Poeta griego arcaico es el título del poemario más reciente de Luis Felipe Fabre (Ciudad de México, 1974). Podría pensarse que estos tres nombres son una suerte de pseudónimo, antesala de una confesión o de sus memorias. ¡Cuidado! Acercarnos a los textos de Fabre desde la verdad, y no desde su aspecto lúdico y literario, no nos permitiría acceder a las dimensiones de su obra. A sus eruditos diálogos con el Siglo de Oro español (Declaración de las canciones oscuras, 2019), el barroco (La sodomía en la Nueva España, 2010), la vanguardia (Escribir con caca, 2017, y Leyendo agujeros, 2005), el arte pop y contemporáneo (Cabaret Provenza, 2007, y Poemas de terror y de misterio, 2013), que sus críticos más puntuales, como Christopher Domínguez Michael y Tamara Williams, han explorado en sus minuciosas lecturas.
El libro se divide en dos grandes partes: “Medusa” y “Rapto de Ganimedes” y puede leerse como un largo poema polifónico o en desorden como un conjunto de cantos o piezas. Desde la dedicatoria, se presenta a los protagonistas: el deslumbrado y temeroso Apolo y su hermana la divina cazadora, quese enfrentan y desafían su destino. La representación de dioses, semidioses, erinias, monstruos, oráculos y mortales es un pretexto para penetrar temas más abstractos como el amor, el deseo, la libertad, el destino, la vida y la muerte. Aparecen Eros de temibles dardos, Hermes el divino mensajero, Dioniso, león y toro y cabra, entre otros a quienes el poeta canta, desdoblado en una serie de voces o de máscaras:
Cantemos, oh estatuas, cantemos
ahora que nadie escucha: ahora
que no hay nadie,
ni siquiera nosotros, sombras
que somos
bajo las piedras que se alzan
a imagen de lo que fuimos,
cantemos sombras de canciones.
¡Oh sombras, oh piedras,
cantemos canciones mudas!
En este “cantemos” el personaje colectivo del Coro cuestiona el papel del poeta: el acto de cantar, cuando ya “no hay nadie”, cuando el foco de atención se ha desplazado hacia otros públicos. En cierto sentido Fabre vuelve a la pregunta rilkeana de “¿Debo escribir?”. La voz que emerge de la sombra entiende con sabiduría que el canto es un fin en sí mismo, una necesidad, una forma de conocer el mundo y de entrever su misterio. Con este primer planteamiento, la perspectiva del poeta se distingue y se disocia de una producción cultural enfocada en satisfacer un mercado hambriento de autobiografías y agendas políticas. Lo cual no significa, en lo absoluto, que esta obra sea ajena o indiferente a su contexto, sino al contrario: Fabre cuestiona desde un aparente autorretrato la eficacia del testimonio –y de su transparencia– para representar el mundo.
El artista se debe a su oficio antes que a su lector, por lo tanto, abraza y asume su soledad y la posibilidad de que las piedras se alcen y que el canto sea mudo. Una vez asumido el más grande riesgo, que para el artista es la indiferencia, o el ninguneo, la voz poética se libera.
Oh piedras
de reflejos, oh sombras
de sueños, oh estatuas de sombras, oh sueños
de estatuas, oh reflejos de sueños de piedras, oh imágenes
de piedras de sueños, oh imágenes de sombras de estatuas de reflejos
de sombras, oh recuerdos de sombras de recuerdos de sueños, oh sombras
de piedras
de imágenes
de recuerdos
de reflejos
de estatuas,
oh sueños de sueños de sueños.
La obra de Fabre –tan vital, como canónica– se constituye:
de distintos estratos de un yacimiento arqueológico debajo de un poema siempre hay otro poema (tachado, borrado, negado), y debajo otro y debajo un poema escrito por otro y debajo de un poema escrito por nadie y aún debajo un poema no escrito.
Esta nota, capaz a un tiempo de contener un poema y una poética, es en realidad una pregunta. ¿Dónde está el poema? ¿Dónde sucede? ¿Qué es la escritura? Marginal y sorprendente, el poema no está donde habitualmente lo encontramos, en el ritmo, la repetición, en las aliteraciones, en las metáforas, no solamente está en el artificio del lenguaje que Fabre domina. El poema se revela en lo no dicho, en la huella, en el despliegue de referencias que el poeta ofrece sacrificando la autobiografía por la inscripción.
Se entra a Poeta griego arcaico como se entra en un sueño profético, astral, espiritual. El poema detrás de este gran poema fragmentado nos regresa, una y otra vez, al hermoso y hermético Primero sueño de sor Juana, pero también a los Hombres necios –aquí ignorantes– “que cuando pretenden sacrificar en honor a los dioses / es en honor a su propia sed de sangre que la sangre derraman”.
Seducidos primero y confrontados después, los lectores podemos poco a poco reconocer (¿o escuchar?) en el canto del poeta a ese “otro” que somos, y vernos vulnerables, abatidos y desnudos. El canto se convierte entonces en un viaje hacia lo desconocido, llámese inconsciente, misterio, oscuridad. Un periplo hacia ese otro estado o submundo que se manifiesta en los sueños, como mostró Freud, en el lenguaje, como mostró Lacan, o más aún, en los viajes astrales, como propuso Castaneda. Durante este trayecto o destino el poeta sucumbe gozoso al deseo. Movido por sus intuiciones, persigue a esa temible monstrua capaz de devorarlo todo:
ah, Medusa, degolladas de razón
resuenan tus palabras
Figura central del libro, y “aterradora, como la verdad”, Medusa es también la diosa de los múltiples rostros y quien nos devuelve, como espejo, lo monstruoso y lo mortal que hay en nosotros mismos. Porque detrás de esa inocente humanización de los dioses hay una aguda observación de la condición humana. Y quizás ahí radica el aspecto más deslumbrante de la poesía de Fabre: en su capacidad para mostrarla en donde no esperamos encontrarla: en la herida y en la rebelión ante un cruel dios o destino desde la cual una voz poética desgarrada increpa:
Muéstrate, Perseo: desvístete de la invisibilidad de Hades […] / Mírame, Perseo […] / Escúchame […] / Respóndeme […] / Conóceme, Perseo, es decir, destrózame, es decir, conócete.
Caprichosa y efímera, la belleza surge, ajena a la voluntad del poeta, cuando el canto es pura desolación y llanto. Entonces brota, insuflado en el poema, ese soplo capaz de modificar la respiración de quien lee. Ese artificio o milagro que solo los grandes artistas logran.
Mucho se afligen los mortales en oráculos
y en el curso de los astros y en la trayectoria de las aves,
y en las sangrientas vísceras de las bestias
mucho se fatigan.
En “Sor Juana y otros monstruos” (Poemas de terror y de misterio), Fabre preguntaba: “¿Qué clase de monstruo era sor Juana?”, “¿Qué clase de monstruo formula enigmas? […] ¿Era sor Juana una esfinge?” Yo me pregunto: ¿Qué clase de monstruo es Fabre? ¿Qué clase de monstruo formula enigmas? ¿Es Luis Felipe una esfinge? Es, en todo caso, un enigma que ha ofrecido su vida entera al arte supremo de la poesía. Una rara avis capaz de hacer resonar esa maquinaria compleja y sonora que engrana las distintas esferas de la inteligencia. ~