Basta una obra maestra para desdecir cualquier teoría. La teoría afirma: la novela tradicional ha muerto, su cadáver sobrevive como mercancía. Después de Flaubert, el género explota, sus costuras revientan. Éstas, reventadas, se vuelven el asunto protagónico: la literatura reflexiona sobre sí misma. Hay un afán destructivo, todo es arrastrado hasta el extremo: el lenguaje y el silencio, la reflexión y el absurdo, la escritura y la lectura. La tesis es tan atractiva que uno ignora las excepciones obvias. Están Joyce y Faulkner, Kafka y Beckett, el Nouveau Roman y el Oulipo para confirmar ilustremente nuestra teoría. Entonces leemos a un genio intuitivo (Conrad, por ejemplo) y toda certeza se desploma. La novela tradicional no ha muerto. Nada la vence, nada la rebasa. Hay en sus autores capitales una grandeza imperecedera, insuperable. No fueron derrotados, desaparecieron. El genio clásico se eclipsó y, en su lugar, irrumpieron los formalistas. De pronto, en algún autor, despunta de nuevo ese genio y nosotros, avergonzados, lo extrañamos. Nuestro experimentalismo deviene, apenas puede, un sincero lamento reaccionario.
Nunca somos más reaccionarios que cuando leemos a Sándor Márai. Nunca ser reaccionario ha sido más gratificante. Disfrutamos una de sus novelas y ya extrañamos otro tiempo. Un mundo de honor y lealtades, secretos y traiciones, seres en suspenso y destinos ineluctables, se construye, moroso, ante nosotros. Arrobados, creemos pasado ese mundo y lo añoramos. Márai (1900-1989) escribe en el siglo xx con un temperamento decimonónico. Son tradicionales sus formas y sus obsesiones. Trabaja la novela como si no hubiera sido abollada, como si los géneros sobrevivieran saludables. No le cuesta convencernos: cerramos una de sus obras y ya nada entendemos de la crisis de la novela. No hay cansancio en sus formas ni vejez en sus pretensiones. Es tradicional porque es clásico y es clásico porque es luminoso. No importa que sus tramas ocurran a media luz, alumbradas por candelabros: tienen esa grandeza clásica que es luz y es salud.
Confesiones de un burgués es esa rareza, una obra maestra. Lo es a su manera anacrónica: nada innova, nada experimenta. Escritas doce años después que el Ulises, son unas memorias tradicionales y noveladas, noveladas y precoces. Márai tiene treinta y cuatro años y ya recuerda. Ha vivido lo suficiente para entender lo básico: no importa tanto la experiencia como su sentido. Eso y esto otro: “La literatura es una forma de vida.” Son confesiones literarias, relato de formación que concluye en el encuentro con la palabra. Son, también, un punto de inflexión: inmediatamente después, sus novelas maestras, Divorcio en Buda (36), La herencia de Eszter (39), El último encuentro (42) y La amante de Bolzano (42). Las memorias empiezan de un modo clásico, con la niñez húngara y mimada de Márai. Uno supondría que una infancia feliz es inenarrable y Márai la narra envidiablemente. Después, su adolescencia dandy, el itinerario europeo, las mujeres, el periodismo, la vuelta a Hungría y, en todo momento, la literatura. Las confesiones concluyen cuando la tragedia principia: guerra y comunismo, exilio, obra casi secreta, suicidio en California.
¿Qué hace de Márai un temperamento clásico? Todo, absolutamente todo. Sus memorias contienen aquello que uno exige a la grandeza decimonónica. Comienzan, como las novelas de Balzac, con una minuciosa descripción del ambiente y nunca cesan de describir los escenarios. Sus retratos de París y Londres son un portento y ni siquiera su obsesión tradicional por descubrir el genio de los pueblos los lastra. Tan importante como el ambiente es la herencia. Márai, como Austen, cree en la primacía de las familias y dibuja la suya lenta, amorosamente. Padres, tíos, abuelos, hermanos, amigos, criadas: los personajes secundarios, a menudo extravagantes, pululan, como en Hugo. La vida tiene tanto valor que cualquiera es digno de atravesar una página literaria. Se es también, y a veces sobre todo, un psicólogo. El psicoanálisis es ya una influencia pero Márai escribe a la manera del novelista clásico, confiado en sus intuiciones personales. Triunfa siempre: sus intuiciones son tan brillantes e inexplicables como las de, digamos, Stendhal. Están, también, la fascinación por la infancia, el asombro ante la modernidad, la nostalgia de aquellos tiempos honorables. Pero es otra cosa,indefinible, la que confirma su tamaño clásico: esa sospecha de estar leyendo una obra original, anterior a la teoría, fruto del mero genio.
Las memorias son tradicionales por sus atributos y también por sus carencias. Hay un aliento decimonónico y ni sombra de las vanguardias. La vida de Márai transcurre a la hora de los ismos y ninguno lo seduce. Es, acaso, el único artista que habita el París de los veinte sin ser tocado por la demencia. Prefiere el salón del Ritz que los cafés de Montparnasse, los aristócratas decadentes sobre los vagos violentos. Cuando el dinero se agota, va donde los artistas pobres y sospecha que algo se gesta. Algo, cualquier cosa, nunca comprende. El siglo no lo roza. No podía hacerlo. En el centro de su canon descansa, inamovible, Goethe. Y Goethe no es un viejo sagrado: es el joven por excelencia. En él la civilización alcanza su hora más vital, su grado máximo de vigor y salud. Después, invencible, el envejecimiento. Márai, clásico, sabe lo que nosotros, modernos, ignoramos: el mundo no se vuelve día a día más joven sino más viejo. Las vanguardias son síntomas de decrepitud, no de adolescencia.
Huir del siglo. En eso se resume buena parte del genio de Márai. Escapa de la furia vanguardista y, un segundo después, de ese mal del siglo xx, la pasión política. Atraviesa la centuria sin ser contaminado. No ignora la política, a menudo escribe sobre ella, pero no le rinde culto. Ninguna ideología lo contiene. Está tan lejos del socialismo como del liberalismo. Lo suyo es, acaso, una aristocracia del espíritu, fina y humanista. Una aristocracia, no obstante, burguesa. Márai no huye del siglo abismándose en una fantasía romántica sino insertándose, orgulloso, en su clase social. Se sabe parte de la burguesía ilustrada de Hungría y en ella se sostiene. Es una burguesía joven, apenas ascendida, que cree en el trabajo, la lectura y los hábitos nobles. Una clase tan buena para vivir en ella como para confiarle el gobierno de los otros. El deseo de Márai: un mundo a imagen de su padre, trabajador y humilde, elegante y culto, tan fino que no muere hasta concluir los trámites de su entierro. Un mundo honorable, al revés del siglo.
¿Por qué escribir unas memorias a los treinta y cuatro años? Por eso. Porque el siglo es el mal y todo lo avasalla. Porque la historia es una enfermedad y Europa convalece. Hay prisa. Es necesario escribir contra el tiempo antes de que todo se desplome. Las clases explotarán. El honor será una noción incomprensible. La elegancia perderá ante la violencia. Europa arrojará a sus hijos hacia la periferia o se los tragará en una guerra. No quedará nada del espíritu, sólo la nada. Es por eso que Márai escribe con apremio. Es por eso que se escribe.
Quien hoy escribe pretende dar testimonio de las cosas para la posteridad. Testimonio de que el siglo en que nacimos celebraba, en otros tiempos, la victoria de la razón. Yo quiero dar fe de ello mientras pueda, mientras me dejen escribir. Quiero dar fe de una época en la que vivía una generación que deseaba celebrar el triunfo de la razón por encima de los instintos y que creía en la fuerza y en la resistencia de la inteligencia y del espíritu, capaces de detener el avance de las hordas ansiosas de sangre y muerte. Como programa vital no es mucho, pero no conozco otro. Lo único que sé es que quiero permanecer fiel a ese mensaje, aunque sea a mi estilo, con mi cinismo y mi infidelidad.
Eso es el genio, batirse contra el tiempo. –
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).