Hay tres muros de arcilla horneados en aceite, arena blanca de grano grueso, rocas dispersas, un extenso espacio vacío, silencio. Detrás de los muros, los árboles mecen sus ramas. Es el jardín de arena de Ryoanji: un pequeño recinto rectangular construido para la contemplación del absoluto que, según la enseñanza de los monjes Zen, puede alcanzarse con los medios más sencillos. Construido en el siglo xvi en Kyoto, la belleza estática de Ryoanji representa uno de los momentos de mayor depuración en la tradición de los jardines japoneses. No es sólo su atmósfera neutral, su claridad, su calma. Es su despojamiento extremo, la forma en que el universo encuentra ahí su expresión más simple.
John Cage, también llamado el músico-filósofo, visitó el templo de Ryoanji durante su primer viaje a Japón en 1962. Se trataba de una escala natural después de su encuentro, veinte años atrás, con la filosofía oriental y el budismo Zen, un momento de alteración profunda que desembocó en una concepción musical enteramente nueva, quizá la más extrema del siglo XX. “La música –escribió Cage en sus Norton Lectures– está ahí antes de ser escrita.” El compositor ha dejado de existir. O por lo menos ha dejado de ser un artista que se expresa, para convertirse en un intérprete, alguien que pregunta. Cage desplazó así una serie de categorías que encontraba cada vez más paralizantes (la estructura compositiva, la armonía, la expresión) fundados en los pivotes del ego y la racionalidad, por otras (la no-intención, el azar y la indeterminación) que implicaban la renuncia absoluta al control de la pieza. Para alcanzar ese estado de no-intervención desarrolló un complicado sistema de composición determinada por el azar, usando el I Ching como dispositivo de posibilidades numéricas o sirviéndose de otros métodos, cada uno más heterodoxo que el anterior, como descubrir en las imperfecciones del papel todas las coordenadas de una obra futura.
No es extraño que la visión del jardín de arena se convirtiera de inmediato en una poderosa experiencia estética que Cage usaría más tarde para crear una de las piezas esenciales de su producción tardía. En el recinto de Ryoanji, quince rocas están distribuidas sin criterio alguno, en patrones de dos pares, dos tercios y un montículo de cinco. Nada ahí parece buscar un diseño específico, salvo la arena rastrillada como si fueran ondulaciones de agua bordeando una serie de islas. El principio ordenador del jardín japonés sigue el curso caótico del universo: la armonía fundada en un desorden aparente. Ese equilibrio entre la disciplina estricta del Zen y la libertad de espíritu (“la ausencia de orden, de límites acotados: la indeterminación”) es la cualidad que Cage practicó a lo largo de toda su obra.
Escrita entre 1983 y 1985 para diversas combinaciones de instrumentos, Ryoanji es una recreación de las formas del jardín: un lento pulso percusivo, separado por largos silencios irregulares, recuerda los guijarros blancos sobre el espacio vacío, mientras los glissandi instrumentales se curvan como si siguieran el contorno de las rocas.1 Según Cage, los instrumentos deben ser ejecutados suavemente “como un leve brochazo”, tratando de acercarse a los sonidos de la naturaleza más que a los de la música. Lo mismo sucede con las percusiones que deben permanecer imperceptibles “como si una tenue luz brillara sobre ellas”. Las partituras no reproducen notas sino fragmentos de curvas trazadas alrededor de quince piedras, cuya distribución fue asignada por el I Ching. Con excepción de las percusiones, que están anotadas con precisión, cada uno de los instrumentos sigue una trayectoria indeterminada, entre dinámicas que oscilan y se desvían, modificando sutilmente los colores y sonoridades. De esta forma, Cage creó una obra meditativa, silenciosa, donde volvía a poner énfasis en el acto de escuchar: Ryoanji es un espacio impredecible y difícil, de pulso inconstante, donde todo cambia bajo la apariencia de que todo sigue igual.
Algo semejante ocurre en el jardín de Ryoanji, cuya combinación de opuestos (la inmovilidad de las rocas, el oleaje de la arena) busca propiciar un estado mental distinto, eso que Cage llamó la “flexibilidad del pensamiento”: ver las cosas bajo una luz nueva, aceptar lo inesperado, desviarse del camino habitual. “El ser es infinito, aunque el espacio que lo contiene parezca limitado”: esa es la enseñanza del jardín de arena, cercado entre muros. Lo mismo sucede, diría Cage, con la profundidad de nuestro pensamiento que es infinita, rizomática, múltiple, aunque la razón parezca estar siempre cercada por sí misma.
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