Brian Nissen

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El pintor y escultor Brian Nissen, nacido en Londres en el fatídico 1939, estudió en la Escuela de Artes Gráficas de Londres y en la Escuela de Bellas Artes de París. En 1963 llegó a México, donde radicaría hasta 1979, cuando se mudó a Nueva York. Ha expuesto, entre otros lugares, en el Museo de Arte Moderno de México, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, el Museo del Barrio de Nueva York, y la Galería Whitechapel de Londres. En 1980 se hizo acreedor a una beca Guggenheim, en 1983 realizó Mariposa de obsidiana para el Museo Tamayo de México, exposición alrededor del poema en prosa de Octavio Paz, y en 1992, invitado por la Generalitat de Cataluña, participó en las celebraciones del Quinto Centenario con la exposición Atlántida. Otras exhibiciones suyas son la serie Cacaxtla (Cooper Union de Nueva York, 1993), Chinampas (Museo del Barrio en Nueva York, 1998), Límulus (City University de Nueva York, 2001) y Cuatro cuartetos (Museo Tamayo de la ciudad de México, 2006). Ese mismo año realizó la escultura Manantial, para el Paseo de la Reforma de la ciudad de México.

La presente entrevista se realizó en su departamento de los edificios Condesa que comparte con su mujer Montse Pecanins y tiene como disparador inicial la publicación de su libro Expuesto / Reportes y rumores en torno al arte y el arte de Brian Nissen (DGE/Equilibrista-UNAM, 2008), donde, además de los ensayos escritos por el pintor, se incluyen textos sobre su obra firmados por un grupo notable de autores y críticos de arte.

 

¿Cómo fue tu niñez, durante los años de la Segunda Guerra Mundial?

Yo nací en junio de 1939, y la guerra estalló en septiembre. Vivíamos en Londres. Un año y medio después, cuando la invasión alemana era inminente, evacuaron a todos los niños del sur de Inglaterra, sobre todo de la capital, y los alojaron en familias por todo el país, hacia el norte. Mi padre, que era filatélico, como mi abuelo, nos llevó a Llangollen, un pequeño pueblo en Gales –él iba a su oficina en Londres durante la semana. Luego vinieron los bombardeos. Después de la guerra regresamos a Londres, a nuestra casa de Hampstead.

En Gales había una escuela dirigida por Kurt Hahn, un maestro alemán muy conocido por sus teorías de educación. Había huido de Alemania en 1933 y fundado una escuela llamada Gordonstoun en el norte de Escocia. Durante la guerra la escuela fue ocupada por el ejército y se mudó a Llandinam, muy cerca del pueblito donde vivíamos. Mi hermano mayor asistió a esa escuela y luego, después de la guerra, cuando volvieron a Escocia, fuimos internados los dos allá. Yo tenía apenas siete años. Era lo que se llama en Inglaterra una “escuela pública”, que en realidad son escuelas privadas, pero en este caso particular los padres pagaban según sus ingresos. Era un lugar de disciplina férrea, pero muy liberal en otros aspectos. En aquel entonces hablaba yo con un poco de acento escocés, cosa que me ayudaría muchísimos años después para aprender a pronunciar las “erres” españolas.

 

¿Y cuándo dejaste Escocia?

A los doce me fui a Saint Christopher’s, otro internado más cerca de Londres. A los quince me inscribí en una escuela de arte. Compartía casa con algunos compañeros y, para subsistir, alrededor de los dieciséis o diecisiete años comencé a trabajar haciendo ilustraciones de libros. Como tenía mucha mano con el dibujo, hacía también ilustraciones de moda, no creando los diseños sino dibujando modelos que vestían la ropa. Siempre he tenido facilidad para el dibujo. Me fue muy bien: a los diecinueve años estaba ganando mucho dinero.

 

A un mexicano sorprende que toda tu educación formal se diera fuera de la casa familiar, en internados.

Sí, es otro mundo. Los vínculos familiares son mucho más autónomos. Aquí la idea de que los niños vayan lejos a un internado es impensable; allá era algo común, como salir a los quince o dieciséis a ganarse la vida.

En Londres no asistí mucho a la escuela de arte. Iba a museos, leía, pintaba y dibujaba todo el tiempo. Nunca he enseñado arte, en parte porque siempre estoy aprendiendo y porque pienso que el valor de una escuela de arte no descansa en lo que enseñan los maestros sino en el vínculo entre los estudiantes. No se puede enseñar a pintar y dibujar; son cosas que se aprenden con la práctica, viendo, asimilando, conversando. Es más, muchas veces los maestros apagan más talentos de los que iluminan. Lo que puede hacer el buen maestro es darle cuerda al estudiante, entusiasmarlo.

 

¿Cuándo supiste que te ibas a dedicar a la pintura?

Dibujaba desde niño. Era mi pasión y jamás pensé hacer otra cosa.

 

¿Conservas obra temprana?

Sí, tengo cosas, que ahora me parecen malísimas.

 

Pero de alguna manera esa vida de próspero ilustrador no te satisface y decides irte a París. ¿Cómo recuerdas tu vida parisina en esos años?

Estaba inquieto con lo que estaba haciendo. Tenía veintiún años y un único objetivo: pintar. Así que me fui a París para inscribirme en la École des Beaux-Arts, más que nada porque así podía vivir con muy poco dinero. Tener el carnet de estudiante me permitía comer por un franco al día. Me planteaba vivir del dinero que había ahorrado y dedicarme sólo a pintar. Viví como un año y medio en París, trabajando mucho y absorbiendo la cultura de esa gran cuidad.

En París no asistía mucho a los cursos de Bellas Artes, porque eran bastante patéticos. Uno se apuntaba a un atelier a cargo de un maestro, generalmente un pintor mediocre. Ese maestro llegaba el sábado por la mañana, hablaba con las dos o tres chicas guapas que había y eso era todo. Así que yo sólo iba a dibujar a los modelos. Muy cerca de la escuela estaba la gran ruina de la estación de Orsay. El edificio estaba completamente cercado, abandonado, con los raíles llenos de agua. Yo me metía ahí por un hueco y soñaba con que ese era el mejor estudio del mundo, pensando: “Del andén 11 al 13 voy a pintar, del 5 al 7 hago grabado, y en las demás, escultura.” Cuando lo vi hecho museo me dio una rabia terrible, porque lo restauraron de una manera que iba en contra de su magnífica estructura original. Puedo decir que yo conocí ese edificio en la intimidad.

El París que yo viví era el de la guerra con Argelia. La ciudad era sucia, como Londres, y también había mucha violencia por el conflicto colonial. Ahora, cuando uno ve París limpio, lo puede apreciar en todo su esplendor.

 

¿Y cuándo y por qué decides dejar París para ir a México?

Yo tenía la idea de irme a un lugar donde pudiera sentarme tranquilamente durante un tiempo y dedicarme a pintar. En eso leí Bajo el volcán y descubrí cuál sería ese lugar. La culpa es de Malcolm Lowry. Yo no conocía nada de México, pero ese libro definitivamente tocó un nervio y lo decidió por mí. Vine a México en barco desde Francia pasando por Nueva York y hasta el puerto de Veracruz, y de ahí por tierra a la ciudad de México. No pensaba quedarme más de tres o cuatro años. Llegué sin conocer a nadie, sin hablar español, completamente perdido, como si hubiera llegado a la luna. Andaba en la ciudad tratando de conectarme, cuando alguien me habló de un tal Ian Canning, un ceramista inglés que vivía en Xalapa, así que fui a buscarlo. Tras muchas vueltas di con él. Canning me recomendó instalarme en San Miguel de Allende, donde había vivido, cosa que hice. En ese época no era más que un pueblito, y ahí conocí a Joy Laville, la primera amistad que hice en México. Me instalé en el pueblo, renté una casa y me senté a pintar. Cada día caminaba horas y horas por el llano semidesértico, fascinado con su paisaje. Allí viví como año y medio, viniendo de vez en cuando a la ciudad de México.

Poco a poco empecé a contactarme. Hice una exposición en la galería de Antonio Souza y empecé a conocer a gente, entre otros a Montse Pecanins y sus hermanas. Luego me mudé a la capital y monté un estudio en Tacubaya, justo enfrente del bosque de Chapultepec. Expuse en la nueva Galería Pecanins y mis tres o cuatro años en México se convirtieron en dieciocho.

 

Viniendo del corazón del clasicismo, que sería París y, en general, Europa, ¿cuál fue el impacto visual de México? Pienso en ese texto de Nooteboom, en Hotel nómada, sobre la primera vez que entró en la sala mexica del Museo de Antropología e intentó entender las esculturas aztecas, fantásticas y terribles a un tiempo.

Cuando llegué a México, empecé un largo proceso de desaprendizaje, y seguramente ni siquiera tenía conciencia de ello. Para empezar, acostumbrado al bondadoso y dulce paisaje inglés, el encuentro con el hostil y árido paisaje del Bajío fue asombroso. Lo encontré muy bello y con una fuerza tremenda. Cuando era chico, mi educación todavía estaba teñida de valores imperiales que afirmaban las supuestas glorias del Imperio británico y de los héroes que lo crearon. Sobra decir que uno tan joven no suele cuestionar esas cosas. Como ser pensante, ya de adolescente, me deshice de ese lastre. Pero de todas maneras llegué a México cargado de valores culturales y políticos que consideraba “justos”.

 

Además, el imperio se desmoronaba día a día.

Sí, pero en Inglaterra no se daban cuenta. Casi toda Europa estaba destruida, pero Gran Bretaña fue el país victorioso. Los soldados volvieron a casa a celebrar su triunfo y tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que la victoria vino con el precio de un país económicamente arruinado. Recuerdo con qué ingenuidad se festejó el fin de la guerra en el pueblo galés en que vivía. Era muy pequeño, antiguo, y se reunió todo el pueblo en el mercado –un mercado chiquito, de borregos–; los soldados colgaron un muñeco de paja con un bigote a imagen de Hitler, al que todos lanzaban piedras y disparos y maltrataban.

 

En cualquier caso, vienes de esa suerte de cultura imperial y ordenada. ¿Qué descubres en México?

Empiezo a darme cuenta de otros valores. Por ejemplo, percibí una sistema de justicia totalmente distinto, que no me parecía muy deseable, pero que me permitió notar que la idea que tenía de la justicia británica era muy relativa. Empecé a entender que esos valores no eran tan maravillosos como parecían, sino que estaban cubiertos con tal capa de cultura y tradición que no se dejaban ver en toda su dimensión. México me hizo cuestionar todas esas cosas, por eso digo que fue un proceso de desaprender muchas cosas con las que venía cargado. Fue un encuentro decisivo.

 

¿Cuándo descubres el arte mesoamericano, que ha sido central en tu arte?

Ese es un punto peliagudo, porque la gente suele malentenderlo. Lo que me impactó del arte prehispánico no era tanto su aspecto estético sino antropológico. Me hizo cuestionar mis ideas sobre el arte en general, que estaban más bien enfocadas en sensaciones estéticas. Lo que encontré en el arte prehispánico, y me apasionó, era el concepto del objeto de arte como objeto ritual, mágico, en el sentido de que es una cosa cuya esencia está dotada de poderes. Una obra que actúa como un imán espiritual, y cómo esos poderes operan sobre el espectador. También me fascinaba el caso de un arte que entraba en todos los aspectos de la vida social de la comunidad. En esos pueblos, que no tienen siquiera el concepto de Arte o Belleza, el cual nos viene en Occidente de los griegos, esa idea del objeto ritual, por decirlo de alguna manera, tocaba todos los aspectos de la vida cotidiana, cosa que me parece muy deseable y atractiva. Algo muy distinto a la idea demagógica de un arte dizque democrático.

 

Por eso te sorprende tanto descubrir que la escultura de la Coatlicue tiene elementos que no son visibles. No tienen una función estética sino de significado.

Así es. Fue algo que me influyó tremendamente. Para nosotros lo que no es perceptible en el arte no existe. En las culturas rituales mesoamericanas no importa si una manifestación física está a la vista o no; igual cumple su función ritual y simbólica. Me parece una gran metáfora para entender el sentido de un objeto mágico y las fuerzas que se desprenden de él.

 

Creo que en México hay mucha demagogia sobre Mesoamérica, impulsada por los gobiernos de la Revolución e incluso antes, por el Porfiriato: se alaba a las civilizaciones indígenas pero se desprecia al indígena que está cruzando la calle. Eso creó una educación muy rara que hace que los mexicanos nos sintamos herederos culturales de los aztecas o de los mayas, cuando es obvio para mí que nuestra genealogía cultural tiene mucho más que ver con Occidente, España, el catolicismo, los misioneros franciscanos. ¿Tú has reflexionado sobre esto?

Sí, mucho, y constantemente se manifiesta ese problema, dentro y fuera de México. En el país el gobierno sigue promocionando el arte popular, el arte prehispánico y el muralismo, exportándolos como bandera de la cultura mexicana en detrimento del arte contemporáneo. Fuera de México existen visiones y versiones distintas. Hace poco hicieron una magnífica exposición de arte azteca, que se inauguró en Londres, después pasó a Berlín y luego a Nueva York. Me fascina siempre ver cómo reacciona la gente de distintos países ante ese tipo de exhibiciones. En Londres fue un exitazo, pero los medios, la prensa y todo el mundo sólo hablaba de lo sangrientos que eran los aztecas. La visión europea de México siempre ha sido de orden exótico y romántico. La estadounidense es otra cosa: paternalista, una visión equívoca, condescendiente e intolerable. En Europa se ve la cultura mexicana con más respeto, pero igualmente está prejuiciada.

 

Lo curioso es que desde México también tenemos una visión romántica de ese pasado.

Sí, es algo retorcido y complicado. Mientras en Londres la museografía de la exposición de arte azteca era completísima, con cada pieza documentada en gran detalle, en el Guggenheim de Nueva York no había nada. Las fichas sólo señalaban el nombre de la pieza y la fecha probable, ningún dato más. Yo creo que la idea era mostrar esas piezas simplemente por sus valores estéticos, cosa que conduce a una lectura falsa e incompleta. A tal grado que en una de mis visitas a la exposición, estaba viendo una escultura casi de tamaño natural de un Xipe Totec –esas figuras llevan una prenda ritual en forma de escamas y son representaciones de los sacerdotes que bailaban ritos de muerte vestidos con piel humana recién desollada– cuando escuché a mi lado a una muchacha comentarle a su pareja: “Oh, that’s such a cute dress!” Si llega a saber lo que era, se horroriza. Eso demuestra lo equívoco que es imponer una lectura parcial, esteticista.

 

Eso me recuerda la museografía del Museo du quai Branly, en París, dedicado a las culturas no occidentales, que no tiene ningún interés ni respeto por el contexto en que se crearon las miles de piezas de sus vitrinas.

Eso pasa todo el tiempo. Se interpreta el arte “primitivo” fuera de su contexto cultural. Me acuerdo cuando reabrieron el Museo de Arte Moderno de Nueva York con una exposición titulada el “Primitivismo en el arte moderno”. Era tal el despropósito que ponían, por ejemplo, una figura de Oceanía con los brazos abiertos junto a un cuadro de Roberto Matta con una figura en la misma postura, como si ambas piezas tuvieran algo que ver entre sí. Total, cada cultura ve a las otras a través de sus ojos y prejuicios.

En mi libro Expuesto cuento la molestia de Rufino Tamayo al ver su retrospectiva en el Guggenheim de Nueva York enmarcada dentro de la tradición mexicana mesoamericana y artesanal, cuando Tamayo era un pintor moderno cuyo idioma visual fue formado por la escuela de París, dentro de la genealogía del cubismo y el fauvismo.

 

¿Cómo era la vida artística y cultural en los años sesenta y setenta en la ciudad de México?

Hay momentos en que la cultura y las redes sociales florecen, quién sabe por qué. Son confluencias de un lugar, un grupo de gente y ciertas circunstancias concretas, y la ciudad de México vivó uno de esos escasos momentos en los años sesenta. Aunque el muralismo estaba agonizando, y se mantenía como pura retórica y demagogia, era el arte oficial promovido por el gobierno. Llegó a ser una tiranía en las artes plásticas, y la reacción ante esto dio un gran impulso a la nueva generación de pintores. Al rechazar el muralismo se desarrolló un arte nuevo, un lenguaje contemporáneo para las artes plásticas en México.

La ciudad era diferente, más vital y dinámica, más accesible, y no sólo por las razones obvias del tamaño. Un fenómeno curioso de aquella ciudad de México es que su comunidad artística era muy hermética, intelectualmente incestuosa. A diferencia de los chilenos, los colombianos, los brasileños o los argentinos, los pintores mexicanos no sentían la necesidad de ir a Europa ni de seguir a las vanguardias americanas de cerca. Por eso la cultura en México no estaba tan sujeta a las modas internacionales, y en ese grupo de jóvenes pintores cada quien pintaba con un idioma propio, cosa que era muy especial en su momento. Además, en esos tiempos los pintores se mezclaban con cineastas, escritores, actores, músicos y poetas, creando un intercambio muy rico y un espíritu de lucha común para imponer culturas nuevas y contemporáneas en el país.

 

¿De ahí tu amistad con Octavio Paz o Luis Buñuel?

Sí, pero no sólo con ellos sino con mucha más gente, como Tomás Segovia, Gabriel Figueroa, Rufino Tamayo, Arturo Ripstein y Juan Ibáñez. Hicimos muchos proyectos juntos, en teatro, cine, libros y exposiciones. Fue una etapa muy creativa en la vida de la ciudad que no se ha vuelto a repetir. En su momento ese fenómeno de una comunidad cultural no se daba ni en Londres ni en París.

 

Son los años de esplendor de la Casa del Lago, de Poesía en Voz Alta…

Sí, y del Salón Independiente, y del Nuevo Cine…

 

En el ámbito de la pintura, ¿recuerdas alguna exposición emblemática de esos años?

Recuerdo mucho un trabajo que hicimos en conjunto ocho o nueve pintores, entre los que estaban Lilia Carrillo, Manuel Felguérez, Arnaldo Coen, Vlady, Francisco Corzas, Fernando García Ponce y Roger von Gunten. La idea era pintar grandes telas para los muros del pabellón mexicano en la exposición universal de Osaka, en 1970. Se realizó por iniciativa de Fernando Gamboa, una figura reconocida, director del Museo de Arte Moderno y un amigo que me apoyó muchísimo en esa época. Las pintamos en una fábrica al sur de la ciudad, donde íbamos todos los días, cada uno trabajando en su mural gigante. Como eran muy grandes, pintábamos con escobas, cubetas de pintura acrílica –el óleo era obviamente muy mala idea, salvo para Vlady, quien se empeñó en usarlo, con malos resultados, ya que al final, como no secaba, tuvimos que ayudarlo a raspar su tela para poder enrollarla y mandarla a Japón. Un día estaba subido al andamio, y echándome hacia atrás para ver lo que iba haciendo, se cayó el andamio encima del mural de Lilia Carrillo, y corto una parte, para gran pena mía. Ella me dijo que no me preocupara, lo cosió e incorporó las roturas al mural, que fue el que mejor quedó al final. La obra se llevó a Osaka, pero al llegar se dieron cuenta de que el pabellón tenía otras medidas y no los montaron. Una vez las obras se expusieron en el aeropuerto de la ciudad de México; después quedaron olvidadas. Hace unos ocho años Manuel Felguérez las rescató y las llevó a su precioso museo de Zacatecas, donde habilitaron un gran salón ex profeso para exponerlas. Es la primera vez que el público puede gozar de esos murales.

 

¿Y quién era más o menos tu grupo compacto?

Manuel Felguérez, Vicente Rojo, Gironella, Gurrola, Juan García Ponce… Recuerdo que en los edificios Condesa donde vivíamos entre artistas, escritores y actores, había un jardín en el que jugábamos futbol con los niños. Juan José Gurrola era nuestro portero y después de cada gol que nos metían los niños agarraba un palo de la portería y la hacía más pequeña. Aun así seguían entrando los goles, y los niños apodaron a nuestro portero “el tramposo Gurrola”. En fin, era una época muy irreverente, divertida y rica. Había entre nosotros el deseo, tal vez un poco naïf, de llevar el arte nuevo como bandera, lo cual nos daba una energía increíble.

 

¿Por qué decides entonces dejar la ciudad y trasladarte con tu mujer, Montse Pecanins, a Nueva York?

En 1978 llegó el momento en que sentí la necesidad de otros horizontes. Mis opciones eran, por un lado, Londres, mi ciudad natal, o Barcelona, cuidad natal de Montse, o Nueva York, donde ya había expuesto, iba a menudo y tenía una galería que manejaba mi obra. Me decidí por esa ciudad, además de por su energía increíble, por ser punto intermedio entre México y Europa. Desde entonces conservo casa y estudio en México, pero vivo en Nueva York.

 

En tu obra descubro un deslumbramiento ante ciertas formas de la naturaleza. Una serie completa de tu trabajo es el que desarrollas a partir del “cangrejo herradura”.

¿Por qué te fascinó tanto?

No hay más que ver el bicho para descubrir lo extraordinario que es. Así de sencillo. Uno siempre está no sólo deslumbrado sino acojonado frente a las formas de la naturaleza; viendo esos prodigios, ¿qué hace uno? Lo único que nos queda es el asombro y aprender de ellas. Cuando vi al cangrejo en las playas de Nueva Inglaterra –Limulus polyphemus es el nombre científico de esta especie–, no sabía que iba a convertirse en materia de trabajo. La idea me vino al trabajar con cerámica. Esos temas me vienen de manera orgánica, no son propuestas a priori, y una vez que arranco me piden ir más y más adentro. Me pasó lo mismo con Mariposa de obsidiana, que fue una sugerencia de Octavio Paz: casi de manera natural fueron saliendo obras y más obras.

 

Es como si te metieras en un canal de investigación. Lo agotas y pasas a otro, ¿no?

En efecto. Hay obras mías que aparecen como una serie. Es como encontrar una veta rica y la vas minando hasta que se agota.

 

¿No te da miedo que una pieza sola se descontextualice o no se valore en su justa medida? Porque eres más bien un artista de series; pienso en Límulus, en Mariposa de obsidiana, en Cacaxtla, pero también en la serie Atlántida o en tus códices y Chinampas.

Me gusta trabajar en series, porque brindan la posibilidad de profundizar en un tema y verlo desde distintos ángulos Esos temas aparecen de repente y piden trabajarse de determinada manera, pero no es que me proponga crear una serie desde el principio. Simplemente voy explorando todas las posibilidades de un tema, sin un plan preconcebido. Por otro lado, pienso que cada una de esas obras tiene que valer por sí misma, con o sin la serie que le dé sustento.

 

Mariposa de obsidiana se desprende del poema en prosa de Paz. ¿Cuál fue tu relación con este texto?

La serie brotó de una frase del poema en que la diosa dice “De mi cuerpo brotan imágenes”, y eso se me hizo irresistible. Pensé: “Ah, ¿sí?, pues habrá que inventar esas imágenes, hacerlas visibles.”

 

En Mariposa de obsidiana hay muchas referencias históricas y antropológicas, pero a través del lenguaje del arte moderno. ¿Cómo es este proceso?

Te doy un ejemplo. En el templo de Quetzalcóatl de Teotihuacan hay imágenes de la mariposa, la diosa Itzpapálotl, que tienen círculos de obsidiana incrustados en las alas. De allí me vino la idea de insertar discos de música hechos de vinilo en las alas, como un eco moderno de esa piedra antigua. Me fascinaba la idea de que los surcos de esos discos, algunos de ellos rotos, escondían adentro sonidos que en otro tiempo se podían escuchar.

 

Algo así como el caso de la Coatlicue: un mensaje oculto en el objeto de arte.

Así es. Además, me fascinan esos cruces y correspondencias entre lo antiguo y lo moderno, jugar con ellos e integrarlos en mi obra, aunque siempre consciente de que mi idioma plástico es el del arte moderno.

 

En la exposición en el Museo Tamayo de Mariposa de obsidiana no sólo presentaste toda una serie de piezas que se desprendían del poema de Paz, en distintos formatos y con distintos materiales, sino que creaste una coreografía de danza para la inauguración. ¿Cómo concibes tus exposiciones?

La exposición de Mariposa de obsidiana me brindó la oportunidad de indagar desde muchos ángulos. Del poema salieron muchas imágenes, que realicé en distintos materiales. En aquella ocasión le pedí a Octavio que grabara su voz, por un lado para mi colección de poesía hablada –a mí me gusta más escuchar poesía, bien leída, que leerla–, y por otro para que tuviera presencia en la muestra. En unos estudios grabamos el poema y una música que había encargado a Carles Santos, un maravilloso músico catalán y buen amigo mío. Él nos compuso unos ocho minutos de música en la que aparecía su voz y la de Betsy Pecanins. La voz de Octavio junto con la música dura dieciséis minutos. Para acompañar la voz y la música, ideé una coreografía, para lo cual acudí al grupo Nueva Danza en México de Elsy Contreras. Con cuatro bailarinas y un contorsionista, a partir de dibujar un storyboard, pensé en un caleidoscopio de insectos, formas que se componían y descomponían unas en otras. Una metamorfosis bailada. Las cuatro bailarinas aparecían como una sola figura en movimiento. Esto ocurría bajo la gran mariposa que había hecho para la exposición. Por cierto, fue muy difícil conseguir al contorsionista; a los dos o tres circos a los que acudimos les parecía una mala broma. Finalmente encontramos a un “contorsionista intelectual” que estudiaba letras en la UNAM. Mi idea era trabajar el poema desde distintos medios y crear todo un ambiente. Octavio, cuando vio el montaje por primera vez, me dijo algo muy bonito: que no era una exposición de obras, sino que la exposición era en sí la obra.

 

Pasó también con la exposición Atlántida, con los cantos de ballena de sonido de fondo.

Sí, así es. Me gusta crear relaciones diversas en mis exposiciones.

 

De Mariposa de obsidiana se desprende una concepción unitaria del arte, desarrollada a través de distintos medios, y una relación profunda con la literatura. Esa actitud contrasta con la de ciertos artistas contemporáneos cuyo único afán es la provocación, pero sin una lectura del mundo detrás.

Tengo problemas con esa pregunta, porque por un lado hay artistas militantes, adeptos a escándalos prefabricados, kamikazes cuya obra es mera propaganda visual; pero por otro lado conozco artistas conceptuales sumamente cultos. Que me guste o no me guste la obra es otra cosa.

 

Me gustaría entonces que profundizaras un poco en tu crítica al arte conceptual.

El arte conceptual tiene el propósito de indagar en la propia naturaleza del arte. Se cuestiona qué es el arte, cuál debe ser su papel, su identidad, más desde el punto de vista filosófico que estético. Si uno lleva esta idea a sus últimas consecuencias, el arte se vuelve filosofía, cosa que puede ser interesante pero simplificadora, porque el arte abarca muchas más manifestaciones. Ante la mayoría de las obras de esta corriente me parece estar leyendo el menú en lugar de comer la comida… Pero bueno, ese es otro tema. De todas maneras, lo que importa de las corrientes del arte, sobre todo vistas a posteriori, es lo que las motiva, y las obras provocadas por esa motivación. Evidentemente hay movimientos importantísimos, como el dadaísmo, que dejó una huella tremenda y abrió muchos caminos, uno de los cuales lleva directamente al arte conceptual. Y creo que ese camino se ha ido cerrando hasta convertirse en un callejón sin salida. Me viene a la mente el libro del gran James Joyce, Finnegans Wake, que agotó un camino en sí mismo imposible de seguir.

 

Cuando uno revisa la trayectoria del artista moderno por antonomasia, Picasso, y sus distintas etapas, descubre que antes de ser un cubista y un “descompositor” de obras era un dibujante extraordinario, que tenía un dominio magistral de la técnica y que desde esa maestría es que propone su ruptura. En música se podría decir lo mismo de Stravinski, por ejemplo. Lo que uno echa en falta en los artistas conceptuales contemporáneos es que muchos de ellos no conocen los instrumentos del arte, empezando por el dibujo. Como si el arte ya no fuera necesario para cuestionar el arte.

Creo que es un poco aventurado hacer juicios sobre artistas que no tienen el don del dibujo. Yo pienso en artistas como Picasso o Matisse, que son tanto compositores como ejecutores; puede haber compositores que son un desastre tocando el piano y pianistas de gran talento que no saben componer música. Son dos talentos autónomos en cierto sentido. Y los artistas conceptuales de hoy serían más compositores que ejecutores. Otra cosa es que lo que componen tenga interés. Creo que el arte conceptual llevado a sus últimas consecuencias se encontrará en un callejón sin salida. El noventa por ciento de lo que sigue a Tristan Tzara, por una vía, y a Marcel Duchamp, por otra, son repeticiones sin interés.

Las vanguardias existen en momentos muy específicos, cuando las corrientes vigentes están desgastadas y se convierten en puro cliché. Llega un momento en que tiene que haber una rebeldía contra esas formas viejas, mediante un lenguaje nuevo. Las vanguardias no pueden ser una institución ni algo permanente, ni autosostenido. Cumplen su función, renuevan valores, abren caminos y se desvanecen dejando sus huellas.

 

En Expuesto abordas el tema de la originalidad en el arte y los dilemas artísticos y filosóficos de las falsificaciones.

Así es. Me fascina la cuestión de las obras de arte falsificadas. Por un lado, pone en evidencia a los expertos, a los que les falta el simple ojo sensible con el que podrían detectarlas. Pero sobre todo me interesa su aspecto metafísico. Si nadie sabe si una obra es falsa o un engaño y lo disfrutan igual que si fuera el original, ¿qué tan falsa es? ¿Y en qué momento deja de ser falsa una obra? Si el mismo artista hace una copia fiel de una obra original suya, ¿es falsa o no? Lo interesante en esto es que pone en tela de juicio el valor de la obra “original”, y me remito al famoso ensayo de Walter Benjamin sobre el papel del arte en la época de la reproducción mecánica. Él propone que la obra original es algo ya decadente y el futuro del arte está en la obra repetible, mecanizada, reproducible, y lo plantea además de una manera dogmática. Creo que esa visión es una aberración. Ahora, hay que tomar en cuenta el momento en que lo escribió, muy influido por el marxismo, por la idea de un “arte democrático”, que yo creo absolutamente equivocada, en tanto que el arte no es ni puede ser masivo; depende mucho de la sensibilidad, temperamento y capacidad de cada uno. No es un asunto de derecho. Pienso que todo el mundo tiene derecho a correr los cien metros en diez segundos, pero no todos lo pueden hacer.

Desde luego, las reproducciones han servido muchísimo para llevar el aprendizaje del arte a un público muy amplio. Eso es algo valioso que ha contribuido a la proliferación de museos, por ejemplo, o de un público que antes no existía. Y hay obras y medios concebidos para reproducirse, como el cine y la fotografía, perfectamente válidos. Sin embargo, apreciar obras a través de reproducciones plantea algunos problemas. La gente que conoce, por ejemplo, la pintura de Rothko por reproducciones no puede conocer realmente su pintura, sólo una imagen de ella. Imposible reproducir sus colores con fidelidad, colores que tienen que ser vistos a fuerzas en su tamaño original, si no pierden su efecto por completo. Conocer el arte a través de reproducciones es algo degradado, semejante a aquellos que toman muchas fotos durante un viaje y su memoria acaba estando limitada a esas fotos, no al recuerdo del viaje en sí.

 

Lo curioso es que esto, la reproducción y las falsificaciones, se pelea con la idea del mercado, que privilegia a unos artistas por su firma, ¿no crees?

El panorama en el arte hoy es muy complejo ya que efectivamente está sujeto a las exigencias del mercado. Cuando se puso de moda el expresionismo abstracto americano, cualquier cantidad de pintores empezaron a hacer manchas sobre manchas gratuitas. Distinguir las obras buenas necesitaba de un ojo entrenado. Lo que pasa ahora es que los mercados del arte se mueven por la celebridad del autor. La obra adquiere el aspecto de un fetiche de la fama de quien lo hizo. Al coleccionismo no le importa tanto la calidad sino la firma, y convierte a los autores en marca. De la misma manera subastaron las pantaletas de Jackie Onassis por sumas absurdas.

 

Otra cosa es cómo han proliferado los museos de arte contemporáneo y el apoyo público que reciben, sin que haya aumentado en la misma proporción el número de artistas.

El museo, en ciertos lugares, ha pasado a ocupar el lugar de la iglesia, en el sentido de que el público piensa en el valor espiritual del arte como una especie de virtud moral. Es muy complicado el fenómeno, pero creo que por ahí va: la gente piensa que ir a un museo los va a beneficiar de alguna forma, como si fueran templos de arte. Y van en manadas, a pararse durante dos segundos delante de la obra y registrarla sin verla realmente. La apreciación del arte no es una cosa gratuita ni fácil. Cuanto más se conoce, más se aprende a ver; cuanto más se ve, más se recibe. Creo que mucho de lo que se ofrece al público en estos días lo tiene muy confundido.

 

Volviendo a tu obra, en los bronces que trabajas el lenguaje moderno se toca con una técnica ancestral que se remonta a los egipcios y se mantiene igual en nuestros días.

Es seductor pensar que todavía existe una técnica que tiene miles de años y que no ha cambiado, cuando todo va a tal velocidad y lo que sirve hoy mañana ya está caduco. Ahora bien, este hecho obviamente no me influye cuando hago una obra en bronce, simplemente me hace gracia usar la misma técnica que los chinos o los egipcios antiguos.

 

¿Cuándo decides que una pieza tiene que ser de arcilla o cerámica o madera o bronce?

Decide por mí. Cada medio tiene su lenguaje, y me gusta mucho cambiar de uno a otro; cada medio tiene sus requisitos, impone sus condiciones y sus métodos. Un material enriquece el trabajo en otro. Por ejemplo, trabajar cerámica o arcilla se parece al dibujo por ser algo espontáneo y inmediato. Siempre he dicho que cuando trabajo la arcilla me siento entre niño y panadero. Con el bronce hago la pieza sin preocuparme demasiado en cómo se va a fundir –eso viene después– porque el proceso se impone; trabajar en madera o en piedra es distinto. Cada material tiene su idioma y su manejo.

 

¿Y cuál es el idioma que mejor manejas?

Todos me gustan por igual, es cosa de entablar un diálogo con la materia. Cada una tiene su gracia. El dibujo es algo muy especial, menospreciado como un arte menor. Es la facultad de manifestar un pensamiento en la forma física más sencilla. Por eso es importante que cualquier artista sepa dibujar. Creo que es un entrenamiento mental muy importante.

 

Entonces, cuando dibujas, ¿tienes primero la imagen en la cabeza y luego simplemente la plasmas?

No así de mecánico. Por lo general, la imagen sale por sí misma del juego de líneas y formas. En mi caso el proceso es inconsciente. Como método de trabajo, casi siempre empiezo con la mente en blanco. Sin saber qué va a suceder. Trazo unas líneas, unas formas y veo qué relación establecen entre ellas, y de ahí empieza a arrancar algo. Lo que sí creo es que es muy importante ser capaz de plasmar con exactitud una idea previa.

 

¿Cuál es la dificultad de explicar el arte plástico en palabras?

Hay cosas que son sumamente difíciles de verbalizar, como hablar del color. Y eso se nota mucho entre los críticos, que hablan de la línea, la composición, la forma, la anécdota, pero no tocan el asunto del color. Creo que el color sólo se expresa a través de la poesía.

 

¿Cuál fue la génesis de la serie Atlántida?

Fue por una invitación, en Barcelona, para participar en las celebraciones del quinto centenario del “encuentro”, o el “descubrimiento”, de América. Un asunto bastante polémico. Así se me ocurrió la idea de la Atlántida, por la conexión que tiene entre América y Europa. Yo pensaba que había que buscar algún eslabón América/Europa que no tuviera que ver directamente con esa cuestión tan controvertida. Y la Atlántida fue una de las primeras versiones del nuevo continente que llegaron a España. Además, el tema me pareció muy intrigante y rico para sacar imágenes, y por ello inventé esos grandes mapas marítimos de la Atlántida. Todos son una suerte de cartografía poética: hice unos volcanes de bronce y cuadros en relieve inspirados en lechos de mar. La obra de un artista es la manera en que expresa el mundo que lo rodea y su lugar en él. Y eso sin olvidar el humor. Somos como cajas de resonancia que captan y transmiten los sentimientos y pensamientos de nuestro tiempo y de una vida vivida. El humor es muy importante, pues el arte es una forma del juego, y crear una obra debe ser, o puede ser, también un juego.

 

Hay unas texturas en la serie Atlántida que me recuerdan a Tàpies.

Tàpies es de los grandes pintores de nuestro tiempo. Él inventó un lenguaje propio de la materia que es muy poderoso. Siempre me ha fascinado. Sus texturas cantan, hablan. Tiene una obra de una gran libertad y de una enorme fuerza que siempre he admirado. Crear es siempre un diálogo con el material que estás empleando.

 

¿Por qué decidiste crear tus propios códices?

Los códices prehispánicos me fascinaron desde que los vi por primera vez, y ya desde entonces empecé a hacer los míos propios. Estaban inspirados sobre todo en el formato de biombo que tienen. Es apasionante cómo están en la línea del dibujo narrativo, que arranca desde las pinturas rupestres y llega hasta los cómics. Lo que más me intrigaba es su lenguaje simbólico del color, algo que sigue siendo un misterio. Hay, por ejemplo, dibujos de ciertos dioses en los códices mexicas en que el dibujo es repetido varias veces, sólo que los tocados y detalles de indumentaria cambian de color. Y si, como ya dijimos, es un arte en donde no existen elementos decorativos –como sí los hay entre los códices mayas–, en donde todo es un discurso, entonces esto debe tener un significado. Si el dibujo es un texto, me parece obvio pensar que el uso del color también lo es. Este “lenguaje del color” me parece algo único en el mundo y nadie lo ha explicado. Esto es algo que me fascina de los códices mexicas.

 

¿Y cuál fue tu proceso de “apropiación” de la idea de las chinampas en otra serie de tu obra?

Las chinampas, aparte de su estética propia, tienen para mí una resonancia en el arte abstracto, que me parece muy interesante. Los pintores abstractos expresionistas ven la tela como una área donde suceden cosas, en particular el acto de pintar. Por eso muchos de sus cuadros están inconclusos de una manera propositiva, ya que si el cuadro, o la tela, es el espacio en que sucede el arte de pintar, una obra puede ser simplemente una etapa en ese proceso, detenido en cierto estado. Lo mismo sucede con las chinampas: las flores y los frutos que se cultivan están siempre en movimiento, gestándose, nunca son un acción definitiva ni terminada. De ahí nace mi fascinación.

 

¿Cómo ideaste la escultura monumental de El Mar Rojo en el centro comunitario judío Maguén David de la ciudad de México?

Como en la mayoría de mis obras, la génesis viene dada por las formas mismas. En este caso, fui a ver el muro donde se iba a colocar la obra y, de entrada, me impactaron dos cosas: el tamaño –46 metros de largo por cinco de alto– y el efecto de luz que producía una claraboya a lo largo de toda la pared. Era un muro bañado en luz. Enseguida pensé que tenía que producir un juego de sombras y que debía ser blanco. Empecé a trabajar varias maquetas, con la idea de ritmos yendo hacia un lado y ritmos yendo hacia otro. En una de ellas esos ritmos parten del medio, y me vino a la cabeza la idea del Mar Rojo separándose a los pies del pueblo de Israel que huía de los egipcios. La U en medio significa el paso, es una especie de túnel simbólico. Siendo un centro comunitario, religioso y cultural judío, el tema era perfecto, pero no fue preconcebido. Me pasó lo mismo con el Límulus: yo estaba trabajando unas cosas y de repente dije: “¡pero si esto es el cangrejo herradura!”.

 

Tu libro Expuesto está concebido en dos partes: por un lado, una serie de reflexiones tuyas sobre ciertos temas del arte y sobre tu propia obra, y, por el otro, algunos textos de críticos de arte y escritores sobre tu trabajo.

Así es. La primera parte es una visión personal, íntima del arte, con la que trato de comunicar algo del quehacer diario de un artista en su estudio, sus pensamientos y de la manera en que su vida está condicionada por los requisitos y exigencias de estar entregado y atado a una pasión que le hace crear e inventar cosas. Poder dedicarse al arte es una dicha pero también un reto duro: uno se pone a sus órdenes y se dedica a ello con todas sus fuerzas.

En la segunda parte del libro escriben otros autores acerca de mi obra, desde enfrente del escenario, con un punto de vista más analítico y crítico. Carlos Fuentes, Arthur C. Danto, Dore Ashton, Guillermo Sheridan, Alberto Ruy Sánchez y Eliot Weinberger, entre otros, pertenecen a un grupo de escritores excepcionales, pues escribir acerca del arte es un desafío especial, ya que reúne dos talentos distintos en una misma persona. Primero, precisa escribir y expresarse bien, y segundo, tener una sensibilidad visual profunda para poder dialogar y comprender una obra plástica.

La idea de juntar en un libro algunos de los ensayos y entrevistas sobre mi trabajo, publicados en la prensa y en catálogos de mis exposiciones, me vino porque muchas veces esos textos están destinados al olvido, pues la gente suele mirar las imágenes y no leer los textos que las acompañan. Considero que son textos que ameritaban ser conservados, así que pensé en reunirlos en un libro para que no desaparecieran, para que no corrieran la misma suerte que los notables cuentos y ensayos de Nabokov, Italo Calvino, Borges, Updike, Ray Bradbury o Norman Mailer publicados por Playboy, cuya avalancha de imágenes de tetas, nalgas y pelos públicos hacían olvidar la existencia de estos trabajos. Por suerte, alguno de esos textos fueron rescatados y publicados en libros, pero la mayoría ha desaparecido. ~

 

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(ciudad de México, 1969) ensayista.


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