El flautista de Hamelín

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Cabe expresar en clave de fábula lo que hasta ahora es sólo una pulsión: quizás la vocación secreta del flautista sea en verdad el abismo y no otra cosa, quizás el mismo flautista piense que su melodía es la mejor para los roedores que, de todas maneras, terminarán ahogados en el río. Es un problema de percepción: los ciudadanos de ayer lo han llamado para que se lleve todas las plagas de la ciudad sin advertir que el melodioso también los puede arrastrar a ellos. Primero fueron roedores, luego niños y ahora los habitantes mayores. Tierra arrasada, parece ser el designio del flautista. Y es que la melodía, bien lo sabemos, tiene poder de encantamiento; nadie la escucha realmente porque todos quedan subyugados. Se aburre el flautista en la ruta, y se aburre porque desconoce el contraste: la realidad se resume en él, en sus designios, y todo lo demás son las ondas de su pensamiento, que van rebotando contra las laderas del sendero.

Puede entenderse que los ciudadanos lo hayan llamado para que se deshaga de las plagas: sólo que ahora el flautista es la plaga que se deshace de los ciudadanos. Los roles se han invertido y ahora el otrora salvador es el verdadero enterrador. Con todos los ciudadanos a merced de la corriente crepitosa, que los lleva barranco abajo, el flautista se queda con los graneros, con las viandas, con las fiestas de la noche. Sólo él celebra (se celebra) en medio de la ciudad desierta, sólo él baila su danza.

La ruta se hace eterna y ya nadie recuerda la encomienda de los inicios: llevar las plagas al río. Hace años que los ciudadanos –cansados, huidizos– le entregaron las llaves de la villa a un solo salvador –acaso un músico itinerante, un trovador–, creyendo que un solo visitante podía suplantar la conciencia colectiva. Como la divisa de los ciudadanos era no pensar, no estremecerse y rehuir siempre de la adversidad, ellos mismos son hoy la plaga, arrastrada por el flautista, ya de por sí inconsciente.

La música que ahora se toca es acaso sacra, quizás más bien luctuosa, y la alegría de los inicios es hoy una melodía serial, una marcha fúnebre. El himno de la ciudad ha cambiado porque el flautista lo toca a su antojo, agregándole estrofas que son de su exclusiva cosecha, y en las pocas plazas públicas ya ni siquiera encontraremos música, sino tan sólo el rostro del flautista, reproducido hasta el hartazgo.

Hay quien ha visto en las calles a los roedores de vuelta –de vuelta porque en verdad nunca se han ido–. El flautista los ha regresado por el mismo camino del río porque ahora sólo se concentra en los niños, que es como decir el futuro, que es como decir la esperanza.

Los ciudadanos que se consideraban más aventajados han caminado detrás del flautista: son su séquito, sus vasallos. Al inicio hablaban, alternaban argumentos, siempre con el profundo respeto que el flautista les merecía, pero ahora han terminado siendo sordos, pues ya ni siquiera la melodía los inquieta. La melodía, en verdad, es el soliloquio del flautista: sonora, inalterable, intransitable, acaso el silencio mismo, acaso el mutismo de todos.

La memoria se enrarece y ya nadie sabe del pasado. Hablar de roedores, de plagas, de salvaciones, de héroes, de las razones iniciales, forma parte de un terreno inexpugnable, de un país olvidado. Ya no hay raíz ni sentido sino una enredadera que crece eternamente: la enredadera del flautista. Los ciudadanos olvidan quiénes son, quiénes han sido, y ni siquiera reconocen a esposas, hijos o hermanos. El mismo nombre de Hamelín es un misterio: nadie sabe de su origen, nadie reconoce esas tres sílabas. Sólo la melodía de la flauta, sólo esa secuencia hipnótica por todo presente.

Las cien monedas de oro que el flautista ha recibido como pago de los ciudadanos también forman parte del olvido, pues, de taciturno, alto y desgarbado, el flautista es ahora opulento, avaro e ingrato. Cierta naturaleza antaña de los ciudadanos, que ahora viven en los escondrijos dejados por los roedores, ha pasado al alma del flautista.

La fábula resalta, como imagen de cierre, a un grupo de ciudadanos que, cogidos de la mano y formando una gran hilera, gritan su desesperación para que sus hijos no sigan al flautista. Pero ésta es la imagen de un sueño, de un sueño sin soñador, pues el flautista también ha secuestrado el espacio en el que las mentes se entregan a la noche, que es como decir la inconsciencia, cuyo único dueño es el flautista.

No busquéis en Hamelín ni un roedor, ni un niño, ni un ciudadano, pues sólo encontraréis al flautista. ~

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