Nada hay para quemarse en el desierto, excepto por el cielo. Por eso el amplio cielo de Chihuahua es un enorme incendio sin humo ni cenizas. Es un quemarse largo sin crepitaciones que no conoce márgenes ni ruido.
Nada hay en el incendio sino el incendio mismo. El cielo de la sierra de Chihuahua es una espada blanca, insomne, interminable, que cuelga vertical desde lo alto. Si en tu juicio prendiera su fuego silencioso, si su ruego incendioso despertara, verías también alzarse a la santa de Cabora, verías también surgir a sus rancheros, apóstoles del Winchester en ristre, cabalgando entre el fuego celeste de Tomóchic.
Hay que detener esto.
Tiene 18 abriles Teresita y ya es fuego en el cielo. Nunca he estado en Cabora, que está a siete jornadas de Tomóchic. Nunca he estado en Cabora, pero dicen que Teresita es llama que sana a los valdalos, le da vista a los ciegos y razón a los necios. Dicen que [Teresita nunca ha estado en Tomóchic, pero que lo conoce como a su bajo vientre: puede ver en su ombligo la fuente pequeñita de la calle central y el bosque de huizaches rizados que hay al sur, ensortijándole la ruta al pubis.
Lo jura por la cruz, lo jura Cruz. Cruz Chávez trae el fuego del cielo en la garganta. Dice que Dios lo dice. Cruz lo dice. Misma cosa la lengua, el corazón, misma cosa la lengua incendiada de nubes, de tierra arrebatada, de Creel y de Terrazas en su infierno sin fuego: lengua de lengua helada, lengua sin corazón. El corazón de Cruz es en cambio el incendio del cielo. Como incendio, como incendio crepita sólo en su corazón. Que lo repita el rifle que carga y que descarga, que lo repita el rifle de repetición: Hay que detener esto.
Ay, santa de Cabora, Teresita, dile a don Luis Terrazas que en vez de tierra en su camino hay brazas.
Anda, Teresa Urrea, mi muchachita convertida en fusil, dile que aquí te espero, Enrique Creel.
Hay que detener esto: el incendio de rifles en el cielo.
Hay que borrar del mapa sediento de Chihuahua el nombre de Tomóchic, extinguir hasta el polvo su sermón de balazos, su delirante prédica de rifles, el nombre de su santa, el nombre de ese fuego de sus cielos, el nombre de su voz, el nombre de ese fuego de sus cielos.
Ocho años más y empieza el siglo veinte. El incendioso cielo, la santa de Cabora y, en su sexo Tomóchic, parece incompatible con la noción científica del orden. Y sin embargo arriba, el cielo de Tomóchic arde en el vientre joven de la santa, arde garganta adentro de Cruz Chávez, arde centuria rústica de rifles, arde sólo en cien rifles erizados de gritos que se figuran santos. Hay que detener esto.
Viene Cruz contra Cruz, con tropa buena, truena, galopa y Cruz, galopa y truena. Viene el general Cruz con buena tropa, Todo Felipe Cruz truena y galopa.
Hay que decirlo de una buena vez: el general que envían, el cruel Felipe Cruz, el implacable veterano de tantas y de tantas, viene a bajar del cielo los fuegos de Tomóchic, a preñar a las niñas y a colgar a los hombres, y a colgar a las niñas preñadas por sus hombres, viene a bajar del cielo hasta las chozas el fuego de Tomóchic, a tirar su edificio de piedras incendiadas.
Hay que decirlo de una buena vez: el general Felipe ha sido amigo íntimo del Dios de los Ejércitos, peleó junto con él la Guerra de Reforma, y su esposa y su esposa son comadres: La madre de sus hijos es madrina nada menos que del hijo de Dios.
Dicen que bebe un poco.
Dicen que ha consumido litros de fuego blanco, que con su sola boca, litros de sol quemante desde que con sus tropas dejó Cuidad Guerrero, antes Villa Aguilar.
Ay, Teresita santa de Sonora, ciégalo con tu luz y enloquece al pelón Felipe Cruz.
Ay, santa Teresita de Cabora conviértete en sotol y haz que le ardan los sesos con el sol.
Y sí: Felipe Cruz, el general, expuso la cabeza, ya llena de sotol, al hachazo del día Y entonces, para colmo, salió también la luna: Entonces Teresita de Cabora convertida en sotol se le metió al cerebro. Entonces vino un fuego de leyenda, molinos de maíz, ejército de sanchos. Al tocar las afueras de Tomóchic, mandó Felipe Cruz cargar contra una milpa cortarle la cabeza a cien elotes, cien apóstoles locos disfrazados con granos amarillos, con máscaras perfectas de mazorca y olor tierno a cosecha, que a él no lo engañaban. Quijote federal y analfabeto, no borracho de libros mas borracho, andante caballero, Felipe Cruz, cruzado creyó arrastrar por los cabellos todas las dulcineas rancheras del Toboso Tomóchic (y en su puño quedaron sólo pelos de elote).
Y sus soldados, nada, ¡disciplina! Ejército de panzas. Mi general ordena la carga de los sables, y por mí, pues mejor. Si él dice que vencimos, pues vencimos. Esas son las batallas que me gustan: Victoria coronada con esquites.
Al día siguiente en Palacio Nacional, el Dios de los Ejércitos recibió un telegrama: “LAS ARMAS NACIONALES SE HAN CUBIERTO DE GLORIA. PUNTO SOMETIMOS TOMÓCHIC SIN UNA SOLA BAJA. PUNTO NO HICIMOS PRISIONEROS”:
El Dios de los Ejércitos debió sentir adentro un incendio de cielos igual al de Tomóchic, un incendio de rabia sin márgenes ni ruido cuando supo que el parte que enviaban de Chihuahua no era más que un delirio de borracho. ¿Puede Dios Padre mandar a fusilar incluso a su compadre? ¿Puede saciar su sed con degradarlo con arrancarle estrellas y galones, y enviarlo a un calabozo de San Juan de Ulúa por el resto del siglo?
Ay, santa Teresita de Cabora, protege al general con un largo delirio de mezcal.
No dejes que le llegue ya su hora, ni desoigas su ruego. No le quites de adentro nuestro fuego. ~ |