Exagerando, puede decirse que toda la vida y la obra de Paul Léautaud (1872-1956) proviene de unos párrafos de Stendhal, su escritor favorito, incluidos en el capítulo III de su autobiografía simulada, la Vida de Henry Brulard, publicada póstumamente en 1890:
Deseaba cubrir de besos a mi madre y que no estuviera vestida. Ella me quería con pasión y me besaba a menudo; yo le devolvía sus besos con tal fuego que ella se veía obligada a marcharse. Yo aborrecía a mi padre cuando venía a interrumpir nuestros besos, que yo quería darle siempre en el cuello –dígnese el lector recordar que murió, de parto, cuando yo tenía siete años.
Era entrada en carnes, muy lozana, muy bonita, solo que no bastante alta, creo. Tenía una nobleza y una perfecta serenidad de rasgos; muy vivaz, y muchas veces prefería hacer ella misma las cosas antes de mandar a sus tres sirvientes, y leía con frecuencia en el original La divina comedia de Dante, de la cual encontré yo más tarde cinco o seis volúmenes de ediciones diferentes en sus habitaciones, cerradas después de su muerte.
Murió en la flor de la juventud y de la belleza en 1790, a los veintiocho o treinta años.
Aquí empieza mi vida moral.1
Esta confesión stendhaliana, por cierto, uno de los pocos documentos occidentales que avalan la extraña teoría del doctor Freud sobre el complejo de Edipo, logró que Léautaud hiciese de su madre ausente –con la que solo convivió una semana en Calais en 1901 pero con la cual mantuvo una apasionada correspondencia– el personaje central de sus sorprendentes evocaciones autobiográficas (Petit ami, In memoriam y Amores), publicadas las tres al amanecer del siglo pasado. Pero también esa ausencia presente determinó su relación con sus dos principales amantes: Anne Cayssac, una morena, a quien el escritor llamaba “La Plaga” y la blanquecina Marie Dormoy (fallecida en 1974), la dactilógrafa de su Journal littéraire (1893-1956) de siete mil páginas y su ejecutora testamentaria.
Es difícil hablar de Léautaud sin recurrir a cierto freudismo. Roberto Calasso incurre en él y nos cuenta así la novela familiar del gran diarista:
Léautaud era hijo de padres diferentemente libertinos, que hicieron siempre lo posible, cada uno a su modo, por librarse del hijo. La madre, una fascinante actriz del teatro frívolo, y de vida frivolísima, lo abandonó, con gesto deportivo, tres días después de su nacimiento, y a partir de entonces se convirtió en la “eterna ausente”, que se aparecía al niño en escasísimas y fugaces visiones de corsés desabrochados, pasillos del Folies Bergère, perfumes envolventes, como una amante apresurada, siempre de viaje. El padre, actor de teatro y después apuntador en la Comédie-Française, era un macho maupassantiano y sanguíneo, de mirada cargada de sensualidad, que dirigió sus atenciones a la futura madre de Léautaud mientras se acostaba con la hermana de ella, y que solía salir a la calle con una fusta que enroscaba delicada pero imperiosamente alrededor del cuello de cada mujer que le atraía. Y, según parece, estas lo seguían sin dificultad. Para Léautaud padre, el hijo fue sobre todo un estorbo al que urgía alejar lo más posible de la casa para no estorbar las idas y venidas alrededor de su cama.2
No es extraño así, concluye Calasso, que habiéndose sentido excluido tanto por la Ausencia como por la Presencia, Léautaud se caracterice por “su perpetuo cinismo, su ironía punzante, su antipatía por los sentimientos”.3 Pasó, días y días de su infancia, debajo de la mesa del comedor de su padre, arrimado junto al perro de la familia, observándolo todo, desde entonces y para siempre. Cuando este pobretón secretario de redacción del Mercure de France alcanzó la celebridad en la Francia de la posguerra gracias a las entrevistas radiofónicas que le hizo Robert Mallet en 1951, suena lógico que el escritor dijese que de hecho “nunca abandonó esa vida oculta debajo de la mesa”, como nos recuerda Calasso.4
Yo agregaría que, desde ese escondrijo, Léautaud logró ser un “marginal en el centro” (Monsiváis dixit). Lo supo todo sobre las letras francesas y sobre todos sus personeros y personajes (nunca viajó ni le interesó ninguna otra literatura aunque soñó con instalarse en Londres, ignorante del inglés, por encontrar a ese reino como el último baluarte del individualismo), pues al carecer él mismo de verdadera importancia literaria, a la vez indispensable e invisible, se metía en todas partes. Consciente además de que su única actividad literaria de importancia era escribir ese diario, pese a haber sido, bajo el seudónimo de Maurice Boissard,5 un temido crítico de teatro, Léautaud hizo aparentemente de su diario un híbrido ni privado ni público. No se pretende patológico a la romántica (ya veremos cuán natural es su patología) como Amiel; podría escribirse un paralelo del campo contra la ciudad al anteponer los diarios de Renard (a quien detestaba) y Léautaud; nada tiene su diario de místico o de edificante como los de Paul Claudel o Julien Green, pues Léautaud fue un escritor decididamente ateo, muy en la escuela librepensadora de Anatole France.
Hasta que no se pesó su Journal littéraire, acaso, en su género, la memoria más vasta, junto con las memorias del duque de Saint-Simon, Léautaud fue una figura de tercer orden (tal cual era su propósito). El Diario del peripatético Gide es obra de un escritor famoso y de una conciencia moral, diario que se escribía para publicarse, mientras que el de Léautaud, del cual se publicaron solo algunos fragmentos escogidos a partir de 1940, era una ventana al mundo construida desde la inmovilidad de un memorialista sentimental que se reconocía en los caracteres fuertes e independientes del siglo XVIII y no en las obras de su época (si algún reproche puede hacérsele a Léautaud es que a veces le interesó más la vida literaria que la literatura), una coquetería que fascinó a quienes lo munieron de dinero, afecto y admiración antes de su muerte.
A la distancia, me resultan evidentes las causas políticas del culto tardío a Léautaud. Era uno de esos anarquistas de derechas tan del gusto de la Tercera República, pero no un colaboracionista (fue, dice Alan Pauls, “una suerte de réplica zumbona, indolente e inofensiva”6 de Céline), el antídoto precisado por un público conservador, más literario que filosofante, harto de las querellas existencialistas y de su desenlace fatalmente político. Murió representando a la literatura pura, la cual se remitía a los nombres de Alfred Vallette (director de la casa y protector de Léautaud) y su esposa la novelista Rachilde, Remy de Gourmont, Apollinaire, el primer Valéry… el Mercure de France, la revista más vieja de Francia, cuya importancia fue cediendo a la Nouvelle Revue Française, que tendría, empero, a Léautaud entre sus más ariscos colaboradores. Uno de los episodios más peligrosos en la breve vida de Jacques Rivière, director de la nrf, fue cuando osó sugerirle a Léautaud que morigerase sus ataques contra Jules Romains, uno de los autores de la casa.7
Ardua es la tarea de reseñar el Journal littéraire y no faltó quien desistió teniéndolo todo preparado, como el poeta chileno Armando Uribe.8 Yo me contentaré con reseñar una fascinante rama menor y subsidiaria del diario léautaudiano, el Journal particulier, páginas desprendidas del “diario general”, apartadas del conjunto como homenaje a sus dos amantes, libros dispuestos voluntariamente para su publicación póstuma. Y como no tengo Le Fléau. Journal particulier 1917-1930 (1989), el dedicado a la Cayssac, me dedicaré a la reseña de los consagrados a la Dormoy, escritora con carrera propia y una orgullosa conductora de su propio vehículo, en años en que ese gesto de pericia e independencia era infrecuente en París. Se conservan dos Journals particuliers, los dedicados a 1933 y a 1935, perdido como está el de 1934.9
En el origen de todo está el diario. Dormoy entra en contacto con Léautaud como empleada de la recién fundada biblioteca literaria del coleccionista y modisto Jacques Doucet (1853-1929), la cual, asociada a la Universidad de París, deseaba comprar los originales del Journal littéraire. No pasa demasiado tiempo antes de que Dormoy, antigua amante del crítico André Suarès y de otras notabilidades parisinas, se convierta en el gran amor de Léautaud y en la publicista leal de su obra. Según las memorias inéditas de Dormoy, que supongo está preparando madame Silve, la editora de Journals particuliers, para su publicación, fue Léautaud quien virtualmente la atacó y Marie se sacrificó ante el asco que le producía un hombre desdentado y sucio, que lavaba él mismo (y muy mal) su ropa interior y que había llegado a ser propietario y protector de trescientos gatos y decenas de perros. Sus bestias predilectas dormían en su cama y Marie no compartió el lecho del diarista en Fontenay-aux-Roses, a las afueras de París, hasta que ella no se compró una suerte de sleeping bag que la protegía de la inmundicia.
El de 1933, al menos, no es un diario amoroso ni erótico. Es obsceno sin ser pornográfico. Léautaud no se permite ninguna expresión que lo emparente con Sade. Su francés vernáculo, en cuanto a la descripción genital, es muy pobre. Se conforma con los puntos suspensivos y las abreviaturas. Al principio y durante un buen lapso de la relación, Léautaud compara negativamente a Dormoy con la Cayssac, con la que seguía en relación aunque de manera decreciente. El gusto actual encontrará intolerable la misoginia con la que se refiere a su amante. Le asquea el desinfectante anticonceptivo que ella usa (inútilmente pues más tarde se sabrá imposibilitada para engendrar), la considera peligrosamente enfermiza para un hombre débil de sesenta años como él aunque aprecia sus besos y caricias, su conversación encantadora, su lealtad a toda prueba como dactilógrafa y luego editora (ella misma pasó en limpio no solo el diario general sino el particular y es probable que ciertas lagunas, como sospecha Silve, se deban a la censura de Marie). A sus cuarenta y seis años, Dormoy no renuncia a su mundo ni al resto de sus amantes, educando a Léautaud, quien, amante de Molière más que del remoto Shakespeare, no en pocas ocasiones actúa de Otelo. Para un hombre del siglo XIX como Léautaud, la aparente docilidad de Dormoy acaba siendo civilizatoria y en 1935 tendremos a dos amantes en plenitud, enamorados, taller de penetración anal incluido, orgasmos compartidos ruidosamente festejados. Léautaud dramatiza si ella lo ama o no lo ama, pero, como Stendhal, le da escasa importancia a sus fiascos, a la inevitable y progresiva pérdida de vigor sexual.
Pasado ese año perdido, el Journal particulier de 1935 es más feliz. Es decir, monótono. Ya conocemos a los personajes, sus gustos y sus cochinadas, su creciente afición a la posición 69 (que al principio Léautaud rehusaba por razones morales) pero, sobre todo, porque es la crónica, minuciosa hasta desquiciar por aburrimiento al lector, de una relación de pareja como cualquier otra. Amenazados por la reaparición frecuente de Cayssac, ello le permite a Léautaud exponer teorías inaceptables de por qué los hombres pueden padecer celos retrospectivos y las mujeres no, angustiarse mucho cuando ella llora (y lo hace con frecuencia), burlarse de Willy, el marido de Colette, por requerir de alguna obra libertina bajo la almohada para excitarse o pasearse en automóvil hablando de Chamfort (quien busque literatura debe ir al Journal littéraire, porque aquí la hallará en dosis muy escasas).
Enamorarse era la consecuencia previsible de una vida donde la escritura tenía como centro el amor perdido de una madre. Léautaud sexualiza en ese sentido su relación con la Dormoy y en ello es más atrevido, por cierta inconsciencia, que Georges Bataille, celebrado inmoralista y teólogo pornográfico. El juego, común en la pareja, de orinarse el uno en el otro, más que sexual parece remitir a fantasías no realizadas con Jeanne Forestier, madre del escritor, o a la repetición de juegos inocentes tenidos por Paul con sus nodrizas.
Que Léautaud ame, al fin, tiene algo de teatral. Señala también Pauls que, creado en el melodrama barato del fin de siglo, el diarista llegó a la literatura porque sus padres lo echaron del escenario. Su ganapán fue ser crítico de teatro y siempre parece estar gritando desde una butaca o dando instrucciones tras bambalinas. Lo suyo es la mueca y la voz, concluye el prologuista argentino, y no es casualidad que la fama se la haya traído la radio. Y que Léautaud ame es también ridículo y problemático porque se trata de un misántropo y los misántropos no están hechos para el amor a riesgo de resultar patéticos. O, para decirlo con palabras de André Malraux, este misántropo fue un “idiota moral”. Defensor de los animales que habría firmado la declaración de sus derechos universales en 1978 y hoy sería vegano o al menos afecto a las teorías de Peter Singer sobre la urgencia ética de borrar la frontera entre la humanidad y la animalidad, Léautaud detestaba ortodoxamente a su prójimo semejante.
Quien hizo de su jardín en Fontenay-aux-Roses una necrópolis donde enterró con sus propias manos a sus amadas mascotas y murió privado de casi todas ellas para no condenarlas a la orfandad, quien le dedicó a su gato Milton una de sus obras, fue el típico antisemita francés en cuyo Journal littéraire, en 1947, se dijo “completamente indiferente a esas historias de deportados, de campos alemanes, de vagones de gas, de judíos en sus barcos-jaulas”,10 todo lo cual le parecía una nueva versión del éxodo veterotestamentario. Como Voltaire, Léautaud detestaba a los judíos por haber procreado a los cristianos.
Pero Paul y Marie se amaron y el escabroso Journal particulier termina con una estampa delicada que yo, sin cansarme nunca de leer a Léautaud, me creo obligado a traducir:
Martes 31 de diciembre. Regresando a las siete de la noche, la reja apenas se encuentra cerrada y el barrote exterior no está puesto. Adivino que ella ha venido durante el día. En efecto, en mi despacho, un recado: “Feliz año, feliz año, feliz año. Adoro venir cuando no hay nadie.” Y a un lado, algunas cositas para mi cena.11 ~
1 Stendhal, Vida de Henry Brulard. Recuerdos de egotismo, prólogo y traducción de Consuelo Berges, Madrid, Alianza Editorial, 1975, p. 43.
2 Roberto Calasso, Los cuarenta y nueve escalones, traducción de Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 1994, p. 253.
3 Ibídem.
4 Ibídem.
5 Paul Léautaud, Le théâtre de Maurice Boissard (1907-1923), París, Gallimard, 1926.
6 Alan Pauls, prólogo a Léautaud, In memoriam y Amores, traducción de Esteban Riambau Saurí, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2012, p. 15.
7 Martine Sagaert, Paul Léautaud. Biographie, prólogo de Philippe Delerm, París, Le Castor Astral, 2006, p. 78.
8 Armando Uribe, Pound y Léautaud. Ensayos y versiones, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2009. Yo mismo reseñé ese libro en Letras Libres de abril de 2014: http://letraslib.re/1Jgc9El
9 Léautaud, Journal particulier 1933, edición de Édith Silve, París, Mercure de France, 1986; Journal particulier 1935, edición de É. Silve, París, Mercure de France, 2012. [Existe una versión en español del primero: Diario personal, Barcelona, Seix Barral, 2000.]
10 Léautaud, Journal littéraire, selección de Pascal Pia y Maurice Guyot con prefacio de Pierre Perret, París, Mercure de France, 1998, p. v.
11 Léautaud, Journal particulier 1935, op. cit., p. 289.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile