La decapitación y la exhibición de restos humanos, en particular de cabezas y cráneos, pueden significar cosas muy diferentes en cada cultura. A lo largo de la historia estas dos prácticas, muchas veces relacionadas, han tenido diversos propósitos. En términos históricos, son prácticas usualmente asociadas a la pena capital o a la guerra, aunque en fechas recientes, por ejemplo, han sido adoptadas por los cárteles de las drogas en México y otros lugares para enviar algún mensaje a sus rivales. Por lo mismo, para estudiar tales prácticas como formas extendidas de sacrificio entre los habitantes del México precolombino es imperativo dejar de lado las concepciones que nos impone el mundo contemporáneo.
Inevitablemente nuestra visión y comprensión de estas antiguas prácticas de sacrificio se nutre de la actualidad, y también se funda en añejas nociones de Occidente incrustadas en nuestro inconsciente. De igual modo, tales nociones se plasmaron en los relatos históricos y en testimonios de los primeros europeos, conquistadores y religiosos, que escribieron acerca de los pueblos que debieron enfrentar al pisar suelo americano. Para estos últimos, la decapitación y la exposición de partes desmembradas del cuerpo humano tenían un propósito muy específico y diferente: rodeado de sacralidad, era un medio de comunicación entre los seres terrestres y los sobrenaturales; la muerte y la putrefacción formaba parte de la génesis dirigida al sustento del orden cósmico.
En 1517 Francisco Hernández de Córdoba vio en la península de Yucatán, al centro de un poblado, “tres palos clavados en el suelo, atravesados por otros tres que se apoyaban sobre piedras”. Al respecto, Pedro Mártir de Anglería indicó que “reservaban este lugar para castigar a los condenados, y [que] en señal de ello vieron innumerables flechas ensangrentadas y rotas y huesos de muertos tirados al corral vecino”.1 Este juicio se volvió a expresar cuando los conquistadores enfrentaron escenas semejantes, y a menudo lo encontramos entre las apreciaciones que registraron en sus crónicas. Cuando Francisco de Montejo, padre, encontró en medio de la plaza central de un poblado un altísimo poste, del cual dijo que era como el de un navío, juzgó que era el lugar donde los criminales y los adúlteros eran atados y azotados.2 A su vez, un análisis de los escritos de Toribio de Benavente, Motolinía, y de Alonso de Zorita muestra que ambos autores formularon supuestos semejantes y juzgaron que los restos humanos expuestos en empalizadas eran producto de castigos. Motolinía registró cómo los indígenas guardaban las cabezas de los cautivos tomados en guerra y, al dar a conocer las prácticas post mortem que recibía el cuerpo sacrificado, se refirió a lo que conocía: a las prácticas punitivas europeas. Indicó que a las víctimas les cortaban la cabeza y que las ponían “en un palo alto, como hacen en muchas partes con las cabezas de los justiciados por graves delitos”.3 Zorita, siguiendo al fraile, asentó lo mismo. Equiparó la empalizada de cráneos con “un palo alto como hacen en muchas partes con las cabezas de los ajusticiados por graves delitos”.4 Estamos ante una interpretación que es recurrente, pues Pablo Beaumont escribe que en los sacrificios “era cortada la cabeza [y que] la ponían sobre un palo como hoy lo hacen con los ajusticiados”.5
Evidentemente, para explicar lo que veían, testigos y cronistas recurrían a lo que les era familiar. Es indiscutible que, al describir un espacio conformado por una plataforma que sostiene un poste o una empalizada que exhibe restos humanos, estos hombres se lo explicaban como un lugar para aplicar un castigo, a modo de una picota u horca sobre un patíbulo. Y son precisamente las concepciones e ideas de esta naturaleza las que han conducido a interpretar las prácticas de sacrificio de los indígenas a la luz de los castigos europeos, repitiendo ideas preconcebidas que no tienen otro fundamento más que el del prejuicio.
Lo anterior nos lleva a un problema que irremediablemente confrontamos muchos de los que estudiamos los pueblos del México prehispánico: ¿cómo debemos entender las prácticas de sacrificio indígena que formalmente son muy semejantes a nuestras arraigadas prácticas punitivas y bélicas? De inicio, tendríamos que distinguir entre determinadas prácticas de sacrificio características de muchos de los pueblos del México antiguo y aquellas exclusivas de los nahuas en vísperas de la conquista. Es importante discernirlo, puesto que ignorar las diferencias, tanto entre las prácticas europeas vis-à-vis las precolombinas como entre las varias modalidades de sacrificio de los diferentes pueblos del México precolombino, ha llevado a suponer cierta homogeneidad entre una variedad de modalidades de exponer despojos humanos y, de tal modo, a desconocer la especificidad de cada práctica así como del lugar donde esta se llevaba a cabo.
Una de las edificaciones características de los nahuas antes de la conquista era el tzompantli, término que nombra uno de los lugares por excelencia de las prácticas de sacrificio de este pueblo, y del cual deriva cierta confusión, pues se traduce como “andamio de cráneos”, “altar de cráneos”, “hilera de cabezas” o “plataforma de calaveras”. Evidentemente son descripciones del tzompantli más que traducciones del término mismo, y este acercamiento manifiesta el problema de percepción que se enfrenta al intentar nombrar y describir algo que se desconoce bajo términos conocidos, restos humanos o imágenes de restos humanos en palizadas –generalmente cráneos-cabezas–, sin tomar en consideración la cultura o la temporalidad a la que pertenecen ni las características de cada manifestación. Olvidarlo da lugar a que el término tzompantli englobe toda razón y modalidad de exposición de restos humanos, y que de esta manera quede vacío de contenido, permitiendo ser confundido ya sea con un monumento ligado a prácticas funerarias6 o con una horca o picota, que son los lugares de castigo por excelencia.
Las implicaciones de lo expuesto son diversas, pero aquí destacaremos la propuesta generalizada de que el tzompantli es un lugar de castigo,7 pues la noción está implícita en el supuesto que afirma que existe un vínculo estrecho entre el tlachtli, la cancha para el juego de pelota, y el tzompantli, la plataforma sobre la cual se exhibían los restos humanos. En realidad, es una asociación que se sustenta en el modo en que concebimos el castigo en nuestros sistemas de justicia y en las obsesiones competitivas que actualmente tenemos respecto al deporte. Si bien el ullamaliztli, el juego de pelota mesoamericano, es un enfrentamiento en que se oponen dos grupos, no es una contienda. Su proceso y práctica no perseguían la contraposición entre ganadores y perdedores sino que, en razón de un concepto de dualidad, su desenlace iba en búsqueda de la alternancia, la reciprocidad y, de tal modo, el balance.
Ciertamente la muerte por decapitación fue un acto ligado al juego de pelota, pero ello parece haber sido una práctica propia de una época específica del devenir de algunos pueblos prehispánicos entre 600 y 1000 d.C., tal y como lo demuestran los relieves y pinturas de importantes sitios, como Chichén Itzá, por mencionar un ejemplo; pero en ninguno se puede determinar quién era el personaje cuyo cuello era cercenado y cuál era el destino de su cabeza. En otras palabras, no se sabe si el decapitado era el jugador derrotado y, mucho menos, si su cabeza cercenada era colocada en el muro de cráneos, vecino a la cancha del juego de pelota.
Al mostrar la manera en que los valores occidentales se han impuesto muchas veces en la interpretación de determinadas prácticas prehispánicas, esperamos abrir el camino a otras lecturas e interpretaciones, y no aceptar a priori la noción tan en boga de que en el juego de pelota el perdedor era decapitado, y su cabeza colocada en el tzompantli, y poner en cuestión las modalidades y significados del posible vínculo entre este y el tlachtli. ~
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1. Pedro Mártir de Anglería, Décadas del Nuevo Mundo, estudio de Edmundo O’Gorman, México, José Porrúa e hijos, dos vols., 1964-1965, p. 401-402.
2. Francisco de Montejo en Frans Blom, The conquest of Yucatan, New York, Cooper Square Publishers, Inc., 1971, pp. 92-93.
3. Toribio de Benavente (Motolinía), El libro perdido, estudio de Edmundo O’Gorman, México, Conaculta, 1989, p. 580.
4. Alonso de Zorita, Relación de la Nueva España, dos vols., México, Conaculta, “Cien de México”, 1999, vol. 1, p. 359.
5. Pablo Beaumont, Crónica de la Provincia de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo de Michoacán, tres vols., México, agn, Talleres Gráficos de la Nación, 1932, vol. 1, p. 63.
6. Véase Linda Báez, Emilie Carreón y Deborah Dorotinsky, “Inicio del itinerario”, Los itinerarios de la imagen / Prácticas, usos y funciones, México, unam, Instituto de Investigaciones Estéticas, en prensa.
7. Emilie Carreón Blaine, “Tzompantli, horca y picota / Sacrificio o pena capital en el Mapa de Popotla”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, número 88, México, unam, Instituto de Investigaciones Estéticas, primavera 2006, pp. 5-52.