Ilustración: Fabricio Vanden Broeck.

Breve manual de zoología política: Trabalegábalo blanco

Para construir este bestiario escogimos a los diez políticos más representativos de nuestro atribulado país. Uno de ellos es un monstruo de dos cabezas, ambas corruptas. De tierra, agua y aire, los animales imaginarios aquí descritos han conquistado con méritos sobrados su derecho a figurar en esta taxonomía del despropósito y la zafiedad. Invitamos a nuestros lectores a ponerles nombre y apellido.
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Trabalegábalo blanco

Durante más de media vida aborrecí al fabuloso trabalegábalo blanco. Aborrecí sus pezuñas descendiendo laderas con una tesitura de granada de mano. Aborrecí su peluda cornamenta majestuosa, sus ojillos de santo, su rojiza y pelada calavera furiosa destellando en concursos de belleza vocal. Pero lo que más odiaba, lo que realmente me provocaba una ira pétrea, era su habilidad para escupir (a una velocidad en sus mejores campañas homicida) deposiciones varias que con la jeta levantaba, cada tanto, del piso. Era esto un milagro de extraño ardid bucal: colectaba una hoja de parra con su lengua, sorbía sonoramente las incidencias fecales y, con solo un golpe de quijada, envolvía todo aquello en vegetales nervaduras como si de un fresco habano se tratase. Almacenaba el guato pestilente en su buche, curando [¿cuidando?] claro de nunca masticarlo; reservándolo todo para zaherir a quien osara importunarle.

Me sorprendió por eso notar, últimamente (ahora que los hijos del carnicero Abundio lo capturaron y separaron del rebaño salvaje, lo cegaron y caparon en un establo oscuro, le enseñaron a mugir en escalas menores), que se ha vuelto un bicho manso, incluso un lúcido comentarista de la miseria real. Me ha dicho, en un aparte: “Me tratan dignamente. Se dirigen a mí con la palabra ‘Usted’. Me dan mis piezas de sal, mis medicinas. Y me miman con potajes deliciosos.”

A todo esto sonaba satisfecho. Pude notar, al fin, a qué especie corresponde el prodigioso trabalegábalo blanco: se trata de una agrícola vaquilla. ¡Y yo que, aborreciéndolo, llegué a tragarme los rumores mitológicos de su ascendencia grecorromana…!

Desde ese día, no he vuelto a abrir mis álbumes de zoología fantástica. Temo que todos los seres ahí representados se revelen de pronto en un claro esplendor: pollos, cabras, cerdos y borregos. Animales de granja glorificados por mi incapacidad para llevarlos uno a uno –como suelen hacer los hijos del carnicero Abundio– al rastro. ~

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