Edipo rey

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Quinientos veintiocho bares, cuarenta y una iglesias, seis centros culturales. Son los números que definen Acapulco. Su naturaleza infiel y nocturna. Su doble moral perpetuada por una educación católica que favorece siempre las fachadas, como esas estructuras que se construyeron sin ninguna planeación ni congruencia y que ya abandonadas permanecen de pie en vez de ser derruidas, como testigos de su propia decadencia. Acapulco, más allá de sus resorts exclusivos y sus hoteles-boutique, tiene ese dejo de ciudad detenida en el tiempo.

Es ahí donde comienza el trabajo de Carlos Aguirre (Acapulco, 1948). Su exposición Vuelta prohibida, la primera del artista acapulqueño en el puerto, inicia como un viaje de regreso a su tierra de origen. Diseñador industrial de profesión, Aguirre se formó como artista en la Central School of Art and Design en Londres de 1974 a 1976. Cuando regresó a México, lo invitaron a formar parte del Grupo Pentágono al lado de Víctor Muñoz, José Antonio Hernández y Carlos Fink, que sentaron las bases de lo que todavía hoy sostiene el discurso de generaciones posteriores nacidas en los sesenta y setenta. Un arte que deja a un lado los medios tradicionales (escultura, pintura) para incorporar otros lenguajes y vincularse directamente con su entorno político y social.

Invitar a un artista acapulqueño con una postura crítica definida y una relación ambigua de amor-odio hacia Acapulco muestra una intención de polemizar, crear un diálogo o al menos dejar que el conflicto se asome. Porque para eso es bueno Aguirre: para zarandear, cuestionar y situar al espectador adentro de la obra, como un personaje más.

Dentro del cubo transparente que es la enorme Gran Galería ubicada en la Costera Miguel Alemán, se entra en la exposición como quien entra en una ficción in medias res: arrojados al centro de la escena, vulnerables, desarmados como cuando una persona del público es invitada al escenario a improvisar. Por dónde y cómo empezar a descifrar, a leer, a relacionar; qué recorrido escoger en una exposición que no es una historia y tampoco es una ficción.

Al entrar en la sala hay un rectángulo –altar o tumba cavado en el piso de mármol de la galería con una sentencia en mayúsculas “PERO ENTONCES/ ES YA DEMASIADO TARDE”. La incisión –acaso herida– está llena de arena amarilla, acapulqueña, fría. El origen. O el final. A un lado una imagen idílica del Acapulco perdido, un tríptico enmarcado en una caja de luz que muestra el paisaje casi virgen de los años veinte y, flanqueándolo, tres fotografías panorámicas desde el mismo punto de vista que muestran el paisaje transformado, tomadas por los hermanos Aldo y Arturo Crispín, dos de los cinco artistas acapulqueños invitados a colaborar con Aguirre.

Del techo cuelgan seis velas blancas y frases de neón como las que se encuentran a la entrada de los antros, en el frente o detrás de los camiones o de los yates: “Solo mujeres sexis no arañas”, “Flojito y cooperando”, “De todos modos van a hablar”. Frases que enmarcan y fragmentan el espacio. La atmósfera escandalosa y abiertamente sexual del tugurio sugerida por el neón se torna perversa al rozarse de manera tan natural con lo supuestamente sagrado: una cruz de metal con los nombres de dos lasallistas.

La ideología machista y conservadora está representada en cada una de las frases que se repiten, donde se reconocen todos: la farándula, la iglesia, la clase media, los políticos, los acapulqueños y los turistas. Hay expresiones de las jergas locales y extranjeras; en inglés y afrancesadas (Aguirre es de padre francés y madre americana). El habla de antes y el de ahora. Todos los tiempos, todas la clases sociales yuxtapuestas.

En contraste, las velas blancas perfectamente estiradas evocan el mar y esa sensación de libertad reservada para los privilegiados. Suspendidos sobre las velas se proyectan dos videos realizados por Yadin Rodríguez y Ulises Barreda, 16º 41' y Ensayo sobre la línea discontinua (Acapulco I), respectivamente, en los que cuestionan la representación de su ciudad: el paso del tiempo y la destrucción de Acapulco, la imposibilidad de tener una imagen fija del territorio.

La palabra como recurso no es una novedad en la obra de este artista visual, como bien ha señalado Ana Elena Mallet: “Aguirre ha apostado por una evolución estética, escudriñando de manera obsesiva los terrenos semántico y lingüístico.” Las voces anónimas o los fantasmas pueblan el vacío del espacio con cuchicheos y conversaciones. Ahí, todavía al centro, el espacio de la galería está cargado de imágenes y sonidos que generan a su vez una sensación de encierro, como si el yate en el que navega el espectador estuviera anclado en la tierra.

Tanto es así que pesa moverse del centro para llegar al mural del fondo, donde todavía hay que acercarse para discernir entre objetos personales, periódicos y las cifras, que hablan por sí solas: 528 bares, 41 iglesias, 6 centros culturales. Más allá de lo anecdótico, en el mismo mural donde está representado un mapa de Acapulco fragmentado, se encuentran también en retazos libros cortados, la Biblia de su madre, postales, periódicos que pretenden ser quemados, enterrados detrás de una gran X que bien podría ser una cruz…

La falsa salida es el camión intervenido, una pieza colateral hecha en colaboración con Natalia Velazco, que realiza su ruta cotidiana por tierra (ruta Base-Caleta) mientras al fondo se muestra un video de Oliver, el chofer, haciendo el mismo recorrido por agua, en un velero.

Como Edipo, el chofer no puede ver el mundo –el mar– y sin embargo es quien mejor lo conoce. Con sus limitaciones y su machismo a cuestas, acompaña a los otros a través del viaje. Si bien apenas se sugiere la violencia que ha vivido el puerto en los últimos tiempos, esta es la figura que protege y guía. Marginado y aislado, recrea en un espacio paralelo –su lugar de trabajo en el que pasa la mayor parte de su vida– su paraíso. Objetos familiares, una silla acapulco y una pieza sonora realizada por Jorge Marrón recuperan la identidad perdida, el orgullo de sentirse acapulqueño.

Al descender a los propios infiernos, el artista autoexiliado los exorciza y se libera. Y si logra mantener una tensión justa en su obra es gracias al humor, la ironía y los guiños que ponen en perspectiva al autor. La narrativa no es lineal, no cuenta una historia, sino que genera sensaciones e ideas a partir de un discurso estructurado y profundamente emotivo. (“Al salir de la exposición la gente no felicitaba sino que daba las gracias”, cuenta el artista.)

Vuelta prohibida es una síntesis de la memoria personal del artista y del Acapulco que guardamos en eso llamado inconciente colectivo: la playa, la piña colada, el parachute y la disco beach. La vista iluminada de la bahía. Los torneos de paddle y sus canchas, de donde brincaron precisamente la dupla de curadoras, Lorena Marrón y Jeanette Rojas Dib (pareja de excampeonas en este deporte), dispuestas a cambiar la percepción del Acapulco actual a través del arte. ~

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es académica y crítica literaria, autora de Les émigrants / Los emigrantes (UAM-Écrits des Forges, 2015).


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