Paisaje con tirano y pastillas de fondo

Yo maté a un perro en Rumanía

Claudia Ulloa Donoso

Almadía

Oaxaca, 2022, 362 pp.

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De pocos libros puede decirse que en una o dos escenas contengan el secreto de toda su poética, quizá la síntesis misma de lo que buscan explicar, como ocurre con Yo maté a un perro en Rumanía, la primera novela de Claudia Ulloa Donoso (Lima, 1979). No es que el resto del argumento quede sobrando o sea innecesario. Es que la autora consigue, más o menos transcurrida la mitad de la novela, poner en recaudo toda la fuerza de la narración y sus imágenes, y destilar con crudeza lo que sucede en sus mismas entrañas. Allí, en medio de la nada, cruzando una autopista que los llevó a un pueblo olvidado donde les robaron los retrovisores de su vehículo, los dos personajes principales, una profesora de noruego para inmigrantes, y Ovidiu, el chofer de autobús rumano que recibió clase con ella en el país escandinavo, gastan sus últimos días en un viaje impostergable que a ella le salva de dejarse morir y a él le permite cumplir con dos compromisos a los que se obligó.

La profesora, cuyo nombre no se desvela y de quien se sabe que viene de un país sudamericano donde nace el río Amazonas, hurga en su cuerpo, suelta sin razón aparente unos billetes que le habían entregado a Ovidiu, y los deja ir con el viento, como si el dinero le estorbara, o más bien como si todo sentido para continuar viviendo y permanecer en el viaje que ambos hacen por Rumanía se hubiera extraviado en medio de la noche, el cuerpo y la mente ya en franca renuncia al peso de la vida. Inmediatamente después, cuando Ovidiu le reclama exasperado por qué deja ir los billetes, ella abre la puerta del Dacia que los lleva a la casa del hermano en un intento por tirarse a la vía, aunque se salva porque su amigo la sostiene del cuello para que no ruede por la autopista, inerte, desangrada, o con la cabeza explotada por el golpe con el asfalto caliente.

Es en este momento cuando se perfila muy claramente el sentido –o su indagación– del relato de Ulloa Donoso. Ahí están ambos personajes, de residencia fija en Noruega, aunque desanclados de su país de acogida, en la tierra natal de uno de ellos, lo que no les vale para encontrar su lugar, tal vez la razón de ese destierro inicial, cuando dejan a sus familias, amigos y paisajes, y buscan adaptarse a la comodidad relativa de las tierras escandinavas. La novela indaga los vínculos que sostienen las personas solitarias, fuera de su hábitat, y cómo estos van tramando sentidos que las mantienen con vida, por más que la sinrazón o el sufrimiento las haga caer en momentos de locura. Allí también está –más importante todavía– el intento de expresar el universo del delirio, de la enajenación. La voz y las acciones de la profesora no hacen sino sondear en el profundo abismo del dolor mental: su intento por desprenderse de todo lo que la rodea resulta una alegoría de la soledad y el horror, algo que le ocurre en plena llegada de la primavera, cuando el hielo está desapareciendo de las calles y los árboles de su ciudad, pero que a ella parece no inspirarle ningún optimismo. Ulloa Donoso escribe una novela ambientada en varios estados mentales, uno de ellos, no por ser el resultado de medicinas y estimulantes, menos profundo o siniestro que la realidad objetiva compartida por todos los personajes.

Yo maté a un perro en Rumanía, quitando su desafortunado título, también resulta ser un desafío al género literario. Por momentos parece un libro de viajes, por momentos un largo manual de educación sentimental de dos personas que procuran sostenerse en un suelo resbaloso: el de la extranjería y el del regreso a los años de infancia y crecimiento. Por momentos, también, la recopilación de anécdotas de una pareja que mantiene el deseo en tensión por más de trescientas páginas y cuya bitácora erótica aparece cuando lo permite el flujo de conciencia. Con él el lector también aprende que los prejuicios de Ovidiu están alimentados por la teleología de la superación personal, y que el deseo de la profesora sudamericana no está reñido con la antipatía y los arrebatos de violencia y desaprobación que le muestra a su huésped.

La relación de los dos compañeros de viaje, con el amor carnal suspendido en mitad de las incomodidades de un desplazamiento sin turismo, se llena de posibilidades en un país como Rumanía, de reciente incorporación a la Unión Europea, pero una tierra no domesticada todavía –cuya dictadura permanece fresca en la memoria–, lo suficientemente extensa, además, como para que su recorrido esté repleto de los azares de un territorio fallido: el prejuicio a los otros –es notable la forma como están caracterizados los gitanos, las más de las veces despreciados por los rumanos–, la migración como destino irremontable de las capas más jóvenes, la fragmentación de las familias, el lento ascenso de un capitalismo que llega con mayor enjundia a las ciudades grandes y a los balnearios de gente con poder adquisitivo, la absorción de la tecnología como promesa de prosperidad y diversión personal, y el paisaje colmado de ruinas del socialismo: matas de hierba creciendo en edificios públicos, palacios suntuosos, carreteras despostilladas, pueblos silenciosos donde mandan burócratas que apenas trabajan.

Ese escenario improbable parece llenarse de vida cuando es contrastado con la gélida eficiencia noruega, convocada por la mente de Ovidiu como una casa donde transcurre una porción de su vida sentimental y laboral, pero que lo ancla y condiciona a ser un eterno extranjero para el que el caos y la corrupción rumanas son marca de nacimiento. Ovidiu queda desplazado entre el aquí y el allá, y parecería que únicamente su experiencia con un personaje como su exprofesora, siempre extranjera aunque mejor integrada, le obsequia cierta estabilidad para preguntarse quién es realmente, cuál es su país, y por qué ella requiere de medicinas.

La obra de Ulloa Donoso brilla tanto en sus descripciones de curioso road trip que los personajes emprenden por Rumanía, como en la puesta en escena de un mundo paralelo, administrado y contado con delicadeza y sin amarillismo, de la vida de una viajera inquieta bajo los efectos sedantes del alcohol y las benzodiacepinas. Su prosa diáfana hila un relato donde se mezclan narradores –un perrito, el primero de ellos– y diálogos, escenas ridículas por patéticas, y dolorosas por creíbles, hasta que la aventura llega a su fin. Más que truculencia, lo que ofrece la novela son pruebas de que la vida de los inmigrantes en los países privilegiados del oeste europeo puede ser inverosímil pero real, y triste y seca sin la valentía que exige a veces el vínculo de la amistad. ~

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es crítico literario en Letras Libres e investigador posdoctoral.


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