Estamos en el verano de 1914. Ha estallado la Primera Guerra Mundial y un poeta italiano merodea entre las mesas de los cafés de moda de Florencia, el Paszkoswki y el Giubbe Rose, a cuyas tertulias con artistas y literatos había asistido con frecuencia, vendiendo a los parroquianos un libro que acaba de editar a sus expensas en la imprenta de Bruno Ravagli y que, para fastidiar a sus conciudadanos, exaltados por la retórica patriótica, ha puesto bajo la advocación de Guillermo II, rey de Prusia y emperador de Alemania. Añadiendo, para colmo, el siguiente subtítulo en alemán: La tragedia del último germano en Italia. Se trata, claro, de Dino Campana y de los Cantos órficos (DVD Ediciones, 1999), una de las cumbres de la poesía italiana del siglo XX. Aparte de la incuestionable calidad de la obra, no son la autoedición ni el trapicheo lo más destacable de esta precaria comercialización con la que el autor pretendía recuperar, al menos en parte, su inversión.
Pero tal vez nos estemos precipitando. Sería mejor caracterizar un poco al personaje: Dino Campana nació en Marradi (Toscana) el 20 de agosto de 1885 y murió en el hospital psiquiátrico de Castel Pulci, en San Martín la Palma (Florencia), el 1 de marzo de 1932, con toda probabilidad debido a una infección contraída al saltar, en un intento de fuga, los alambres de espino que rodeaban el manicomio. De acuerdo con las declaraciones de su padre, ya en la adolescencia Dino había manifestado “una impulsividad brutal, morbosa, en familia y especialmente con su madre”.
Antes de los treinta años Campana ha conocido, pues, toda clase de sanatorios y prisiones, ha vagabundeado por Europa y América, y ha escrito y vuelto a escribir, obsesivamente, un único libro, El más largo día, cuyo núcleo central da por terminado en 1913. Entonces recorre a pie los aproximadamente sesenta kilómetros que separan Marradi de Florencia, con el propósito de entregar el manuscrito a los directores de la revista Lacerba, Ardengo Soffici y Giovanni Papini, con la esperanza de que publicaran algunas de sus poesías. Visto lo que ocurrirá a continuación, quizá no esté de más aclarar que El más largo día era literalmente un manuscrito, no existía copia alguna de él. En efecto: Soffici lo pierde en una mudanza. Cuando Campana exige su devolución, no tiene más remedio que pedirle tiempo para procurar localizarlo. Cosa que, por otra parte, no sucederá hasta 1971, cuando será encontrado por casualidad por la viuda de Soffici.
La desaparición de la obra en la que había trabajado durante diez años provocó una profunda crisis en la precaria salud mental de Campana, que se vio obligado a reconstruirla, ahora con el título de Cantos órficos, en parte de memoria y en parte gracias a las notas y versiones previas que había conservado. Según relata el jefe de la oficina del Registro Civil de Marradi, Campana se presentaba cada mañana y, “sin preocuparse de si las disposiciones lo permitían, ordenaba a mi mecanógrafo que escribiera a máquina los versos que él dictaba de los apuntes tomados en trocitos de papel de estraza, que sacaba de los bolsillos de su chaqueta”.
De ahí a llevar el original a la tipografía Ravagli y a distribuir las copias por los bares de Florencia, donde hemos dejado a Campana, hay un solo paso. El poeta estaba resignado, sí, a vender su libro, aunque no a vendérselo a cualquiera. Llevado por su talante antiburgués y contestatario, Campana juzgaba a sus posibles lectores y arrancaba, sin ningún recato, ante la mirada atónita del comprador, las páginas que en su opinión éste no estaba capacitado para entender: “¡De esto, no comprenderías nada!” Una persona sencilla, ni lista ni tonta, recibía acaso el volumen entero, ¡pero ni hablar de su firma! En cambio, si alguien era considerado simpático o inteligente, podía acceder al honor de obtener el texto completo, y hasta su dedicatoria. Cuenta la leyenda que al futurista Marinetti sólo le entregó las tapas, el frontispicio y el índice. ~
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