El Inca Garcilaso y la lengua general

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Hijo de un conquistador español y de una princesa inca, nacido en el Cuzco el 12 de abril de 1539, la infancia y juventud de Gómez Suárez de Figueroa transcurrieron en una circunstancia privilegiada: el gran trauma de la conquista y destrucción del Incario era reciente, se conservaba intacto en el recuerdo de indios y españoles, y los fastos y desgarros de la colonización, con sus luchas sangrientas, enconos, quimeras, proezas e iniquidades tenían lugar poco menos que ante los ojos del joven mestizo y bastardo cuya conciencia se impregnó de aquellas imágenes sobre las que su memoria volvería medio siglo después, ávidamente.
     A los veinte años, en 1560, Gómez Suárez de Figueroa partió a España, adonde llegó luego de un larguísimo viaje que lo hizo cruzar la Cordillera de los Andes, los arenales de la costa peruana, el mar Pacífico, el Caribe, el Atlántico y las ciudades de Panamá, Lisboa y, finalmente, Sevilla. Fue a la corte con un propósito concreto: reivindicar los servicios prestados por su padre, el capitán Garcilaso de la Vega, en la conquista de América y obtener por ello, de la Corona, las mercedes correspondientes. Sus empeños ante el Consejo de Indias fracasaron, por las volubles lealtades de aquel capitán, a quien perdió la acusación de haber prestado su caballo al rebelde Gonzalo Pizarro en la batalla de Huarina, episodio que atormentaría siempre al joven mestizo y que trató luego de refutar o atenuar, en sus libros. Rumiando su frustración,  fue a sepultarse en un pueblecito cordobés, Montilla, donde pasó muchos años en total oscuridad.  Salió de allí, por breve tiempo, para combatir entre marzo y diciembre de 1570, en la mesnada del Marqués de Priego, contra la rebelión de los moriscos en las Alpujarras de Granada, donde ganó, sin mucho esfuerzo, sus galones de capitán.
     En Montilla, luego en Córdoba, amparado por sus parientes paternos, vivió una existencia ordenada de la que sabemos, apenas, su afición a los caballos, que embarazó a una criada, la que le dio un hijo, que apadrinó abundantes bautismos y negoció unos censos nada menos que con don Luis de Góngora. Y, lo más importante, que se dedicó a leer y estudiar con provecho y vocación pues, cuando, en 1570, aparezca su primer libro, una delicada traducción del italiano al español de un libro de teología y filosofía neoplatónica, los Diálogos de amor, de León Hebreo,  el cuzqueño de Montilla, que para entonces ha cambiado su nombre por el de Inca Garcilaso de la Vega,  se ha vuelto un fino espíritu, impregnado de cultura renacentista y dueño de una prosa tan limpia como el aire de las alturas andinas. El libro fue prohibido por la Inquisición, y el Inca, cauteloso, se apresuró a dar la razón a los inquisidores admitiendo que no era bueno que semejante obra circulara en lengua vulgar "porque no era para vulgo".
     Para entonces, estaba empeñado en una empresa intelectual de mayor calado: la historia de la expedición española a la Florida, capitaneada por Hernando de Soto y, luego, por Luis de Moscoso, entre 1539 y 1543, aprovechando los recuerdos del capitán Gonzalo Silvestre, un viejo soldado que participó en aquella aventura y a quien Garcilaso había conocido en el Cuzco. Aunque, en sus páginas, el Inca alega, dentro de los tópicos narrativos de la época, ser un mero escribiente de los recuerdos de Silvestre y de otros testigos e historiadores de aquella desventurada expedición, La Florida del Inca, impresa en Lisboa en 1605, es, en verdad, una ambiciosa relación de arquitectura novelesca, impregnada de referencias clásicas y escrita con la alianza de peripecias, dramatismo, destellos épicos y colorido de las mejores narraciones caballerescas. Este texto basta para hacer de él uno de los mejores prosistas del Siglo de Oro.
     En La Florida, el Inca dice, defendiéndose de una imputación que caerá sobre él en el futuro —ser más un literato que un historiador—: "Toda mi vida, sacada la buena poesía, fui enemigo de ficciones, como son libros de caballerías y otros semejantes" (II, I, XXVIII). No tenemos por qué dudar de su palabra ni de sus buenas intenciones de historiador. Pero acaso podamos decir que, en su tiempo, las fronteras entre historia y literatura, entre realidad y ficción, eran imprecisas y desaparecían con frecuencia. Eso ocurre, más que en ninguna otra de sus obras, en La Florida, una historia que Garcilaso conoció a través de los recuerdos —materia subjetiva a más no poder— de un viejo soldado empeñado en destacar su protagonismo en la aventura, y de apenas un par de testimonios escritos. En verdad, aunque la materia prima de La Florida sea historia cierta, su proyección en el libro de Garcilaso, de prosa cautivadora y diestro manejo narrativo, idealiza el relato verídico hasta trastocarlo en narración épica, en una hermosa ficción histórica, la primera de raigambre hispanoamericana.
     Aunque contó con el testimonio del capitán Gonzalo Silvestre, que había participado en la conquista de la Florida en la expedición de Hernando de Soto, y consultó las relaciones de dos testigos presenciales —Juan Coles y Alonso de Carmona— Garcilaso no pisó aquellas tierras, ni conoció a aquellos nativos, ni las lenguas que hablaban, de modo que, pese a sus esfuerzos por ceñirse a la verdad histórica, en La Florida del Inca debió recurrir a menudo a su imaginación para llenar los vacíos y colorear con detalles, precisiones y anécdotas la empresa que narraba. Lo hizo con la eficacia y el talento de los mejores narradores de su tiempo. Se ha dicho que el modelo de esta primera obra de aliento del Inca Garcilaso fueron las novelas de caballerías, y esta realidad salta a la vista cuando se coteja este hermoso libro con las épicas aventuras de Amadises, Espliandanes o Tristán de Leonís.
     Son caballerescos los discursos, literarios y altisonantes, que intercambian indios y españoles y la vocación ceremonial que comparten, de lo que es ejemplo eximio la perorata del cacique Vitachuco a sus hermanos que van a persuadirlo de que acepte la paz (II, I, XXI). Los nativos de la Florida tienen el mismo sentido puntilloso de la honra y el honor de los castellanos, la noción renacentista del valor, la reputación, las apariencias, la predisposición a los desplantes y gestos teatrales, y son feroces en sus castigos contra las adúlteras en tanto que no parece enojarlos en absoluto el caso de los adúlteros. Ocurre, como dice Luis Loayza, que
      
     Los indios son en realidad españoles disfrazados; no sólo su estilo sino todas sus ideas son europeas. Cabe suponer que es Garcilaso quien habla por ellos y los hace exponer sus propias opiniones sobre el honor, la fama, la lealtad, el valor, la religión natural, tal vez las injusticias de la conquista. 1
      
     Los nombres de los caciques suenan más a vasco que a aborigen (Hirrihigua, Mucozo, Urribarracuxi) y hay en La Florida algunos animales legendarios, como el lebrel Bruto que captura a cuatro indios en la provincia de Ocali. Las cifras del relato son exageradas, a menudo irreales, y esta inflación imaginaria afecta también a personajes y  sucesos. Pero no hay que reprochárselo, pues de estas licencias resultan algunas de las delicias del libro. Por ejemplo, esta descripción del curaca obeso:
      
     Era Capasi hombre grosísimo de cuerpo, tanto que, por la demasiada gordura y por los achaques e impedimentos que ella suele causar, estaba de tal manera impedido que no podía dar un solo paso ni tenerse en pie. Sus indios lo traían en andas doquiera que hubiese de ir, y lo poco que andaba por su casa era a gatas (II, II, XI).
      
     Ni siquiera falta en esta historia caballeresca una aventura sentimental: la del sevillano Diego de Guzmán, enamoradizo y tahúr, que, prendado de una india, hija del curaca Naguatex, a la que pierde en el juego, decide quedarse a vivir entre los indios antes que desprenderse de su amada.
     Por lo demás, el Inca no se siente limitado a referir los hechos. Va más allá y describe lo que sus personajes imaginan, algo que no es prerrogativa de historiador sino de novelista. Al cacique Vitachuco
      
     Ya le parecía verse adorar de las naciones comarcanas y de todo aquel gran reino por los haber libertado y conservado sus vidas y haciendas: imaginaba ya oír los loores y alabanzas que los indios, por hecho tan famoso y con grandes aclamaciones, le habían de dar. Fantaseaba los cantares que las mujeres y niños en sus corros, bailando delante de él, habían de cantar, compuestos en loor y memoria de sus proezas, cosa muy usada entre aquellos indios (II, I, XXIII).
      
     Nada de esto desmerece un ápice la poderosa verosimilitud que emana de La Florida y que mantiene en vilo la atención del lector. Pero este poder de persuasión brota más de lo literario que de lo histórico, antes de la destreza narrativa del Inca que de su fidelidad al hecho histórico. Todo el libro está impregnado de episodios y pequeñas anécdotas de extraordinario vigor narrativo, de hechos sorprendentes o situaciones excepcionales que hechizan al lector: "… porque Juan López Cacho, con lo mucho que había trabajado en el agua y con el gran frío que hacía, se había helado y quedado como estatua de palo sin poder menear pie ni mano" (II, II, XIII). O esta tétrica escena, en la que, luego de la batalla los españoles "se ocuparon de abrir indios muertos y sacar el unto para que sirviese de ungüentos y aceites para curar las heridas" (III, XXX). Pero acaso el más soberbio ejemplo sea el episodio en que el cacique Vitachuco, prisionero de Hernando de Soto, luego de un desplante corporal aparatoso —acaso una invocación a la divinidad—, se lanza sobre su captor al que, antes de ser atravesado por diez o doce espadas, desbarata de un puñetazo:
      
     Siete días después de la refriega y desbarate pasado, al punto que el gobernador y el cacique habían acabado de comer, que por hacerlo amigo le hacía el general todas las caricias posibles, Vitachuco se enderezó sobre la silla en que estaba sentado y, torciendo el cuerpo a una parte y a otra, con los puños cerrados extendió los brazos a un lado y a otro y los volvió a recoger hasta poner los puños sobre los hombros y de allí los volvió a sacudir una y dos veces con tanto ímpetu y violencia que las canillas y coyunturas hizo crujir como si fueran cañas cascadas. Lo cual hizo por despertar y llamar las fuerzas para lo que pensaba hacer, que es cosa ordinaria y casi convertida en naturaleza hacer esto los indios de la Florida cuando quieren hacer alguna cosa de fuerzas.
     Habiéndolo, pues, hecho, Vitachuco se levantó en pie con toda la bravosidad y fiereza que se puede imaginar y en un instante cerró con el adelantado, a cuya diestra había estado al comer, y, asiéndole con la mano izquierda por los cabezones, con la derecha a puño cerrado le dio un tan gran golpe sobre los ojos, narices y boca que sin sentido alguno, como si fuera un niño, lo tendió de espaldas a él y a la silla en que estaba sentado, y para acabarlo de matar se dejó caer sobre él dando un bramido tan recio que un cuarto de legua en contorno se pudiera oír.
     Los caballeros y soldados que acertaron a hallarse a la comida del general, viéndole tan mal tratado y en tanto peligro de la vida por un hecho tan extraño y nunca imaginado, echando mano a sus espadas arremetieron a Vitachuco y a un tiempo le atravesaron diez o doce de ellas por el cuerpo, con que el indio cayó muerto, blasfemando del cielo y de la tierra por no haber salido con su mal intento (II, I, XXVIII).
      
     Pero, aunque La Florida sea ya una obra maestra, el libro que ha inmortalizado y convertido en símbolo a Garcilaso, son los Comentarios Reales, cuya primera parte, dedicada al Imperio de los Incas, se publicaría asimismo en Lisboa, en 1609, cuando el Inca tenía setenta años, y la segunda, llamada  Historia General del Perú, sobre las guerras civiles y los comienzos de la Colonia, en 1617, un año después de su muerte. El Inca asegura que sólo escribió "lo que mamé en la leche y vi y oí a mis mayores", es decir, a esos parientes maternos, como Francisco Huallpa Túpac Inca Yupanqui, y los antiguos capitanes del emperador Huayna Cápac —tío de su madre—, Juan Pechuta y Chanca Rumachi, cuyas historias sobre el destruido Tahuantinsuyo maravillaron su infancia, en evocaciones que él graficó de manera fulgurante:
      
     De las grandezas y prosperidades pasadas venían a las cosas presentes, lloraban sus Reyes muertos, enajenado su imperio y acabada su República. Estas y otras semejantes pláticas tenían los Incas y Pallas en sus vistas, y con la memoria del bien perdido siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo: Trocósenos el reinar en vasallaje.
      
     Pero, pese a la solidez de sus recuerdos, a sus consultas epistolares a los cuzqueños, y al vasto cotejo que realizó con otros historiadores de Indias, como Blas Valera, José de Acosta, Agustín de Zárate o Cieza de León, los Comentarios Reales deben tanto a la ficción como a la realidad, porque embellecen la historia del Tahuantinsuyo, aboliendo en ella, como hacían los amautas con la historia incaica, todo lo que podía delatarla como bárbara —los sacrificios humanos, por ejemplo, o las crueldades inherentes a guerras y conquistas— y aureolándola de una condición pacífica y altruista que sólo tienen las historias oficiales, autojustificadoras y edificantes. Un gran garcilacista, José Durand, destaca con razón una tesis de Mariano Iberico, esbozada en 1939,2 según el cual esta visión "arquetípica y perfecta" con que el Inca Garcilaso describió el Tahuantinsuyo derivaba de la influencia platónica. El Inca, en efecto, traductor de una obra clásica del platonismo florentino (los Diálogos de amor de León Hebreo), y lector de muchos seguidores italianos de Platón, de Marsilio Ficino a Castiglione, estaba profundamente contaminado de la filosofía del pensador heleno, y es muy plausible que su visión de la "forma ideal del imperio" que describió tuviese tanto o acaso más que ver con la noción platónica de la república ejemplar y prototípica que con la prosaica realidad.

Para resaltar más los logros del Incario, todas las culturas y civilizaciones anteriores o contemporáneas a los Incas las ignora o acusa de primitivas y salvajes, viviendo en estado de naturaleza y esperando que llueva sobre ellas, maná civilizador, la  colonización de los incas, cuyo dominio paternalista, magnánimo y pedagógico "los sacaban de la vida ferina y los pasaban a la humana". La descripción de las conquistas de los emperadores cuzqueños es pocas veces guerrera; a menudo, un ritual trasplantado de las novelas de caballerías y sus puntillosos ceremoniales, en el que los pueblos, con sus curacas a la cabeza, se entregan a la suave servidumbre del Incario tan convencidos como los propios incas de la superioridad militar, cultural y moral de sus conquistadores. A veces, las violencias que éstos cometen son el correlato de su benignidad, pues las infligen en nombre del Bien para castigar el Mal, como el Inca Cápac Yupanqui, que, después de reducir pacíficamente incontables pueblos y tribus, ordena a sus generales que, en los valles costeros de "Uuiña, Camaná, Carauilli, Picta, Ouellca y otros" hagan "pesquisa de sodomitas y en pública plaza quemasen vivos los que hallasen, no solamente culpados sino indiciados, por poco que fuese; asimismo quemasen sus casas y las derribasen por tierra y quemasen los árboles de sus heredades, arrancándolos de raíz porque en ninguna manera quedase memoria de cosa tan abominable" (II, XIII). Para ensalzar  la civilización materna, el Inca asimila a los emperadores cuzqueños a la corrección política europea y a la implacable moral de la Contrarreforma.
     Es verdad que algunas leyes del Imperio eran feroces, como la que penaba a las vírgenes del Sol que rompían sus votos de castidad a ser enterradas vivas y al hombre que las había amado a ser ahorcado, y "sacrificados también su mujer, hijos, criados y también sus parientes y todos los vecinos y moradores de su pueblo y todos sus ganados". Pero se apresura a añadir que esta ley "nunca se vio ejecutada, porque jamás se halló que hubiesen delinquido contra ello, porque… los indios del Perú fueron temerosísimos de sus leyes y observantísimos de ellas, principalmente de la que tocaban en su religión o en su Rey" (IV, III).
     Respecto al imperio de los incas, Garcilaso es un legitimista, un leal defensor y mantenedor de la línea oficial cuzqueña y de su tradición excluyente y única. Su odio a Atahuallpa, al que llama "tirano" y presenta como advenedizo, traidor y cruel, es el sentimiento que debía despertar el quiteño en la nobleza incaica cuzqueña aliada a Huáscar, a la que aquél derrotó y despojó, mandando luego asesinar a su medio hermano, el monarca y descendiente legítimo de la línea imperial. Sus parientes maternos y su propia madre, Isabel Chimpu Occllo, vivieron de muy cerca las matanzas que perpetraron los generales de Atahuallpa al ocupar el Cuzco, y aquélla,  niña todavía, y su hermano Francisco Túpac Inca Yupanqui, fueron de los miembros de la casa real cuzqueña que escaparon a la carnicería gracias, dice Garcilaso, a que les quitaron "los vestidos reales y poniéndoles otros de la gente común" (XI, XXXVIII). Cuando el Inca describe los crímenes y torturas perpetradas por Atahuallpa contra los cuzqueños, desaparece toda la bonhomía y pacifismo que, según los Comentarios Reales, caracterizaba al Tahuantinsuyo, y su libro estalla en escenas de violencia terrible: pero ésta sirve, justamente, para destacar más, por contraste, la vocación humana y bienhechora del Incario creado por Manco Cápac frente al salvajismo inhumano de sus adversarios.
     ¿Por qué esta idílica visión del Imperio de los Incas ha alcanzado, pese a las enmiendas de los historiadores, una vigencia que ninguna de las otras, menos fantasiosas, haya merecido? Eso se debe a que Garcilaso fue un gran escritor, el más artista entre los cronistas de Indias, a que su palabra, tan seductora y galana, impregnaba todo lo que escribía de ese poder de sobornar al lector que sólo los grandes creadores infunden a sus ficciones.
     Es un gran prosista, y su prosa rezuma poesía a cada trecho. Nos habla del "hervor de las batallas" y asegura que los habitantes de esa República feliz, como en las utopías renacentistas, "trocaban el trabajo en fiesta y regocijo". ¿Por qué lucían tan feraces los maizales? Porque los incas "echaban al maíz estiércol de gente, porque dicen que es el mejor". ¿Qué son esas majestuosas siluetas que surcan los cielos? Las aves que los indios llaman cúntur, que son tan grandes que muchas se han visto tener cinco varas de medir, de punta a punta de las alas. Son aves de rapiña y ferocísimas, aunque la naturaleza, madre común, por templarles la ferocidad les quitó las garras; tienen las manos como pies de gallina, pero el pico tan feroz y fuerte, que de una herronada rompen el cuero de una vaca; que dos aves de aquéllas la acometen y matan, como si fueran lobos. Son prietas y blancas, a remiendos, como las urracas.
     Su paisaje favorito es, claro, el de los Andes, "aquella nunca jamás pisada de hombres ni de animales, inaccesible cordillera de nieves que corre desde Santa Marta hasta el Estrecho de Magallanes…" Pero la visión de la costa y sus pálidos desiertos y playas espumosas le inspira también descripciones deslumbrantes, como la de los alcatraces pescando:
      
     A ciertas horas del día, por la mañana y por la tarde —debe ser a las horas que el pescado se levanta a sobreaguarse o cuando las aves tienen más hambre—, ellas se ponen muchas juntas, como dos torres en alto, y de allí, como halcones de altanería, las alas cerradas, se dejan caer a coger el pescado, y se zambullen y entran debajo del agua, que parece que se han ahogado; debe ser por huirles mucho el pescado; y cuando más se certifica la sospecha, las ven salir con el pez atravesado en la boca, y volando en el aire se lo engullen. Es gusto ver caer unas y oír los golpazos que dan en el agua; y al mismo tiempo ver salir otra con la pesca hecha, y ver otras que, a medio caer, se vuelven a levantar y subir en alto, por desconfiar del lance. En suma, es ver doscientos halcones juntos en altanería que bajan y suban a veces, como los martillos del herrero (VII, XIX).
      
     Hombre de vida tranquila y disciplinada, según revelan los documentos que nos han llegado de él, Garcilaso proyecta ese ideal doméstico privado sobre el Imperio de los Incas en el que alaba, antes que nada, "su orden y concierto". La manía de la limpieza era tal, afirma, que los Incas mandaban dar "azotes en los brazos y piernas" a los súbditos desaliñados, y los emperadores cuzqueños, en su manía del aseo, exigían como tributos "canutos de piojos" en su "celo amoroso de los pobres impedidos, por obligarles a que se despiojasen y limpiasen" (V, VI).
     Muchas páginas de antología hay en los Comentarios Reales. Pequeñas historias relatadas con la destreza de un cuentista consumado, como la  aventura del náufrago Pedro Serrano, precursor y acaso modelo del Robinson Crusoe, o la batalla contra las ratas que protagonizó, un día y una noche, un marinero enfermo en una nave solitaria atracada en el puerto de Trujillo. O legendarias creencias de los antiguos peruanos: la enfermedad de la luna y los conjuros para curarla, por ejemplo, o la peripecia triste de la piedra cansada, traída de muy lejos para la fortaleza del Cuzco pero que "del mucho trabajo que pasó por el camino, hasta llegar allí, se cansó y lloró sangre, y que no pudo llegar al edificio" (VII, XXIX). Episodios épicos, como la conquista de Chile por Pedro de Valdivia y las rebeliones araucanas, o descripciones soberbias, principalmente la evocación del Cuzco, su tierra. A la nostalgia y el sentimiento que contagian a este texto una tierna vitalidad, se suman una precisión abrumadora de datos animados por pinceladas de color que van trazando, en un inmenso fresco, la belleza y poderío de la capital del Incario, con sus templos al sol y sus conventos de vírgenes escogidas, sus fiestas y ceremonias minuciosamente reglamentadas, lo pintoresco de los atuendos y tocados que distinguían a las diferentes culturas y naciones sometidas al Imperio y viviendo en esta ciudad cosmopolita, erizada de fortalezas, palacios y barrios conformados como un prototipo borgesiano, pues reproducían en formato menor la geografía de los cuatro suyos o regiones del Tahuantinsuyo: el Collasuyo, el Cuntisuyo, el Chinchaysuyo y el Antisuyo.
     La elegancia de este estilo está en su claridad y en su respiración simétrica y pausada, en sus frases de vasto aliento que, sin jamás perder la ilación ni atropellarse, despliegan, una tras otra, en perfecta coherencia y armonía, ideas e imágenes que alcanzan, algunas veces, la hipnótica fuerza de las narraciones épicas, y, otras, los acentos líricos de endechas y elegías. El Inca Garcilaso, "forzado del amor natural de la patria", que confiesa haberlo impulsado a escribir su libro,  esmalta y perfecciona la realidad objetiva para hacerla más seductora, sobre un fondo de verdad histórica con la que se toma libertades aunque sin romper nunca del todo con ella. La acabada artesanía de su estilo, la astucia con que su fantasía enriquece la información y su dominio de las palabras, con las que de pronto se permite alardes de ilusionista, hacen de los Comentarios Reales una de esas obras maestras literarias contra las que en vano se estrellan las rectificaciones de los historiadores, porque su verdad, antes que histórica, es estética y verbal.
     El Inca está muy orgulloso de ser indio, y se jacta a menudo de hablar la lengua de su madre, lo que, subraya muchas veces, le da una superioridad —una autoridad— para hablar de los incas sobre los historiadores y cronistas españoles que ignoran, o hablan apenas, la lengua de los nativos. Y dedica muchas páginas a corregir los errores de traducción del quechua que advierte en otros cronistas a quienes su escaso o nulo conocimiento del runa-simi conduce a error. Es posible, sin embargo, que este quechua del que se siente tan orgulloso y que se jacta de dominar, en verdad se le estuviese empobreciendo en la memoria por las escasas o nulas ocasiones que tenía de hablarlo. Hay, a ese respecto, en La Florida del Inca, una dramática confesión, comparando su caso con el del soldado español Juan Ortiz, cautivo por más de diez años de los indios de los cacicazgos de Hirrihigua y de Mucozo y que, cuando van a rescatarlo unos españoles dirigidos por Baltasar de Gallegos, descubre que ha olvidado el español y apenas puede balbucear "Xivilla, Xivilla" para que lo reconozcan. Dice el Inca que, al igual que Juan Ortiz entre los indios, por no tener él en España "con quien hablar mi lengua general y materna, que es la general que se habla en todo el Perú… se me ha olvidado de tal manera… que no acierto ahora a concertar seis o siete palabras en oración para dar a entender lo que quiero decir" (La Florida del Inca, II, I, VI). El idioma en el que dice todo esto no es el quechua sino el español, una lengua que este mestizo cuzqueño domina a la perfección y maneja con la seguridad y la magia de un artista: una lengua a la que, por sus ancestros maternos, por su infancia y juventud pasadas en el Cuzco, por su cultura inca y española, por su doble vertiente cultural, él colorea con un matiz muy personal, ligeramente exótico en el contexto literario de su tiempo, aunque de estirpe bien castiza. Hablar de un estilo mestizo sería redundante, pues todos lo son: no existe un estilo puro, porque no existen lenguas puras. Pero la de Garcilaso es una lengua que tiene una música, una cadencia, unas maneras impregnadas de reminiscencias de su origen y condición de indiano, lo que le confiere una personalidad singular. Y, por supuesto, pionera.
     El logro extraordinario del Inca Garcilaso de la Vega —dicho esto sin desmerecer sus méritos  sociológicos e historiográficos—, antes que en el dominio de la Historia, ocurre en el lenguaje: es literario. De él se ha dicho que fue el primer mestizo, el primero en reivindicar, con orgullo, su condición de indio y de español, y, de este modo,  también, el primer peruano o hispanoamericano de conciencia y corazón, como dejó predicho en la hermosa dedicatoria de su Historia General del Perú: "A los Indios, Mestizos y Criollos de los Reynos y Provincias del grande y riquísimo Imperio del Perú, el Ynca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y paisano, salud y felicidad". Sin embargo, curiosamente, este primer "patriota" del que nos reclamamos los peruanos, al afirmar antes que ningún otro su idea de Patria, encontró y asumió bajo este vocablo una fraternidad mucho más amplia que la de una circunscrita nacionalidad, la de un vasto conglomerado que, poco más o poco menos, se confunde con la colectividad humana en general. No fue esta una operación consciente, desde luego: es algo que resultó de sus intuiciones, de sus lecturas universales y de su sensibilidad generosa, y, por cierto, de ese humanismo sin fronteras que bebió de la literatura renacentista, un espíritu ecuménico muy semejante, por lo demás, a la idea de ese Imperio de los Incas que él popularizó: una patria de todas las naciones, una sociedad abierta a la diversidad humana. Llamándose "indio" a veces, y a veces "mestizo", como si fueran términos intercambiables y no hubiera en ellos una incompatibilidad manifiesta, el Inca Garcilaso reivindica una Patria, precisando "yo llamo así todo el Imperio que fue de los Incas" (IX, XXIV). Por lo demás, este hombre tan orgulloso de su sangre india, que lo entroncaba con una civilización de historia pujante y altamente refinada, no se sentía menos gratificado de su sangre española, y de la cultura que heredó gracias a ella: la lengua y la religión de su padre, y la tradición que lo enraizaba en una de las más ricas  vertientes de la cultura occidental.  El inventario que se hizo de su biblioteca, a su muerte, es instructivo: su curiosidad intelectual no conocía fronteras. En él figuran, además de autores castellanos, muchos clásicos helenos, latinos e italianos, Aristóteles, Tucídides, Polibio, Plutarco, Flavio Josefo, Julio César, Suetonio, Virgilio, Lucano, Dante, Petrarca, Boccaccio, Ariosto, Tasso, Castiglione, Aretino y Guicciardini, entre muchos otros.
     Lo notable y novedoso —revolucionario, habría que decir— en la actitud del Inca frente al tema de la Patria, lo que ahora llamaríamos "la identidad", es que es el primero en no ver la menor incompatibilidad entre un patriotismo inca y un patriotismo español, sentimientos que en él se entroncaban y fundían, como un todo indisoluble, en una alianza enriquecedora. Por eso, nadie trate de valerse de las bellas páginas que escribió el Inca Garcilaso de la Vega para acarrear agua al molino del nacionalismo. El autor de los Comentarios Reales está en las antípodas de la visión limitada, mezquina y excluyente de cualquier doctrina nacionalista. Su idea del Perú es la de una Patria en la que cabe la diversidad, en la que "se funden los contrarios" (la idea que George Bataille tenía de lo humano): esa aptitud para abrirse a las demás culturas e incorporarlas a la propia, que tanto admiraba en sus ancestros Incas. Por eso, al final, la imagen de su persona que su obra nos ha legado es la de un ciudadano sin bridas regionales, alguien que era muchas cosas a la vez sin traicionar ninguna de ellas: indio, mestizo, blanco, hispano-hablante y quechuahablante (e italia-nohablante), cuzqueño y montillano o cordobés; indio y español, americano y europeo. Es decir, un hombre universal.
     Pero, acaso más importante todavía que cualquier consideración sociológica derivada de su obra, sea el que, gracias a la cristalina y fogosa lengua que inventó, fuera el primer escritor de su tiempo en hacer de la lengua de Castilla una lengua de extramuros, de allende el mar, las cordilleras, las selvas y los desiertos americanos: una lengua no sólo de blancos, ortodoxos y cristianos, sino también de indios, negros, mestizos, paganos, ilegítimos, heterodoxos y bastardos. En su retiro cordobés, este anciano devorado por el fulgor de sus recuerdos perpetró, el primero de una vastísima tradición, un atraco literario y lingüístico de incalculables consecuencias: tomó posesión del español, la lengua del conquistador y, haciéndola suya, la hizo de todos, la universalizó. Una lengua que, como el runa-simi, que él evocaba con tanta devoción, se convertiría desde entonces, igual que el quechua, en la lengua general de los pueblos del Imperio de los Incas, en la lengua general de muchas razas, culturas, geografías: una lengua que, al cabo de los siglos, con aportes de habladores y escribidores de varios mundos, tradiciones, creencias y costumbres, pasaría a representar a una veintena de sociedades desparramadas por el planeta, y a cientos de millones de seres humanos, a los que ahora hace sentirse solidarios, hijos de un tronco cultural común, y partícipes, gracias a ella,  de la modernidad.
     Este ha sido, desde luego, un vastísimo proceso, con innumerables figurantes y actores. Pero, si hay que buscar un principio al largo camino del español, desde sus remotos orígenes en las montañas asediadas de Iberia hasta su formidable proyección presente, no estaría mal señalarle como fecha y lugar de nacimiento los de los Comentarios Reales que escribió, hace cuatro siglos, en un rincón de Andalucía, un cuzqueño expatriado al que espoleaban una agridulce melancolía y esa ansiedad de escribidor de preservar la vida o de crearla, sirviéndose de las palabras. –

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Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) es escritor. En 2010 obtuvo el premio Nobel de Literatura. En 2022, Alfaguara publicó 'El fuego de la imaginación: Libros, escenarios, pantallas y museos', el primer tomo de su obra periodística reunida.


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