Llevo media vida dividiendo a los escritores en dos bandos muy definidos: los que inspeccionan neuróticamente su pasado (encuentran en él un pozo inagotable de inspiración) y los que lo ven como un aburrimiento olvidado y no encuentran ahí ninguna cicatriz psicológica y ningún estímulo para la fiereza de la vida imaginativa. Siempre me he visto como perteneciente al segundo bando y muchas veces me he muerto de risa recordando, por ejemplo, cómo para Flaubert los recuerdos hacen ruido. Se lo decía en carta a Louise Colet en los años cincuenta del siglo XIX: "Todos los recuerdos de mi juventud gritan bajo mis pasos como las conchas de la playa." Y Baudelaire otro tanto: "Así en el bosque donde mi corazón se exila/ sopla un viejo recuerdo todavía en el gran cuerno…" Pero ya en Apollinaire se desmitifica la imagen baudeleriana: "Los recuerdos son cuernos de caza/ cuyo sonido muere en el viento."
La paciencia policiaca para capturar un recuerdo puede ser ridícula. A uno le bastaba con una galleta mojada en el té; a otro, con una gota de perfume que hubiera quedado en el fondo de una botellita vacía. Sabores, olores mínimos pero capaces hasta de asustarnos. Me da vergüenza decirlo: mi galleta mojada, mi gota de perfume, es un breve trago tan breve como la infancia de Cacaolat, una bebida catalana que está resistiendo los embates del Tiempo. No puede ser más ridícula y menos poética la palabra Cacaolat, y tal vez por eso me he pasado media vida odiando a los escritores que trabajan con sus recuerdos y defendiendo a aquellos cuyo caudal imaginativo versa sobre el mundo más que sobre el yo, defendiendo a aquellos que sin el peso muerto de los recuerdos están en condiciones de alcanzar la edad adulta del escritor con mayor rapidez, defendiendo a aquellos que no viven de las rentas de su pasado y que demuestran una imaginación al día, por no decir una imaginación al momento: una imaginación capaz de inventar de la nada misma.
Media vida me he vanagloriado de no encontrar nada, por ejemplo, en mi aburrida infancia, de no haber tenido que recurrir nunca a ella para poder escribir, de no emocionarme cuando inspecciono alguna situación de mi pasado infantil. Y sin embargo todo esto se derrumbó hace unos meses en la plaza Rovira de Barcelona, centro geográfico de toda mi infancia. Todo se derrumbó cuando acudí a presenciar allí el rodaje de una escena de la adaptación cinematográfica de El embrujo de Shanghai, la novela de Juan Marsé llevada al cine por Fernando Trueba. Habían restaurado con decorados la plaza y ésta, como si de un alucinante viaje en la máquina del tiempo se tratara, volvía a ser exactamente lo que era en los años de mi infancia y volvía a contar con el cine Rovira y con su programación doble y el No-Do franquista, cine de barrio cuya memoria visual se había desvanecido para mí con el tiempo, ya que de pronto volví a recuperar, como si ese Tiempo hubiera sido de golpe anulado, la infancia. Me emocioné enormemente, estuve a punto de llorar en compañía de Paula, que no me acompañaba en la infancia porque en esos días ella vivía en Mallorca y aún no había llegado la hora de conocernos. Descubrí que tenía reprimida la infancia y sus recuerdos, aburridos o no.
Ayer, leyendo Vértigo de Sebald, leí y viví un episodio parecido, también emocionante. Creo que puede decirse que volví a la plaza Rovira cuando en la segunda pieza del libro, All'estero, conocí en qué consiste el vértigo sebaldiano y supe por qué tantas veces nos emociona a sus lectores este escritor moderno tan antiguo y tan raro, que va siempre, como Cervantes en el episodio de la cueva de Montesinos, más allá de la ironía. Se trata de un fragmento en el que el narrador viaja con Olga y ésta cede a la tentación de entrar en el colegio al que ella había ido siendo niña: "En una de las aulas, la misma a la que había acudido a principios de los años cincuenta, daba clase, casi treinta años más tarde y con la misma voz de entonces, la misma maestra, que amonestaba a los niños de una forma exacta a la de entonces para que se concentraran en su tarea. Olga me contó más tarde que sola, en el gran vestíbulo, rodeada de las puertas cerradas que en su época le habían parecido elevados portones, había sido presa de un llanto convulsivo […] a lo largo de toda la tarde no pudo serenarse de la impresión sufrida por la vuelta imprevista del pasado".
Ernesto Calabuig, comentando esta escena sebaldiana, dice que ahí parece estar la gran lección que Sebald pretende ofrecernos: todo el pasado se está dando y aflorando aún, sin pedir permiso ni ser invocado, se está dando en el presente. Es emocionante, es terrorífico. Me recuerda a Emily Dickinson suplicando desde el sótano de su pasado: "¡No me dejes sola aquí abajo, Señor!" Decía Gesualdo Bufalino que los recuerdos son animales extraños y que el hombre no es otra cosa que una máquina de recordar y de olvidar que camina hacia la muerte. Por eso la memoria resucita de forma imprevista, con una evidencia que a veces nos alucina y nos arrebata. Como si hubiéramos oprimido el interruptor exacto de la máquina del tiempo. En cambio, se nos dice ahora, no son más que células del cerebro, redes nerviosas, microscópicas y henchidas de ácido ribonucleico, donde se codifican fotogramas y los destellos de luz y de sentimiento, llanto incluido. ¿Seguro que es así? Entonces, ¿por qué hay recuerdos que no hacen ruido? Sabemos dónde habita el olvido, pero no dónde vive el recuerdo. Creo innecesario decir que en los últimos tiempos, en lo que respecta a la memoria y los escritores, me he cambiado de bando y sigo reteniendo, como aquel día en la plaza Rovira, el llanto. –