Creo que no he sido el único en sentirme absolutamente abrumado por la tempestad fúnebre del finado Juan Pablo II. Fue como si hubiera caído una bomba atómica en la sede de San Pedro. Ni el maremoto del Índico dio tanto titular, tantas horas de radio y de televisión, tantas páginas de diario. Algunos viejos escépticos de mi cuerda nos llamamos por teléfono para preguntarnos si estábamos viviendo la misma barbarie. Pues sí. La estábamos viviendo.
Un periodista de raza, Arcadi Espada, debió de ser el único que hizo lo que está mandado en estos casos: acudió a la hemeroteca para comprobar cuánto había cambiado el mundo en veinte años. Efectivamente. Para la muerte de Pablo VI fueron suficientes tres páginas de El País, modelo de periódicos no sólo en España sino en Europa y ejemplo de casi todos los demás. Esta vez han sido 32 páginas. Hace dos décadas comentaron al Papa difunto cuatro articulistas. Esta vez han sido más de veinte.
Hasta hace unos años, Rafael Sánchez Ferlosio, siempre que se veía en la obligación de mencionar al Papa Wojtila, lo llamaba “el impresentable organista de Cracovia”. En la actualidad es “Juan Pablo II El Grande” según los dulces funcionarios vaticanos, seguidos de inmediato por la totalidad de los funcionarios mediáticos. No hubo cabeza visible que no afirmara que este Papa había sido uno de los personajes más importantes del siglo XX. Incluso le atribuyeron la caída del telón de acero. Al parecer, el campo de concentración comunista se vino abajo gracias a la intervención divina, y no por sus propios méritos.
¿Qué ha sucedido para que en veinte años un asunto tan trivial como la muerte de un Papa nonagenario se convierta en algo apoteósico? ¿Se debe al aumento del número de cristianos en el universo? Todo lo contrario: han descendido en picada e incluso en los territorios más colonizados, como España e Italia, van desapareciendo los creyentes activos. ¿Quizá se deba al fervor de una fe renovada y combativa? Nada de eso: las cifras de participación en los rituales religiosos dan ya un grado cero de asistencia, lo justo para poder abrir de vez en cuando las iglesias. Especialmente entre los jóvenes, el desapego es absoluto. Una reciente encuesta ponía a la Iglesia como una de las instituciones que provocaba mayor desconfianza entre los jóvenes, más que el ejército o la policía. Sólo “los políticos”, comprensiblemente, producían mayor desconfianza. ¿Por qué entonces los funcionarios siguen hablando de “el Papa de la juventud”? ¿Qué juventud? ¿La de quién?
Los que hemos sido instruidos en la vieja ilustración acudimos como cabestros a explicaciones clásicas: ha aumentado el grado de irracionalidad popular, la educación se ha hundido por completo, no puede haber pensamiento crítico cuando no hay instrumentos capaces de aplicarlo, la enajenación deportiva es el modelo con el que debemos medir la conducta humana, etcétera. Todo ello se podría resumir en la célebre queja: aumenta el crédito de las supersticiones, baja en picada el prestigio de la ciencia. Puede ser, pero me parece insuficiente.
Es cierto que los grupos que controlan el poder mediático tienen cada vez relaciones más estrechas e inquietantes con sectas supersticiosas como el Opus Dei o los Legionarios de Cristo, pero todavía no han alcanzado tanto poder como para imponer una marea informativa universal similar a la que hemos sufrido con este Papa. Obsérvese que era absolutamente insolvente, que fracasó en todo lo que se propuso y que trató de mantener un control psicótico sobre la vida sexual de su clientela, e incluso extenderlo a todo el planeta. No creo que Wojtila pueda pasar a la historia por nada mejor que la prohibición del preservativo, una decisión que condena a muerte por sida a millones de personas. Bien es verdad que esos millones de víctimas son pobres y los pobres nunca han entrado en el Vaticano. Recordaré a quien lo haya olvidado que éste también es el Papa que prohibió a los cónyuges hacer el amor con voluptuosidad, por muy casados que estuvieran.
No hay más remedio, por tanto, que rendirse a lo evidente: el minuto mediático de “muerte de Papa” ha subido de precio de un modo escandaloso. No se valora que fuera un Papa bueno o malo, admirado o detestado, inteligente o paleto. Se valora únicamente una mercancía y las mercancías no son ni buenas ni malas, sólo tienen precio. Un minuto de “muerte de Papa” viene a rendir lo mismo que un minuto de Olimpiadas (en España e Irlanda), de Circuito Fórmula I (en Europa y América Latina), de Gala de los Óscares (en USA). ¿Caza de focas en Japón? ¿Terremoto con niño en Honduras? ¿Pederastas pillados en Australia?
Si se mira así, todo casa, todo se hace comprensible y el alma se serena. La “muerte de Papa” sólo tiene ventajas. El escenario merece tres estrellas Michelin: la plaza de San Pedro la diseñó Bernini para que produjera un efecto, y lo produce. El material humano es bueno y muy barato: ancianas llorando, bellas jóvenes con la mirada perdida en el infinito, grupos que cantan, grupos que agitan banderas, grupos que rezan… Como un concierto de rock para jubilados. Los protagonistas son llamativos: ¡esas casullas!, ¡esos birretes!, ¡esos báculos!, ¡esos varones vírgenes y cubiertos de joyas! Un desfile de modelos sin pagar entrada. Y encima, todo ello espiritual, metafísico, teológico y para todos los públicos. Un chollo. –
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