Para Heráclito la luz era seca, el alma misma aunque más sabia.
Como parte de la naturaleza la luz ama fugarse; avanzando a través del universo. Heráclito miraba el sol y se preguntaba: ¿Cómo ocultarse de lo que jamás se acuesta? Su luz se esparce y recoge, avanza y retrocede. Cambiando, reposa. Durante muchos siglos la luz fue una especie de “boojum”, eso que existía y con lo que no había que meterse, advierte Lewis Carroll en su poema de 1874 The Hunting of the Snark: Agony in Eight Fits. Estudiar la luz era internarse en una ciencia de la cual no sabía mucho.
La luz es la línea central que orienta nuestra experiencia. Euclides escribe sobre la óptica y nos ilustra: los rayos visuales, o líneas de visión, son rectilíneos. En su largo ensayo sobre arte y ciencia (1992), Leonard Shlain piensa que la línea recta es vital para la sobrevivencia de muchos organismos y que, en el caso particular de los humanos, debió haber tenido un efecto poderoso durante el desarrollo de antiguas civilizaciones costeras, así como en la invención de una lógica lineal, de alfabetos y espacios arquitectónicos lineales.
Luego de concebir una nueva manera de entender el espacio y el tiempo, los griegos antiguos intentaron definir la inefable naturaleza de la luz. Para los preclásicos era lo mismo que el ojo, las cuencas oculares parecían despedir luz y en la naturaleza las fuentes luminosas solían verse como enormes ojos. La gente podía llamar “ojo” al Sol y “luz” a sus ojos. Más tarde comenzaron a sepáralos. La luz se convirtió en un vehículo de información capaz de comunicarse con el órgano sensorial que lo recibía. Platón creía que la luz emanaba de nuestra mente y Aristóteles afirmaba que venía del Sol, golpeaba los objetos de la realidad exterior y luego rebotaba en los órganos de la visión. Ambos pensaban en “algo” que, o bien llevaba a cabo su misterioso truco en un tiempo determinado o era instantáneo. Si el espacio estaba vacío, la luz debía poseer algo característico que le permitiera atravesarlo.
En el siglo VI a.C. Alcmaeon descubrió que el nervio óptico conecta los ojos con el cerebro. No era una pista clara para entender la esencia de la luz pero al menos empezaba a descartar claves erróneas y moldeaba el concepto de fantasía (phantasia) cuya raíz etimológica es phaos (luz). En la primera mitad del siglo XV, Piero Della Francesca introdujo el uso natural de las sombras y Leon Battista Alberti publicó su tratado de la perspectiva, en el que habla de la necesidad de tener un solo “punto de fuga” para lidiar con la luz.
A través de un prisma Isaac Newton nos ofreció una clave importante: la luz es un conjunto, un espectro de colores. De hecho, los colores no existen, son diferentes formas de vibración de la luz. Así, la sensación subjetiva de que el violeta se parece más al rojo que al azul, a pesar de que ambos colores se encuentran en lados opuestos del espectro cromático, nos indica que el tono rojizo del violeta es algo que tiene que ver con el sistema nervioso y no con la física de los espectros. Es decir, crecemos con una dotación limitada de colores, según la herencia de nuestros padres y la crianza que nos brindaron, de manera que si viajáramos al espacio remoto no veríamos colores nuevos, sino los que conocimos en nuestro planeta natal. Sin embargo, estas ideas no se comprendieron cabalmente hasta que el autodidacta Michael Faraday comenzó a domar la luz ante un público atónito en la Royal Institution hacia la primera mitad del siglo XIX. Poco después, e inspirado en su trabajo, James Clerck Maxwell descubrió que la luz era radiación electromagnética:
“Mientras que Faraday veía en su cabeza líneas de fuerza atravesando el espacio, los matemáticos imaginaban centro de fuerza atrayéndose a la distancia; donde Faraday vio un medio, aquellos seguían pensando en distancias. Faraday fue al meollo del asunto, tratando de averiguar qué sucedía en el medio; los matemáticos se sintieron satisfechos de haberlo encontrado en una potencia que actúa a distancia y se halla impresa en los fluidos eléctricos”.
Maxwell creía que los campos eléctrico y magnético viajan en forma de ondas que se mueven a la velocidad de la luz y lo expresó en ecuaciones. Poco después de su muerte, en la década de 1880, Heinrich Hertz demostró que tenía razón. Por tanto, el espectro de los colores era una variedad finita de radiación electromagnética, partículas viajeras en el espacio. Al mismo tiempo Thomas Young descubrió que, en determinadas circunstancias, la luz no se comporta como partícula sino como onda y que las matemáticas que las describen son equivalentes. Esta aparente contradicción, con el tiempo, resultó ser una ventaja, pues dependiendo de lo que se quiera estudiar se aplica uno u otro conjunto de ecuaciones. Como nos advierte Ian Stewart en su libro 17 ecuaciones que cambiaron el mundo (2012), una vez que conocemos las ecuaciones para el electromagnetismo es posible resolverlas cuando queremos predecir cómo los campos eléctrico y magnético se comportan en diferentes circunstancias. Hoy interpretamos dichas ecuaciones usando vectores, que son cantidades que no solo tienen tamaño sino dirección.
Parte del misterio es la existencia de luz invisible a nuestros ojos. Hay radiación cuya longitud de onda es mayor que la luz roja y otra con longitud de onda ligeramente menor a la luz azul o violeta. En el ultravioleta se perciben los rayos X y los rayos gamma; en el infrarrojo nos topamos con las microondas y las ondas de radio y televisión. Ahora sabemos que algunas especies son capaces de registrar radiación ultravioleta y los seres humanos, en ciertos casos, pueden llegar a ver en el infrarrojo. Dos claves más revolucionaron el asunto hasta nuestros días. A principios del siglo XX Max Planck propuso que dicha radiación electromagnética viajaba en paquetes o cuantos. Por su parte, Albert Einstein predijo la existencia del efecto fotoeléctrico.
El caso de la luz no ha sido resuelto del todo pero los investigadores han empezado a controlarla de manera cada vez más precisa y sorprendente gracias a la especialización de la física cuántica, la óptica y la química transformacional. No es gratuito, por tanto, que la ONU haya declarado 2015 como el Año Internacional de la Luz. El año pasado, el premio Nobel de química fue concedido a los avances ingeniosos en microscopía óptica que la llevaron a niveles nanométricos, mientras que el de física de ese mismo año se otorgó por la invención de diodos (LED) de luz azul.
Poco a poco, como lo llama Sidney Perkowitz en su historia del descubrimiento en ciencia y arte (1996), se conquista el imperio de la luz.[1]
La luz es excepcional no solo por su extraña personalidad sino porque, en su mayor parte, el universo carece de ella. Objetos radiantes como el Sol, la Tierra y los organismos que la habitan somos rarezas. Hay quienes suponen que la materia oscura está constituida de alguna clase de partículas que no logramos mirar. ¿Qué es entonces? ¿Un capricho de la naturaleza?
[1]Muestra de ello son los sofisticados rayos láser, los aceleradores de partículas que generan luz de una pureza inigualable, los focos fríos luminosos, las celdas solares refinadas y los telescopios que se sirven de novedosos detectores de radiación ultravioleta e infrarroja.
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).