De este lado del muro (cuento)

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“¿Y qué dinero tienes para alquilar un sitio?”, le preguntó su madre.

Hablaba de dólares, por supuesto.

“¿Dónde van a pagarte una cantidad así?”

Hasta entonces había podido mantenerse lejos. Toda su adolescencia en internados, los veranos en campamentos.

Sin echar de menos hogar o familia. Como si fuese la mejor de las vidas.

“¿O tienes alguna mujercita que te lleve a vivir a su casa?”

Los suyos se habían habituado a que estuviera lejos, a no pensar en él.

“Estoy hablando contigo, muchacho. ¿Qué salida te queda?”

Claro que no tenía otra salida. Pero, ¿con qué cara avisarle a una parienta a la que nunca había visto, su propósito de irse a vivir con ella?

“¿Y con qué cara vuelves aquí?”, interpretó la mirada de su madre.

“Me parte el alma levantarme de madrugada, y encontrarte en el piso como un perro”, fue lo que dijo ella.

La vieja tendría unos setentitantos años y, a pesar de vivir sola, ofrecía un aspecto cuidado.

Salvo por el pelo, cortado a tijeretazos.

“¿Sabes que conservo la misma graduación del año cincuenta y siete?”, preguntó a propósito de sus gafas. “Lo veo todo exactamente igual que entonces.”

Su vestido era tan sencillo como una bata de dormir.

“Qué nombre más raro te han puesto”, hizo notar. “Es uno de esos nombres modernos, ¿no?”

Él asintió.

“Nos dan la sorpresa de traernos a este mundo, así que pueden colgarnos el primer nombre que se les ocurra.”

Temió que la vieja parienta fuera a extenderse a propósito de su madre, pero ella sólo hablaba en general.

“Puedo saber cómo eres”, dijo.

Le faltaría imaginación a toda la parentela, que a ella no.

“Eres un bicho raro.”

Un bicho raro: alguien capaz de dormir en el piso.

“¿Y cuándo vas a contarme qué te ha hecho venir a conocerme?”, preguntó.

Para luego no dejarlo terminar sus palabras:

“Nadie puede decir que esté buscando compañía. ¿Se creen ellos que me hace falta compañía?”

“¿Ellos? ¿Quiénes?”

“Tu madre, los tuyos. Esos que te empujaron a venir hasta aquí.”

“A mí nadie me empujó”, se atrevió a contradecirla. “Necesitaba un lugar donde quedarme y pensé…”

“¿Pensaste? Ven, deja que te enseñe algo.”

La vieja lo hizo pasar a su dormitorio.

“¿Puedes abrir esa puerta?”

La puerta barrió unas hojas secas acumuladas en el balcón, cayó un chorro de luz sobre la cama perfectamente recogida.

“Ahora esta otra.”

Aquella segunda puerta debía dar a un baño o a otra pieza, pero al abrirla él se encontró ante un muro.

“¿Puedes atravesarlo?”, lo retó la vieja.

Los bloques estaban sin revestir, saltaba a la vista lo chapucero del trabajo.

“Lástima que no puedas. Porque ahí detrás”, apretó la yema de su índice derecho contra el muro, “sigue mi casa.”

Ella esperó, lo mismo que si hubiese pulsado algún timbre.

Viendo que al final no le respondían, cerró con suavidad la puerta.

“En otra época habríamos pasado a las demás habitaciones, y tú te habrías quedado en una de ellas. Pero el caso es que dejé vivir conmigo a mi antigua sirvienta, y ella trajo a la familia de su hermana, y entre todos se las arreglaron para levantarme este muro.”

Regresó a su sillón.

“Son propietarios, ¿sabes? Se hicieron propietarios. No vale la pena batallar contra una familia. Si no lo crees, mírate a ti mismo.”

Él no supo cómo tomar aquella observación.

“De milagro no me sacaron por completo de mi casa. Y eso que soy la única verdadera propietaria que queda en este edificio.”

El resto de los apartamentos se encontraba habitado por advenedizos, gente llegada mucho tiempo después.

“¡Y a ti se te ocurre venir a buscar sitio!”

Él no contestó nada, no habló siquiera de marcharse.

“Los del comité de vecinos pasaron ayer pidiendo sangre. Los oí tocar en el apartamento de enfrente.”

Ahora la vieja cambiaba el tema de conversación.

“Aquí no tocaron, pero una vez quisieron que les donara mis órganos vitales. Dijeron que sabrían utilizarlos después de mi muerte. Así que yo debía estar contenta de servir aún para algo.”

Y aquella petición de él, ¿no resultaba semejante a la del comité de vecinos?

“Les respondí que no. Nunca más pasé por una peluquería. Nunca más.”

De momento él no entendió qué razones conducían a los tijeretazos en el cabello de la vieja.

“Porque la última vez que entré en una, ¿sabes con qué trataron de lavarme la cabeza?”

Le contestó que no tenía ni idea.

“Con placenta humana. Un champú hecho de placenta humana.”

Los dedos de la vieja serpentearon en el aire.

“Sería”, se sentó al borde del sillón, “como meter la cabeza en el lugar de donde ya salimos.”

Apuntó al torso de él con el mismo dedo que apretara contra el muro.

“¿Tú cediste tus órganos?”

Parecía ser la pregunta decisiva en aquella entrevista.

Él mostró el cuño de donante en su tarjeta de identificación. La vieja examinó el documento hasta convencerse de que en verdad se trataba del nieto de su primo.

“No saben para quién paren”, pensó de las familias.

A las pocas semanas de vivir juntos, se lamentaba de que él no hubiese llegado antes.

“No tendrías por qué haberte educado en internados, solo en el fin del mundo”, le confió.

Y dejó de prestar atención al funcionamiento de cada órgano suyo con el que pretendía ser enterrada.

Perdió el temor a que los vecinos se aprovecharan de una isquemia para echarla de casa. Pudo abandonarse a las enfermedades que vinieran.

Porque tenía ya quien la cuidara.

Él se ocupó de cortarle el cabello. Despojada de sus gafas, el mentón hundido en el pecho y las manos aferradas al paño que caía sobre sus hombros, la vieja recordaba para él los hechos de una vida reducible a un buen puesto en una compañía extranjera.

“Mientras en este país duraron las compañías extranjeras.”

Del resto, poco había que contar. Y la vejez llegó lo mismo que dentro de poco le llegaría la muerte.

“Aunque, contada así, no ha de parecer mucho”, titubeaba.

A él le parecía más que suficiente.

“No te ofendas, hijo, pero tú has donado tus órganos. Claro que tiene que parecerte mucha vida.”

Un día recibieron una carta del extranjero.

“Ha de ser para ti”, se desentendió ella.

Sin embargo, venía dirigida a su nombre.

Las manos le temblaban al abrirla. El remitente, un hombre desconocido, se excusaba por no escribirle en español. Cumplía con darle noticia del fallecimiento de aquel ser magnífico de cuya amistad él gozara hasta los últimos momentos.

“Murió la amiga de la que tanto te he hablado”, comentó ella.

Aunque nunca le hubiese hablado de una amiga.

La carta fue leída muchas veces. Lo difícil de aceptar no era una desaparición, sino el hecho de que aquella vieja amiga hubiese seguido su vida durante tantos años en los cuales ella no recibió noticias suyas.

Para ahora enterarse de que al menos existía alguien en el mundo que la recordaba como una criatura magnífica.

“¿Será que debo escribirle a este señor? ¿Qué crees tú?”

Volvía una y otra vez al asunto de la carta.

“Te he hablado bastante de esta vieja amiga, pero no creo que haya sido magnífica. No es que me arrepienta de lo que te he contado, pero magnífica, ser magnífico, como dice este señor, no creo que lo fuese.”

Unos días antes de morir, pidió que él contestara la carta del desconocido.

“¿Serás capaz de hacerlo en un inglés sin faltas?”

“Buscaré quien lo haga”, prometió.

“Escríbele que fui magnífica. No dejes de ponerlo.”

Él revisó la casa y encontró, en una caja de zapatos, las cartas cruzadas entre las dos mujeres. Las leyó, pero nada se desprendía de ellas. Como si lo ocurrido entre aquellas dos amigas se negara a cruzar por líneas tan opacas.

Descubrió, junto a las cartas, un pasaporte de la difunta. Sólo cuando estuvo seguro de que el lugar no escondía ningún objeto de valor, notificó el fallecimiento.

Llamaron a la puerta y, al abrir, él se vio cara a cara con la antigua sirvienta de la casa.

Los perros maltratados tenían ese mismo aire, ese encogerse a la espera de lo que pudiera caerles encima.

En voz baja, para no ser oída del otro lado del muro, la mujer anunció que estaba allí para vestir a la señora. Porque desde la noche anterior había sentido los pasos de la muerte.

Poco importaba que el cadáver estuviese preparado ya, ella sabría cuál vestido ponerle.

La dejó pasar. Oyó desde la sala sus forcejeos con el cuerpo de la muerta, creyó escuchar el chasquido de un beso.

“Ya está.”

La antigua sirvienta pareció preguntarse si debía estrechar la mano del joven.

Al final, se escabulló sin hacerlo.

Los dos volvieron a encontrarse en cumplimiento de una citación judicial.

Escoltada por su hermana y por los hijos de su hermana, la antigua sirvienta reclamaba la totalidad del apartamento.

Negó haber mantenido conversación con aquel joven. Nunca en su vida lo había visto.

Tampoco había oído hablar de él. ¿Qué clase de pariente podía ser quien nunca visitara a la difunta?

Él debió reconocer entonces que no hubo beso en la despedida entre sirvienta y señora: lo que él tomara por un beso había sido el ruido de la puerta que daba al muro entre ambas casas. ~

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(Matanzas, Cuba, 1964) es poeta y narrador. Su libro más reciente es Villa Marista en plata (Colibrí, 2010).


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