Cuando el sistema totalitario se colapsó en los países de Europa Central y del Este, y muchos puestos políticos de importancia llegaron a ser ocupados por miembros de la anterior oposición, en gran parte intelectual —es decir, por los así llamados disidentes—, pensé, y lo expresé públicamente en muchas ocasiones, que teníamos algo con qué pagarle a Occidente por la gran ayuda que necesitaríamos de ellos.
Era obvio en qué debía consistir el apoyo de Occidente: esperábamos no sólo un importante respaldo económico para ayudarnos a poner nuevamente de pie a nuestras devastadas economías, sino también considerable asistencia para construir instituciones democráticas, para establecer el imperio de la ley, para crear condiciones de mercado y reconstituir nuestras sociedades civiles. Al mismo tiempo, asumimos que varias organizaciones e instituciones en el mundo democrático de Occidente no tardarían en abrirnos sus brazos. Después de que tantos políticos democráticos genuinos, o potencialmente democráticos, fueran aplastados por diferentes facciones de poder en nuestros países, y después de que la misma noción de política fuera destruida, era claro que aquellos que tomaran las riendas del poder en este nuevo periodo dramático, sin importar sus méritos cívicos, no tendrían ningún tipo de experiencia para ejercer el poder y, así, necesitarían una gran cantidad de apoyo y guía de Occidente. Y dado que Occidente, durante tanto tiempo y a un precio tan alto, había enfrentado a la amenaza del comunismo y simpatizaba con los esfuerzos de las naciones dispuestas a liberarse a sí mismas (aunque Occidente no carecía enteramente de culpa por su subyugación), era igualmente claro que querría, por una cuestión de principios y por su interés esencial, apoyar a estas democracias emergentes tras la caída de la Cortina de Hierro.
Recapitulando, después de casi diez años, debemos reconocer que esas tempranas expectativas se han cumplido en su mayoría, aunque no al nivel o tan velozmente como algunos ingenuos y entusiastas espíritus tal vez lo hayan imaginado en esos días. Pero, esencialmente, se han realizado. El indicio de importancia más reciente de que Occidente toma en serio nuestra libertad, y de que ha dejado de reconocer la larga y artificial división del mundo en esferas de influencia, es sin duda la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte para incluir tres nuevos Estados, todos ellos antiguos miembros del Pacto de Varsovia.
La pregunta que me persigue es si nosotros, también, le hemos dado a Occidente lo que éramos capaces de dar e incluso lo que debíamos dar como una forma muy especial de pago por su ayuda. No estoy seguro de que lo hayamos hecho.
¿Qué le hubiéramos podido y debido dar a las ricas y desarrolladas democracias occidentales? Yo estaba profundamente convencido de que debimos haberles dado el beneficio, en términos tanto intelectuales como pragmáticos, de la experiencia única dada a nosotros por la vida bajo condiciones totalitarias, y por nuestra resistencia a esas condiciones. Propiamente interpretada y explicada, esta experiencia puede instruir a cualquiera. Y debe tomarse en serio, no simplemente porque no debe permitirse jamás que tal sistema totalitario recurra, sino por razones mucho más profundas, razones que tienen que ver con los criterios generales de civilización, si se me permite formularlo así.
Nuestra experiencia con el totalitarismo nos enseñó que la sociedad siempre debe pagar, o estar preparada para pagar, por su libertad, por su independencia, por sus derechos humanos y por su prosperidad. Nos enseñó que nada es gratis, que los grandes sacrificios son a veces necesarios para llevar a cabo una buena causa, y que el último valor de tales sacrificios es intrínseco a ellos, y no a la seguridad o velocidad con que paguen dividendos.
Recientemente leí una colección de ensayos y editoriales de la persona que me otorgó hoy el Premio Gazeta, Adam Michnik, y mientras leía, me di cuenta de que aunque es un libro cabalmente político, su tema central es otra cosa.1 Su tema central es la conciencia humana, la cuestión de qué es decente y qué no lo es, qué es moralmente aceptable y qué no lo es; dónde es posible el compromiso y dónde no lo es, dónde residen los límites morales de la acción política, y cuándo el sentimiento de que uno se ha portado de manera apropiada es más importante que cualquier éxito parcial, visible, que pueda tenerse.
A lo largo de los años, los escritos de Michnik han confirmado lo que he creído desde un principio. Nuestra absolutamente básica experiencia histórica nos ha enseñado que, en el largo plazo, lo único que puede ser verdaderamente exitoso y significativo políticamente, debe primero y sobre todo —es decir, antes de que tome cualquier forma política— ser una respuesta apropiada y adecuada a los fundamentales dilemas morales de su tiempo, o una expresión de respeto a los imperativos del orden moral legados a nosotros por nuestra cultura. Es un entendimiento muy claro que el único tipo de política que verdaderamente tiene sentido es el que es guiado por la conciencia.
No digo esto como un moralista que desea sermonear a la gente y a los políticos sobre cómo comportarse apropiadamente, o ponerse a sí mismo como ejemplo. Para nada. Hablo exclusivamente como un observador, como alguien convencido de que el comportamiento ético es recompensado a largo plazo. Ciertamente, tal comportamiento puede llevar muchas veces al sufrimiento, y no puede esperarse siempre que ofrezca resultados positivos inmediatos. Aquí no necesito extenderme mucho sobre el tema, en un país en donde generaciones enteras han mostrado su voluntad de sufrir y morir por la libertad. El comportamiento ético recompensa no sólo al individuo, que puede sufrir pero es internamente libre y por lo tanto afortunado, sino primordialmente a la sociedad, donde decenas y cientos de vidas vividas así pueden crear conjuntamente lo que puede llamarse un ambiente moral positivo, una pauta, tradición o herencia moral continuamente revitalizada, que eventualmente se convierta en una fuerza para el bien general.
En suma, no dudo que la lección política básica que aprendimos viviendo bajo el comunismo es el reconocimiento de que el único tipo de política que tiene sentido es una política que surge del imperativo, y la necesidad, de que hay que vivir como todos deben vivir, y así —para formularlo con cierto dramatismo— hacerse responsable del mundo entero. La gente afortunada que no tuvo que vivir bajo el totalitarismo tal vez nunca haya aprendido esta lección con la misma urgencia con que los otros lo hicieron.
Tanto peor para ellos. Pues les será mucho menos obvio qué tan grandes son los peligros —provenientes de nuestra civilización— que amenazan a este planeta, y qué tan importante es, por bien de la supervivencia humana, que seamos capaces de renunciar a muchas cosas difícilmente renunciables, y de sacrificar mucho cuando nadie nos insta a hacerlo, y de actuar de maneras que, en el futuro visible, tal vez no signifiquen un beneficio obvio.
La dictadura del dinero, del lucro, del crecimiento económico constante, y la necesidad, que proviene de todo eso, de saquear la tierra sin meditar sobre lo que quedará dentro de pocas décadas, junto con todo lo demás relacionado con las obsesiones materialistas de este mundo, desde el florecimiento del egoísmo hasta la necesidad de evadir la responsabilidad personal, convirtiéndonos en parte de la manada, y desde la incapacidad general de la conciencia humana de mantener el paso de las invenciones de la razón hasta la alienación creada por el mero tamaño de las instituciones modernas: todos estos son fenómenos que no pueden ser confrontados de forma efectiva salvo a través de un nuevo esfuerzo moral, esto es, a través de una transformación del espíritu y de la relación humana con la vida y el mundo.
Me parece que incluso el próspero y democrático Occidente, y tal vez él en particular, necesita llevar a cabo cierto autoexamen moral que volvería impensable la idea de sacrificar el futuro por el presente. Y me parece que podríamos recompensar la gran ayuda que Occidente nos ha dado desde la caída de la Cortina de Hierro, entre otros caminos, o tal vez sobre todos ellos, compartiendo el beneficio de una experiencia que Occidente no ha vivido en las últimas décadas. Con ello quiero decir: el entendimiento de que actuar responsablemente y con una conciencia clara vale la pena.
¿Podremos articular esta experiencia y así ejercer una influencia positiva en la corriente general de la civilización actual? No estoy tan seguro. No estoy seguro de que no estemos poniéndonos al día con Occidente justo en las formas y maneras sobre las que hay que advertir a Occidente, es decir en formas que nos condenan, y por ende al mundo entero, a un futuro desolado. No estoy seguro de que hayamos desempeñado bien nuestro papel en la historia.
¿O es que nunca tuvimos ese papel y esta misión de dimensiones mundiales tan sólo fue la expresión de un deplorable orgullo revolucionario de mi parte? No lo sé.
Tiendo a la opinión de que no fue una expresión de orgullo de nuestra parte, y de que aquellos de nosotros que vivimos nuestras vidas bajo condiciones totalitarias de hecho desempeñamos, y continuamos desempeñando, ese papel. Y si no somos lo suficientemente persuasivos en compartirle al resto del mundo nuestra experiencia existencial más básica, entonces nos arriesgamos a haberla vivido en vano. –Fragmento del discurso leído en la recepción
del Premio Primera Década del diario polaco Gazeta Wyborcza.
— Traducción del inglés de Julio Trujillo
© The New York Review of Books