ni nada menos, lo que está en juego!). La variedad es mejor que lo mismo, pero no basta. ¿De qué sirve tener una Coordinación Nacional de Artes Plásticas que lo único que es capaz de coordinar es el “siguiente evento”? Esa es la mentalidad, una mentalidad provinciana que responde más a las estaciones y a las efemérides que a las asuntos de fondo –y ni hablar de las consideraciones estéticas: llegó la primavera, hay que hacer un festival; el bicentenario: festival; los ochenta años de nuestro querido escritor: festival. Y así pasan los sexenios sin que nadie se tome la molestia de ir un poco más allá. En el mundo que –sin saberlo– ha diseñado el INBA, los museos tienden al vacío y están condenados a funcionar, por lo tanto, como un salón de banquetes, eso sí: con una agenda llena y muy variadita.

Ya que la consigna es ahorrar, por qué no empezamos por desaparecer la Coordinación Nacional de Artes Plásticas, que no hace más que entorpecer el de por sí embotado universo burocrático del inba. Demos aunque sea ese paso: ¡abajo con ella! ~

 

 


1. http://www.bellasartes.gob.mx/inba/Template12/index.jsp?secc—cve=1345

2. Como rezaba el decreto de creación del Museo Nacional de Artes Plásticas publicado el 22 de mayo de 1948 en el Diario Oficial de la Federación.

3. Primer director del INBA (del INBAL, en realidad; por alguna extraña razón la “L” se dejó de usar en cierto momento, aunque la literatura permaneciera dentro de las responsabilidades del instituto).

4. Ubicado en las salas del Palacio de Bellas Artes.

5. Instituto Nacional de Antropología e Historia.

 

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(ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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