En Brooklyn, el metro se detiene en la última parada y desde el andén elevado puedo ver a la gente moverse abajo, escucho el rechinido del metal y los gritos del gentío. Mi corazón se acelera mientras bajo los escalones hacia Coney Island, donde, como cada 4 de julio de los últimos cien años, se concentran más personas que en ningún otro lugar del mundo.
Antes de adentrarme en la multitud de los parques de diversiones, antes de tomar un baño de masas en el paseo y en la playa, camino algunas cuadras para visitar a mi padre, el responsable de mi temprana y más duradera conexión con Coney Island.
Mi papá nació en Williamsburg, Brooklyn, y de niño venía los fines de semana a Coney Island. Su madre se mudó a Coney y vivió aquí en los sesenta y principios de los setenta en uno de esos edificios idénticos –habría una docena o más– que albergaban a miles de ancianos judíos en el barrio. Mi abuela era una inmigrante de Odesa que llegó de pequeña durante los pogromos, y en Coney Island se sintió como en casa. Al inicio del siglo XX más de una tercera parte de los residentes de la ciudad de Nueva York eran inmigrantes, y, aunque la mayoría de los millones de rusos y judíos del este de Europa se avecindaron en el Lower East Side, muchos se mudaron a Coney.
Al morir mi abuela, mi padre vivió en su departamento por varios años durante los setenta. Cuarenta años después, mi padre está viviendo nuevamente en esa misma zona, aunque ahora en una casa de retiro con vista a los juegos mecánicos de Coney Island. Empujo su silla de ruedas y nos dirigimos hacia el paseo frente al mar. Nos sentamos ahí y vemos las gaviotas volar encima de nosotros. Le digo que estoy aquí para escribir un reportaje sobre Coney Island. Me encantaría que mi padre me volviera a contar cómo era pasar tiempo aquí hace más de setenta años, cuando él y su amigo Mel Brooks (el futuro director de Hollywood) trabajaban llevando gente a ver a los fenómenos en la feria. O que me cuente de la vez que subió a una muchacha microcefálica a la montaña rusa Cyclone y, mientras ella gritaba de miedo, él le apretó un seno. Desafortunadamente, no me puede contar historias sobre Coney Island porque sufrió una embolia hace diez años, ahora tiene medio cuerpo paralizado y perdió la capacidad de hablar. Así que solo me queda imaginar lo que me habría dicho.
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Coney Island, esa pequeña franja de tierra en la costa atlántica de Brooklyn, fue primero una isla, pero hace siglos se rellenó y quedó unida al continente. De una u otra manera siempre ha sido un destino para los cazadores de tesoros. A pesar de que ni ellos ni tribu alguna vivió en ella, los indios canarsie la llamaron “el lugar sin sombras” y acudían a sus playas a recolectar conchas valiosas.
En 1609, cuando el capitán inglés Henry Hudson llegó a Nueva York a bordo de su navío, el Half Moon, convirtiéndose en el primer europeo en mirar lo que eventualmente serían los Estados Unidos de América, la primera franja de tierra que avistó fue la isla que más tarde se llamaría Coney –conejo en holandés, en honor a los únicos habitantes permanentes del lugar. Al día siguiente, Henry Hudson descubrió una isla más grande: Manhattan. Así como sucedió con la famosa compra de Manhattan, los holandeses les comprarían Coney Island a los indios locales por unas cuantas armas, pólvora y cuentas, una de las más grandes gangas en la historia de los bienes raíces.
En 1830, un grupo de piratas capturó un navío con un cargamento de plata mexicana. Como muchos otros después de ellos, perdieron la mayor parte del botín cuando abandonaron la embarcación en Coney Island y enterraron el resto en las dunas. Desde entonces la gente ha buscado tesoros enterrados ahí; por ejemplo, mis hermanos y yo, que nos arrastrábamos debajo de los maderos del boardwalk en pos de monedas o billetes tirados, o aquellos hombres con detectores de metal que repasaban la playa en busca de tesoros.
Los primeros hoteles junto al mar en Coney Island se construyeron a partir de 1840 y atrajeron a la clase adinerada e ilustrada de la ciudad de Nueva York por su tranquilidad y aire fresco. Herman Melville, Washington Irving y Edgar Allan Poe visitaron la isla en esa época, mientras Walt Whitman era un devoto de la “costa larga y desierta… donde, después de nadar, amaba correr de arriba abajo en la arena dura y declamar Homero o Shakespeare a las olas y a las gaviotas durante horas”. Contrario a Whitman, sin embargo, pocos visitantes se metían al mar, porque temían ahogarse o que el mar los drenara de las sales esenciales, y fue cosa de décadas y del beneplácito de los doctores lo que convenció a la gente de que podía nadar en el mar.
Las playas desiertas que ofrecían una alternativa a la vida ajetreada de las ciudades pronto dieron paso a restaurantes, cantinas, hipódromos y casas de apuestas que atraían desde Manhattan y los barrios populosos de Brooklyn a mucha gente de fin de semana. El Elephant de Coney Island, uno de los tantos hoteles enormes que atendían las necesidades de los visitantes, fue construido en 1885, hecho de madera y estaño, y con la forma de un elefante de 122 pies de altura. Una de las piernas era una tabaquería, la otra era un museo, algunas otras partes del cuerpo eran habitaciones (que en ocasiones se usaban como burdel), y la cabeza era un observatorio desde donde se podía admirar el mar. Este inmenso Elephant Hotel fue construido un año antes que la Estatua de la Libertad, pero incluso después de que la Señora de la Libertad presidiera sobre la bahía de Nueva York para dar la bienvenida a los migrantes, el primer vistazo que estas “masas cansadas, hacinadas esperando ser libres” tenían de América al llegar al Nuevo Mundo era el de las luces y las construcciones quijotescas del mundo fantástico de Coney Island. (Para el mundo, Estados Unidos siempre ha representado más un mundo de ensueño que una tierra de libertad.)
El Elephant Hotel fue apenas el primero en una larga lista de construcciones fantásticas en Coney. Las más grandes que aún están en pie, las que mejor definen el horizonte y los atractivos de la isla –como la Wonder Wheel, el Parachute Jump (también conocido como la Torre Eiffel de Brooklyn) y la Cyclone (de la cual dijo Charles Lindbergh que subirse a ella había sido más emocionante que su viaje en solitario sobre el Atlántico)–, son también de las más viejas. El amanecer del siglo XX vio la construcción de tres grandes parques de diversiones en Coney Island, cada uno más espectacular que el anterior. Luna Park, Steeplechase Park y Dreamland eran espacios cercados que albergaban cientos de construcciones y juegos fantásticos, la mejor expresión del vernáculo estadounidense en arquitectura y de una estética visionaria.
Dentro de estos tres parques de diversiones se exhibían varias ciudades en miniatura con su gente y su cultura exótica. “Las Calles de El Cairo”, inaugurada en 1897, era una recreación de las construcciones caprichosas y las callejuelas angostas al estilo de una kasba, con camellos y una bailarina turca apodada Little Egypt, la primera y más famosa practicante del hootchy-kootchy y belly dance en llegar a Estados Unidos. Miles de nativos de tierras distantes fueron llevados a Coney Island, incluyendo una tribu de doscientos doce indígenas filipinos hispanohablantes que utilizaban dardos envenenados, dieciocho argelinos que hacían trucos sobre caballos, una tribu de ciento veinticinco guerreros somalíes con el cuerpo marcado de cicatrices hechas por ellos mismos y una aldea hindú completa.
El Dreamland Circus Side Show, el primer gran espectáculo de fenómenos en Estados Unidos, creado en 1911, estaba dentro de una gran carpa decorada con pinturas de las criaturas que se exhibían en su interior. Las primeras versiones incluyeron albinos, enanos, un hombre tatuado al que se le anunciaba como una “galería de arte”, una salamandra humana, un hombre sin piernas, la mujer más gorda del mundo y los microcefálicos que mi papá conocía.
Así como Harry Houdini, quien en Coney realizó hasta veinte veces actos que desafiaban a la muerte como “La sustitución del baúl” o “La ilusión de la metamorfosis”, las ciudades fantásticas eran un asunto de ilusión y teatralidad. Dado que se construía con los materiales más baratos, los diseñadores de las ciudades y los parques temáticos podían echar a volar la imaginación. Las creaciones exóticas, eróticas y eléctricas de Coney estaban a la vanguardia del diseño y la tecnología. El escritor ruso Maxim Gorki fue a Coney Island en 1907 y, maravillado por las luces eléctricas y las asombrosas construcciones, escribió acerca de la “fantástica ciudad toda de fuego”: “Miles de chispas rojizas brillan en la oscuridad e iluminan, con una fina y delicada silueta sobre el fondo negro del cielo, las elegantes torres de castillos, palacios y templos milagrosos… Fabulosos y fuera de toda comprensión, inefablemente bello es este fiero resplandor.” (Después, durante una visita de día, se quejó de lo mal hecho que estaba todo.) Como dejan ver los comentarios de Gorki, la gran tecnología exhibida en Coney Island –más que la de los parques temáticos– no era más que electricidad e iluminación.
El inventor Thomas Edison proveía a Coney Island de la electricidad que impulsaba los juegos mecánicos y hacía que los focos iluminaran la noche, pero él también era quien producía un espectáculo aún más grande: el cine. Hacia 1906 había cerca de treinta salas de cine operando en Coney Island, la mayoría usando los proyectores y pantallas patentadas por Edison. No solo se veían ahí las películas más recientes sino que era también un lugar ideal para producirlas. Una de las primeras películas de Edison, filmada con una de sus cámaras patentadas en 1897, muestra a Little Egypt bailando belly dance en Coney Island, mientras que su Coney Island de noche (1905) no era nada más propaganda para los parques de diversiones sino también para la iluminación que él mismo suministraba. Edison también filmó la ejecución pública de Topsy, la elefante que pisoteó a tres de sus cuidadores en Luna Park. Entre 1895 y 1905 se filmaron más de cincuenta películas en Coney. La mayoría se exhibieron en teatros baratos, al aire libre o incluso en puestos de comida (mi padre y Mel Brooks vieron ahí por primera vez a Buster Keaton en la proyección de Coney Islandsobre una sábana en un restaurante).
En gran medida gracias a esas primeras películas llegó el fabuloso atractivo de Coney Island más allá de Estados Unidos y estimuló el subconsciente europeo. Mientras el trasatlántico George Washington se acercaba a la bahía de Nueva York en 1909, Sigmund Freud y Carl Jung observaban Coney Island desde la cubierta. Jung estaba emocionado de estar trayendo la iluminación –el psicoanálisis– al Nuevo Mundo, pero Freud, seco, le respondió que lo que estaban trayendo era la plaga. Además, dijo: “Lo único que me interesa de Estados Unidos es Coney Island.”
José Martí, residente por largo tiempo de la ciudad de Nueva York, percibió la importancia de Coney Island para la cultura estadounidense al llamarlo “esa inmensa válvula de placer abierta a un pueblo inmenso”. Sin embargo, abrumado por la cantidad de gente y distracciones, este adalid de la cultura popular y los valores democráticos escribió: “Aquellas gentes comen cantidad, nosotros clase.” Martí no se refería al hotdog, inventado y vendido por millones en Coney Island, sino a la experiencia completa en la isla, que le parecía el epítome de la vulgaridad y los excesos de la imaginación estadounidense.
Federico García Lorca se sentía igual que Martí. Describía Coney Island como un lugar “dedicado exclusivamente a parques de juegos, títeres y extravagancias. Es, como todo lo de este país, monstruoso”, y “estupendo aunque excesivo”. Y, aun así, son justamente esos excesos tecnológicos y culturales estadounidenses, encarnados por Coney Island, los que dieron lugar a los surreales vuelos de imaginación en la poesía de Lorca. En su “Paisaje de la multitud que vomita (anochecer en Coney Island)”, de Poeta en Nueva York (1929), un viaje por la tarde a los parques de diversiones motiva imágenes delirantes que reflejan perfectamente los espectáculos en Coney. Dados sus excesos y sus asombros tecnológicos, Coney Island, donde la cantidad se convertía en una nueva cualidad cultural, estuvo siempre al frente de la vida y la cultura moderna y durante décadas fue una inspiración para la estética avantgardeeuropea.
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Entre 1880 y la Segunda Guerra Mundial, Coney Island era la zona de entretenimiento más grande y más popular de Estados Unidos: atraía a cerca de cuarenta millones de personas al año. A finales de los sesenta, cuando visité Coney Island por primera vez, la edad de oro había acabado, víctima de sus mundos eléctricos de ensueño (los parques de diversiones fueron destruidos por incendios). A pesar de que algunos juegos aún sobrevivían y el paseo entablado (el boardwalk) y la playa seguían atrayendo visitantes en verano, el mundo fantástico de Coney había desaparecido.
Como otras zonas marginales pobladas de migrantes en Nueva York a finales de los sesenta y durante los setenta –un periodo durante el cual el gobierno local se declaró en bancarrota, los hospitales y las estaciones de bomberos cerraron y las familias blancas de clase media y alta se mudaron a los suburbios–, Coney Island padeció los problemas de la pobreza y el crimen. Los edificios comerciales permanecían vacíos o eran incendiados para cobrar los seguros, y las pandillas comenzaron a dominar la zona. Pocas personas se animaban a visitar Coney Island salvo en verano o días festivos, y los viejos residentes judíos tendían a esconderse dentro de sus departamentos.
El aura fantástica y onírica de Coney Island, esa que había inspirado a tantos poetas e intelectuales por años, se había convertido en ceniza, pero aun así las asombrosas ruinas de los parques de diversiones insinuaban una vieja y majestuosa civilización y hacían que ahí toda aventura pareciera estar sucediendo dentro de un estudio de cine. Durante esta crisis se rodaron ahí películas de todos los géneros –terror, suspenso, comedias, películas de gángsters e incluso películas porno–, y junto a ellas Coney Island dio a luz también a grandes obras. The warriors, la novela de Sol Yurick de 1965 y hecha película en 1979 por Walter Hill, es una historia de las pandillas puertorriqueñas y afroamericanas en Nueva York y sus pleitos con las pandillas rivales en un viaje mítico desde el Bronx hasta su territorio en Coney Island. Requiem por un sueño, la novela de Hubert Selby Jr., que fue adaptada hace unos años para la pantalla grande por Darren Aronofsky, cuenta la historia de una mujer judía que se engancha a las anfetaminas y la de su hijo que comete crímenes para poder mantener su adicción. En la película, la madre se sienta durante el día al frente del edificio donde vive, idéntico al edificio en el que vivió mi abuela, y Coney Island es el lóbrego paisaje para esta historia deprimente.
Como los indios canarsie que llegaron a Coney Island a recoger conchas marinas valiosas, así artistas y escritores de todos los rincones del mundo han usado la isla como un escenario sorprendente, y muchos incluso han logrado transformar los días lúgubres de Coney en un éxito de masas. Para cuando el poeta beatde San Francisco Lawrence Ferlinghetti publicó Un Coney Island de la mente (1958), Coney Island se había convertido más en una metáfora de lo kitsch y lo caótico que en un destino turístico. La sola inclusión de Coney Island en el título, sin embargo, lo convirtió en el libro más vendido de poesía en Estados Unidos en la historia y mostró cuánta influencia ejercía esta isla en la imagina-ción estadounidense aun en sus días más negros.
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Justo cuando parecía que Coney Island había perdido la batalla frente a la pobreza, una nueva ola de migración de judíos rusos, que inició al final de los setenta y se robusteció durante los ochenta y noventa, revitalizó el área y sus alrededores. Los judíos eran de las pocas personas a las que se les permitía emigrar de Rusia antes de que cayera el Muro de Berlín. Odesa, en Ucrania, proveyó la mayor cantidad de inmigrantes (muchos de ellos integrantes de la mafia del Mar Negro) que llegaron a asentarse en Brighton Beach, pegado a Coney Island, en una comunidad frente a la playa que se parecía a la ciudad que no hacía mucho habían abandonado. A Brighton Beach se le comenzó a llamar Pequeña Odesa. A lo largo de la avenida Coney Island abrieron tiendas y restaurantes que empezaron a vender caviar, pescado ahumado, blinis, pierogis, pan de Georgia y vodka con chile, y el ruso se convirtió en el lenguaje oficial del vecindario. Mi familia iba con frecuencia a Primorskys, el primer restaurante ruso que abrió en el barrio, con espejos en todas las paredes, candeleros de cristal y una bola disco (la mayoría de los rusos se habían quedado en la época disco) para celebrar bodas y cumpleaños, y así reconectar con nuestras raíces en el viejo mundo.
Al inicio del siglo XX, en los parques de Coney Island se habían recreado aldeas de cosacos, indios, argelinos y filipinos. Hoy, esas y muchas otras culturas ocupan sus propios barrios alrededor de Coney Island, y se puede ver a miles de migrantes de todas partes del mundo caminar por el paseo entablado y nadar en el mar. Como dijo uno de los creadores de los parques de diversiones originales en la isla: “Si París es Francia, Coney Island entre junio y septiembre es el mundo.”
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Los inmigrantes han viajado a Estados Unidos con la esperanza de encarnar el sueño americano. Ese sueño, sin embargo, a pesar de ser benéfico para ciertos individuos, ha llevado a la extinción de la ciudad multicultural, la ciudad de migrantes. Esto le sucedió en los sesenta y setenta a la ciudad de Nueva York, cuando las clases medias trabajaban en edificios de oficinas relucientes en Manhattan pero vivían en grandes casas en los suburbios, diseñadas especialmente para alejarse de las masas de migrantes que habitaban dentro de la ciudad (y para privar a la ciudad de los ingresos que pagaban por los servicios sociales).
En su libro Delirious New York, la superestrella de la arquitectura Rem Koolhaas le dedicó un capítulo a Coney Island. Koolhaas describe Coney como el “feto” de lo que habría de ser la Manhattan moderna: la veía como un fantástico experimento sobre la actividad humana condensada, que después fructificaría con los rascacielos corporativos y las plazas monumentales de Manhattan. Los rascacielos brillantes y las plazas inmensas al estilo Disney, sin embargo, han transformado Manhattan a lo largo de las últimas décadas y han provocado la conversión de la ciudad en un centro comercial.
Veinte años después de mudarme de la ciudad de Nueva York, hastiado por su capitulación ante las corporaciones y el turismo, el sueño americano finalmente ha llegado a Coney Island. En 2005, un desarrollador compró el último parque de diversiones de la isla y arrasó con él para construir en su lugar tres caros juegos mecánicos como los de Disney World. Este mismo desarrollador planea construir un complejo hotelero de acero y cristal, brillante, estilo Las Vegas, tan alto que haga ver diminuta la Wonder Wheel, y donde, como en los edificios autónomos de Koolhaas, todo está incluido para que los turistas no tengan que salir de Coney Island para divertirse. Aunque el permiso para construir este hotel está todavía pendiente, varios restaurantes, abiertos en el malecón desde hace décadas, han sido demolidos y serán reemplazados por establecimientos en los que las familias de clase media y alta puedan disfrutar y estar protegidas del ruido por gruesas ventanas y libres de tener que mirar a las “masas hacinadas”.
Mientras camino por el malecón, tomando cerveza, bailando salsa y house que explotan por unas bocinas enormes, o tomando fotos de las miles y miles de personas de todo el mundo que pasean muy ufanas durante este aniversario del 4 de julio, es obvio que Coney Island todavía atrae a la clase trabajadora y a los migrantes. Me doy cuenta de que el tesoro que tantas personas buscaron aquí no está escondido en la arena de las playas o debajo de las tablas del paseo, ni en los fantásticos edificios y juegos, sino que es la playa y el boardwalk y la masa de gente, cantidad hecha cualidad cultural, que siempre ha convertido Coney Island en uno de los espectáculos más espectaculares de la tierra, una verdadera tierra de ensueño americano. ~
Traducción de Pablo Duarte
es escritor y fotógrafo. Originario de Nueva York, vivió más de 20 años en la Ciudad de México. Es autor de Desde las entrañas (Turner, 2023) y Maneras de morir en México (Trilce, 2015), entre otros libros. Es guionista y director del largometraje Carambola (México, 2005).