Este es el día. Ojos temblorosos y expectantes tras una pared de cristal buscan la llegada de un hombre llamado Ibrahim. Nerviosas se asoman sus miradas dejando huellas de sudor en el pulcro cristal. En el Aeropuerto Internacional de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, las multitudes viajeras arriban de destinos lejanos. Entre ellas, la figura mítica del joven que todos esperan de pronto se hace presente. Los abrazos se desatan explosivos mientras que el regocijo colectivo ahoga la mecánica y monótona voz que anuncia la próxima salida. El padre, Mohammed, y los hermanos Abdul-Haffid y Mustafah pronuncian entre lágrimas un “Alhamdulillah”, agradeciendo a Alá que ya está aquí. Por fin llegó Ibrahim.
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Hacía cuatro años que Ibrahim Checheb había dejado las húmedas tierras de los Altos de Chiapas prometiendo regresar algún día a la tierra que lo vio crecer. Su familia, conocida como el clan Checheb, es el corazón de la comunidad musulmana más grande de México, la comunidad chamula musulmana de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.
Ibrahim representa también una figura “mesiánica”, en cuyo advenimiento hay puesta una enorme confianza. Su regreso significa para los musulmanes de Chiapas la esperanza de un mejor futuro, el fortalecimiento interno del grupo y una posible reunificación. Las expectativas de muchos están depositadas en él, un joven de veintinueve años de edad cuya vida está rodeada de mitos, augurios y la convicción colectiva de que se convertirá en el líder natural de la comunidad.
“Es una gran responsabilidad, da mucho miedo. La verdad es que si alguien más pudiera tomar mi lugar, yo se lo entregaría en un segundo; pero no lo hay, la gente me ha escogido a mí”, dice Ibrahim Checheb.
Llega el mensaje de Alá a Chiapas
La historia de Ibrahim y la de la familia Checheb nos embarca en un viaje que zarpa dos décadas atrás. En aquel entonces, la región de los Altos de Chiapas recibió la llegada de dos hombres andaluces que transformaron las vidas de decenas de familias indígenas mexicanas. Fueron estos hombres, figuras conquistadoras, los portadores de una “verdad” espiritual y religiosa buscada con fervor por los chamulas tzotziles durante largos años. Esta “verdad” reconocía a Alá como su único Dios y a Mahoma como su profeta.
En el año de 1994, en la localidad de Guadalupe Tepeyac, situada en medio de la imponente y frondosa Selva Lacandona, un andaluz de tez blanca y barba espesa, Aureliano Pérez Yruela, usurpó la identidad de un periodista para adentrarse en el municipio de Las Margaritas, entrada a los centros neurálgicos de la comandancia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Aureliano llegó a Chiapas movido por el afán de acercarse a los altos mandos de la comandancia del entonces enardecido EZLN.
Introduciéndose en las guaridas de los indígenas zapatistas, Aureliano buscó establecer contacto con el movimiento revolucionario siguiendo las órdenes del jeque Dr. Abdalqadir as-Sufi,líder y fundador del Movimiento Mundial Murabitún,[1] al que Aureliano pertenecía.
Se suscitaría después una seria y ambiciosa propuesta. Aureliano, a nombre de los murabitunes, invitaba al EZLN a adoptar el islam como bandera de lucha de los campesinos indígenas que se cubrían el rostro para que México y el mundo los volteara a ver. A través de una carta invitó al movimiento a la conversión y adopción del islam como sistema social, lo cual significaba una transmutación de todos los valores como clave para la liberación. Aureliano Pérez no solo afirmaba que la lucha por la liberación de los pueblos debía hacerse bajo la bandera del islam sino que acusaba al cristianismo de ser un enemigo esencial de la condición natural del ser humano. En una carta dirigida al EZLN en 2004, Pérez explicaba:
La situación no puede ser resuelta bajo la bandera del cristianismo, porque es bajo la sombra de sus cruces, vírgenes, torturas y confesiones que se ha generado en Chiapas y en todo México la situación contra la que os habéis levantado en armas.
La ausencia de respuesta encrespó los ánimos de Aureliano Pérez, después conocido como Mohammed Nafia, primer emir de la comunidad musulmana de San Cristóbal de Las Casas. Pero tomaría más que una negativa para que los ánimos de Nafia desistieran de aquello que su conciencia le dictaba como una misión divina. Poco a poco, y siguiendo los pasos del andaluz, otras familias dejaron la Sierra Nevada de Granada para llegar a tierras mexicanas. Y en medio de las calles atiborradas de templos de cuanta denominación religiosa es posible imaginar,[2] entre casas de madera y hojalata de familias de indígenas expulsados de los parajes de San Juan Chamula, los españoles musulmanes lograron introducirse para formar parte del crisol ideológico que es San Cristóbal de Las Casas.
Con el paso de los años, Mohammed Nafia se erigió como el líder de la naciente comunidad musulmana, haciendo mancuerna con Esteban López Moreno, conocido también como Hayy Idriss, quien tomó el papel de imán o líder religioso. Conectando de manera eficaz con líderes carismáticos de la zona periférica de San Cristóbal de Las Casas, Nafia e Idriss lograron convertir al islam al menos a cuatro hombres que contaban con el apoyo de una base social importante en la región. Entre los líderes clave que aceptaron el islam se encuentra por ejemplo Domingo “Tumín” López Ángel, reconocido líder y representante de los expulsados de San Juan Chamula.
Para el año de 1997, la comunidad crecía sumándosele cada vez más hombres y mujeres indígenas que comenzaron a ver en el islam la forma de vida que habían venido buscando por años.
Las conversiones, conocidas como shahadas,[3] de los y las chamulas al islam se llevan a cabo de manera familiar y de forma epidémica. Y es que debe decirse que la mayor parte del encuentro indígena con el islam se dio a partir de la conversión de un miembro de la familia, tras la cual todo el clan lo siguió. De acuerdo al testimonio de Abdul Haffid Checheb, uno de los primeros conversos al islam, durante las celebraciones organizadas por los españoles en 1997 y 1998 se llegaron a convertir cientos de mujeres y hombres indígenas tzotziles de todas las edades. Este caso es pues particular, ya que “la conversión grupal al islam de un mismo grupo indígena no se había dado ni en México ni en América Latina” (Zeraoui, 2011).
Evocando los días gloriosos del profeta Mahoma se cimentó y moldeó la “Medina chiapaneca”, ubicada en la alegórica colonia de Nueva Esperanza. A través de la constitución legal de lo que se conoció como el Centro de Desarrollo Social para Musulmanes, Misión para el Da’wa a. c. y la compra de un extenso predio, los españoles implantaron un proyecto no solo religioso sino social y económico. El primer paso de este proyecto fue convencer a las familias de dejar sus tierras y mudarse al terreno bardeado donde se leía:
Centro de Convivencia y Desarrollo Social para Musulmanes: enseñanza, aprendizaje, trabajo, ayuda mutua, limpieza y salud. Siguiendo el mensaje de Allah, nuestros corazones se iluminan y nuestras vidas mejoran.
El proyecto comunitario de los murabitunes abarcaba todas las esferas de la vida de los conversos. En aquellos días, familias enteras de indígenas tzotziles se mudaron a vivir a aquel terreno en donde se edificaron gremios o proyectos económicos, una musala (lugar de oración) y la madraza (escuela) para los niños musulmanes. Para el año 2001 se erigió un microcosmos que por cuatro años proveyó a los nuevos musulmanes de trabajo, educación, guía espiritual y una vida en comunidad funcional. El grupo se vigorizaba con el tiempo; los hombres trabajaban en la carpintería, las mujeres en el gremio de costura, mientras que los niños y niñas asistían a la madraza, en donde además de aprender matemáticas y español se les enseñaba a leer y escribir en árabe.
Con el afán de diluir desconfianzas con las mujeres indígenas, las españolas vestían a la usanza chamula y portaban la misma falda de lana despeinada de borrego y blusa colorida, para hablarles sobre el islam. Salija, exesposa de Idriss, recuenta:
Les enseñábamos a hacer el wudu [la ablución o ritual de limpieza con agua], a hacer el salat [oración ritual] y a memorizar lo poquito que comenzaban a saber del Corán. Fue un momento de clemencia y misericordia hacia el entendimiento de esta gente, que para nosotros era una cultura realmente diferente… pero llegamos a unir nuestros corazones y hubo esa fusión de culturas.
En aquellos días de la época dorada de la comunidad liderada por el emir Nafia, el adhan (llamado a la oración) retumbaba en las faldas del cerro de Moxviquil cinco veces al día llamando a la oración, los niños dejaban las escuelas públicas por la madraza, las mujeres indígenas aprendían a colocarse el velo y algunos afortunados viajaban en peregrinación desde el sureste mexicano a La Meca. Decenas de indígenas regresaban de aquellas lejanísimas tierras para contarles a sus hermanos de aquel mítico lugar en donde “los pisos son de puro oro y todos hablan el idioma de Dios”.
La comunidad perfecta que los andaluces nostálgicos se esforzaron tanto por replicar en los Altos de Chiapas comenzó a tambalearse en el año 2007. Hasta que se rompió. El emir Nafia, quien recomendaba a los fieles musulmanes no relacionarse con el mundo exterior, llegó después al punto de prohibirles por completo el contacto con los “infieles”, provocando aislamiento, extrañeza y desconcierto dentro de la Medina chiapaneca. Y en la pequeña réplica de la ciudad del profeta, las quejas e inconformidades comenzaron a contagiarse junto con el cansancio de las largas jornadas de arduo trabajo, que en cierto momento dejaron de remunerar. Las quejas de las mujeres para con sus maridos llegaban a los oídos de un líder que se mostraba cada vez más inaccesible, cada vez más soberbio, distorsionando la inicial estrategia de educación y comunicación a base de insultos, regaños, castigos e incluso la prohibición de comer tortillas.
Cuatro años después de su partida, la española Salija reflexiona desde su departamento en Granada:
Llevados por el deseo de hacerles cambiar realmente de vida, a lo mejor nos excedimos. Pero se hizo para protegerlos […] Quizá los indígenas no estaban tan preparados para este tipo de experiencias porque sus vidas son más básicas… Pero si hubiésemos optado por una convivencia menor, donde ellos se quedaban en su medio y con su familia, pues no se habría dado la fusión tan fuerte que se ha dado, ¿no?
El liderazgo del emir se ponía en tela de juicio, el sueño de un hombre se desmoronaba.
Como una irónica segunda conquista, el desmembramiento de la comunidad culminaría en la sublevación de los indígenas musulmanes que decidieron dejar de cumplir con las rígidas e imposibles exigencias impuestas por los españoles. Se suscitaron entonces quiebres definitivos entre “conquistados” y “conquistadores”, fracturas irreparables entre indígenas y españoles, que antes se llamaban hermanos, y que terminaron desconociéndose por completo.
El irrevocable tartamudeo de un ciclo histórico dio paso a la evolución de la comunidad que significó caminar por nuevos rumbos, adoptar formas distintas de liderazgos, que se fraguan y consolidan actualmente con el regreso de Ibrahim Checheb.
El hoy de la comunidad musulmana en Chiapas
Me invitó a comer a su casa… Me dijo que iba a rezar y yo nomás mirando… Lavó su cara, lavó su boca, su mano, su nariz, su codo, su pelo, su oreja, su pie… Y ahí voy, mirando yo qué está haciendo… Pero me gusta, dije, me gusta…
Luego se postró… Por donde sale el sol… Y me recordó cuando yo era curandero, porque yo también hacía lo mismo. Así como mi abuelo y el abuelo de él.
Me gusta, pensé, me gusta porque hay acción… Y le dije a esa persona: enséñame.
Existe un hombre que lo empezó todo. Se llama Mohammed Amín. Con la mirada escondida tras oscuros cristales, una distendida y alargada voz cuenta de cuando llegaron los hombres “españolistas”, que uno se llamaba Aureliano y el otro Esteban, y cómo fueron ellos quienes le enseñaron el islam.
Antes de convertirse, Mohammed Amín se llamaba Salvador López y dice venir de la tradición de los curanderos de San Juan Chamula. Su abuelo le enseñó a curar, a expulsar sangre y le enseñó también a escuchar sus sueños:
Yo sé que el islam es la religión verdadera porque me lo han dicho mis sueños, y los sueños son lo espiritual en uno […] Hasta la fecha ni estoy en duda, ni pienso: será que sí, será que no… Porque espiritualmente se me mostró que este es el verdadero camino.
Mohammed Amín es el primer indígena converso al islam. Hoy, después de quince años, camina las veredas de tierra rojiza de la colonia Molino de los Arcos poblada desde 1995 por cientos de familias expulsadas de San Juan Chamula por los caciques autoproclamados portadores de la costumbre y tradición tzotzil chamula.
Nos invita a la mezquita que construyó, la única en Chiapas y una de las cinco que se pueden encontrar en México,[4] que organiza –y aún dirige– desde el rompimiento con el emir Nafia, personaje innombrable en los testimonios de Mohammed, quien prefiere omitir nombres aunque dice no guardarles rencor.
Mohammed Amín pertenece a uno de los cuatro grupos de musulmanes que existen hoy en Chiapas tras el derrumbe de la comunidad liderada por los españoles. Su grupo es el más numeroso, con una feligresía de aproximadamente doscientos miembros. Cuenta con una figura política protagonizada por Andrés Patishtán Pérez –Mujaheed–, un hombre originario de San Juan Chamula que se educó en el sunismo en Estados Unidos por más de diez años y que en mayo pasado fue electo emir(o líder político) por miembros de la misma comunidad.
Existe un segundo grupo que dice seguir perteneciendo al Movimiento Mundial Murabitún bajo el liderazgo del emir Nafia y el imán Hayy Idriss, conformado por ocho familias, sumando alrededor de cuarenta personas. Después de dejar Chiapas en el 2007, estos dos españoles se encuentran recientemente de regreso en San Cristóbal de Las Casas, donde se afirman como los únicos verdaderos musulmanes, sin desistir en lo que consideran una misión divina. El día de hoy construyen y elaboran un nuevo proyecto: se trata de una renovada comunidad musulmana compuesta de nuevas familias españolas llegadas a San Cristóbal de Las Casas, quienes dirigen sus esfuerzos a la apertura de un nuevo centro educativo islámico localizado en la colonia Nueva Esperanza y a la conversión de indígenas oriundos de las comunidades circundantes.
El tercer grupo lo conforman los miembros del grupo sunita, conocido como la comunidad Al-Kawthar, liderada por el joven Yahya Checheb y por Omar Weston, del Centro Islámico de la ciudad de México. Aproximadamente cinco familias conforman la comunidad Al-Kawthar, que suman veinticinco personas. Cuentan con una musala en la colonia Molino de los Arcos, donde se reúnen de manera esporádica a orar.
El último grupo lo constituyen los murabitunes, que desconocen desde hace cuatro años al imán Hayy Idriss y al emir Nafia, conformado en su mayoría por miembros del clan Checheb. Este grupo de familias se encuentra bajo el liderazgo de Ibrahim Checheb, quien hasta noviembre radicaba en Granada, España, y que regresó investido de poder desde los altos mandos del Movimiento Mundial Murabitún, reconocido como el líder natural de la comunidad musulmana en Chiapas.
La comunidad chamula musulmana en su conjunto está integrada aproximadamente por seiscientas personas, la mayoría hombres y mujeres adultos pertenecientes a la etnia chamula tzotzil. Esta cifra incluye también a una tercera generación de niños que nacieron y han sido educados dentro de la creencia y práctica islámica. El islam en Chiapas ha impregnado las vidas de quienes lo practican de una manera profunda y se ha dejado asimilar también por estos hombres y mujeres que deciden creer a pesar de todo.
El entramado de este islam que se extiende en el sureste de México está compuesto por varios ejes, tales como una identidad étnica compartida, condiciones socioeconómicas específicas,[5] elementos de transnacionalismo y multiculturalismo debido a las peregrinaciones y viajes que han realizado, y un fuerte sentido de pertenencia. Los matices y particularidades que definen este islam indígena son precisamente las prácticas, los usos y costumbres resultantes de la adaptación y simbiosis entre los chamulas y “su” islam.
Ellos aportan elementos culturales, sociales, estéticos, morales e idiosincrásicos a la religión islámica, la cual, con su contenido doctrinal, les brinda creencias, líneas de comportamiento y de actitud y contenidos teóricos que los creyentes adoptan bajo su propia cosmovisión. El resultado de tal simbiosis son las formas en que decenas de musulmanes chamulas se adueñan y transforman su religión día con día.
Quizá el epítome de la tradición chamula musulmana se encuentra en la generación de niños musulmanes de Chiapas, quienes a diferencia de sus padres, tíos y abuelos han nacido en la tradición islámica sin haber pasado por otras religiones. Estos niños nacen y se educan en el islam. Esta última generación –iniciada desde su nacimiento con la ceremonia del adhan (llamado a la oración), en la que los padres del recién nacido le susurran al oído al bebé su nuevo nombre árabe llamándole a la oración e invitándole a ser parte de la Ummah (la comunidad musulmana en todo el mundo)– personifica el presente y futuro de la comunidad.
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Hoy Chiapas es un rompecabezas compuesto no solo por catorce grupos étnicos sino por una gran oferta religiosa. Según los censos oficiales, Chiapas ocupa el primer lugar en el ámbito nacional en diversidad de credos y es el estado con el menor porcentaje de población católica con un 58 por ciento (INEGI, 2000, 2010).
Estas religiones proliferan y colorean el ancho y el largo de todo el territorio chiapaneco, dando origen a un fenómeno conocido como “nomadismo religioso”, que refiere la conversión y el tránsito por diferentes religiones.
Entender los cambios religiosos de los indígenas en Chiapas como parte de estrategias que adoptan para su supervivencia es esencial para entender la existencia de la comunidad indígena musulmana en San Cristóbal de Las Casas. Y lo que es más importante reconocer: que los indígenas no católicos –ya sean evangélicos, pentecostales o musulmanes– no son cajas vacías donde se depositan ideologías extranjeras, sino dueños y estrategas de su propia historia.
La religión en el caso de Chiapas, como lo afirma Aída Hernández Castillo,[6] ha significado una verdadera estrategia y herramienta, dadora de identidad y creadora de nuevos imaginarios colectivos, en donde se nos demuestra cómo las identidades étnicas son construcciones históricas y no esencias milenarias.
Esta reflexión constituye un reto importante y necesario en un país donde hablar de grupos indígenas se reduce con frecuencia a moldes racistas y falsos estereotipos, en un país donde la diversidad no es realmente asumida ni comprendida como sinónimo de riqueza. Porque resulta que en Chiapas, desde hace mucho tiempo, se descubren y crean nuevas formas de ser indígena a través de luchas y procesos históricos. Porque la identidad étnica, tanto como cualquiera otra forma de identidad, es dinámica, se redefine y reinventa en el tiempo para mantenerse viva.
Creer en Chiapas
Quien visita los Altos de Chiapas encuentra muchas de las representaciones de fe que actúan como símbolos de una afirmación religiosa, de una concepción de la vida, del universo y de la realidad. Así, se respira en lo alto y a lo ancho del encantado Valle de Jovel lo que con punta de pincel Rudolf Otto en el siglo XX describía como mysterium tremendum et fascinans, recalcando así la naturaleza sui géneris de “lo sagrado”, que en estas tierras convive íntima y antagónicamente con lo profano.
Lo sagrado se encuentra en los cantos presbiterianos dentro de la Iglesia Evangélica Pentecostés Independiente Tzotzil, ubicada en el corazón del barrio de La Hormiga, o en un dikhra (plegaria colectiva para remembrar a Alá) realizado en la mezquita de techo de lámina de la comunidad musulmana de Molino de los Arcos. La fe está en las rodillas postradas sobre la juncia esparcida en el piso del templo de San Juan Chamula donde se recitan oraciones sincréticas, letanías y conjuros de humeante aliento con olor a posh (un aguardiente tradicional de los pueblos tzotziles hecho a base de maíz y caña de azúcar y utilizado con frecuencia en celebraciones religiosas). Fe revelada en la casa de adobe mojado y en el piso cubierto de paja donde Habiba, de ciento diez años, tras remover sus sandalias, se reclina mirando hacia La Meca, y con tiempo y paciencia realiza las postraciones para conectarse con su “único Dios” a quien llama exclamando: “¡Allahu Akbar!”
Habiba da entonces “el salto” al mundo de lo sagrado, optando por ese absoluto: Dios frente a la nada. El salto propuesto por Søren Kierkegaard responde a la angustia que condiciona la existencia humana, la de oscilar siempre como un péndulo entre dos polos –creer y no creer–, entre el absoluto y la nada. Habiba, quien como todo aquel que se decide a creer se sumerge en el mundo de lo sagrado, apacigua su angustia y experimenta el choque entre dos mundos, como la conmoción que experimentamos –ese salto al mundo de los sueños– al caer dormidos. Si “la fe es el salto mismo”, solo a través de nuestra libertad somos capaces de vivir ese momento íntimo con la verdad.
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En la cima de una montaña hay una casa humeante de adobe levantada por las manos de un hombre que hoy suma ciento quince años de edad. La milpa seca rodea y esconde el fogón en donde una mujer sentada desgrana las últimas mazorcas que la cosecha les regaló. Desgranadas, las lanza al rojo vivo con la fuerza que sus ciento y tantos años de edad todavía le conceden.
El silencio abrumador, apretujado en la espera, es roto por una voz que con paso firme se aproxima: “¡Metik! ¡Metik!” La voz de un joven retumba en los oídos cansados de Habiba y su corazón salta. Habiba duda. ¿Será que de verdad hay alguien ahí? Sin poder responder, regresa a su dedicada tarea bajando la mirada hacia las brasas incandescentes, escondiendo la mirada en el denso humo. “Metik, soy yo, soy Ibrahim.” Cuidadoso, Ibrahim toca el hombro derecho de su abuela, despertándola de su rutina y sacudiendo de nuevo su corazón. “¿Ibrahim?”, pregunta Habiba. “¿Eres tú? ¿Ya regresaste?” “Sí, abuela, soy yo. He vuelto.” Los ojos de Habiba no lo creen y se inundan de lágrimas. “¿Eres de verdad Ibrahim? ¿Quién eres?”, pregunta sacudiendo su memoria y abriendo sus pequeños ojos con esfuerzo. “Soy yo, abuela. Soy Ibrahim. Tu nieto. He regresado para quedarme.” Habiba sonríe. “Tu abuelo, Suleimán, está allá adentro acostado. Solamente te espera a ti para poder decir adiós.” ~
[1] El Movimiento Mundial Murabitún es un movimiento islámico fundado en Inglaterra y trasladado más tarde a España por el jeque Dr. Abdalqadir as-Sufi, líder de la Tariqa Darqawi y mística sufi en la década de los ochenta. Es un movimiento compuesto en su mayoría por occidentales conversos y se caracteriza como un movimiento Da’wa que invita y difunde al islam en más de veinte países.
[2] Para ilustrar el fenómeno de diversidad religiosa en San Cristóbal de Las Casas al que nos referimos daremos el dato del antropólogo Gaspar Morquecho (2010), quien afirma que “en la colonia San Antonio del Monte con 1,866 habitantes, la mayoría expulsados de las comunidades de los Altos, había hasta hace un año once templos de diferentes denominaciones, incluida la católica”. La existencia de templos de diversas denominaciones en las colonias periféricas de esta ciudad es un hecho que sorprende: se pueden contar a lo largo de una misma avenida hasta diez templos diferentes.
[3] La shahada es uno de los cinco pilares del islam y significa “testimonio”. Consiste en “reconocer el islam como la vía a seguir” (webislam, 2011). Con la shahada, la persona se convierte en musulmán, en siervo de Dios, reconociendo que no hay más dios que Dios y que su profeta es Mahoma.
[4] Respecto a cifras sobre mezquitas en México, el especialista en islam en América Latina Zidane Zeraoui (2012) reitera la importancia de diferenciar entre el concepto de mesyid, que significa mezquita en árabe, y una musala: “La mezquita es una construcción específica para la oración, mientras que una musala es un espacio (departamento, garaje, casa, etc.) que se adecuó para la oración.” Además de la mezquita de San Cristóbal de Las Casas, en la colonia Molino de los Arcos, encontramos cuatro más: la mezquita Suraya en Torreón, Coahuila: la primera desde 1989 y la única asociación islámica registrada en Gobernación; la mezquita Dar as Salam en Tequesquitengo, Morelos, la cual es también un hotel halal que fundó Omar Weston; la mezquita sufi en la colonia Roma en el Distrito Federal y, por último, la mezquita salafi también en la ciudad de México. Se debe recalcar la existencia hoy día de numerosas musalas en diferentes ciudades del país como Puebla, Tijuana, Guadalajara, Monterrey, Morelia y Comitán de Domínguez.
[5] Cuando decimos que la amplia mayoría de la comunidad chamula musulmana comparte rasgos como la condición socioeconómica nos referimos a que la mayoría de estas familias están dedicadas a las mismas actividades económicas: el trabajo en las parcelas, el comercio y la carpintería. Además de que todas las familias se ubican en las mismas colonias de San Cristóbal de Las Casas, ya sea en Nueva Esperanza, La Hormiga o en Molino de los Arcos. Estas colonias son consideradas lugares de alta y muy alta marginación según cifras del Conapo (2010) y la Sedesol (2010). A pesar de que San Cristóbal de Las Casas es considerada una localidad con marginación media, la situación en la periferia es diferente.
[6] Cfr. “De la sierra a la selva: identidades étnicas y religiosas en la frontera sur” en Juan Pedro Viqueira y Mario Humberto Ruz (eds.), Chiapas. Los rumbos de otra historia, México, UNAM/CIESAS, 1995.
(ciudad de México, 1985) es periodista, investigadora y profesora en el departamento de Estudios Culturales del ITESM. Produce un documental sobre Islam en Chiapas, con La Media Luna Producciones.