En contra de mi costumbre bebo té. Mi madre, complaciente, manda por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas. Muy pronto, abrumada por el triste día que ha pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevo a los labios una cucharada de té en el que he echado un trozo de magdalena. En ese mismo instante, con las migas de bollo en mi paladar, me excito y me empiezo a tocar. El deseo me invade. Recuerdo, de pronto, los episodios de sexo salvaje que he tenido. Recuerdo aquella vez cuando los neumáticos de mi auto se averiaron en la carretera. Bajé del auto. El viento atravesó mi blusa, endureció mis pezones, levantó mi falda. Un hombre, oportuno, de brazos musculosos y tatuados, se acercó en motocicleta. Me agaché y abrí la cajuela para mostrarle la llanta de refacción. De paso, le mostré mi húmeda tanga y mis descomunales nalgas. Lo miré de frente y, mientras me acariciaba los senos, le pedí su celular. No esperé a que me lo entregara. Ansiosa, palpé aquello que ocultaba en el bolsillo de sus vaqueros entallados. Eso, me dijo, no es un celular. Entonces comenzó a bajarse la bragueta para mostrarme aquel monumento que yo, mi sexo palpitante, confundí con un teléfono.
Los gemidos de esta película continúan en la casa de tu vecino, siempre y cuando no vivas en la Condesa. Si vives allí, el sexo es otro. Menos salvaje, más sofisticado. Los gritos de la protagonista, que justo ahora exige unas nalgadas, no son audibles en tu colonia. En cambio, escuchas los trompos suicidas de los valet parking, las groserías nacionales en voz de los meseros argentinos, los tintineos de las tazas en los cafés de moda. Todo, menos el momento en el que la protagonista aúlla el orgasmo.
Las calles que alguna vez pertenecieron a la comunidad judía, donde el sabbat era respetado y las familias, en los parques, daban vida a los nombres bíblicos, quedaron sepultadas bajo orines de xoloescuincles y galgos, restaurantes minimalistas, bares que se presumen primos de los neoyorkinos, taquerías propiedad de nuestra farándula. ¿Dónde quedaron los rezos hebreos? ¿Dónde? Ahora, allí mismo, ante la ausencia del pueblo de Dios, se ha abierto una sex shop, coherente con el resto de los sitios vecinos. Una sex shop donde la pulcritud y lo cool imperan. Más limpia que un quirófano. Más erotizante que una calculadora. Más femenina que Juan Gabriel. El sexo nunca había sido tan decente.
¿Qué es esta sex shop? Antes que nada, un templo del softcore. En donde uno imaginaría látigos, hay jabones en forma de corazón; en vez de trusas de plástico transparente, pantaletas de marca. Las revistas Colegialas cachorras y Por delante y por detrás fueron omitidas, y en su lugar hay títulos de Bataille, D.H. Lawrence y Octavio Paz. Olvidemos la amplia gama de consoladores, dejemos a un lado la tristeza, sumerjámonos en la amargura. No existen siquiera las clásicas cabinas de proyección, habitadas por una caja de pañuelos desechables y el sensual llamado del cloro. En su lugar, una mesa con sillas de diseñador, una sala para hablar sobre sexo. Una sex shop sin cabinas es un table dance sin privados, una casa de citas con citas literarias. ¿Qué pasó con el legado de la vieja escuela? Al mirar todo esto no se abren las puertas de la libido. Ha pasado la época del sexo sucio, es tiempo de la Condesa.
Si Dios ha muerto, todo el sexo está permitido. No sólo el sadismo y la pedofilia, los tríos y los swingers. También los condones Benetton, la aromaterapia y las burbujas de jabón. Los fresas también cogen. Bataille dijo que el erotismo es violar, transgredir lo prohibido. La prohibición, como sabemos, genera conspiraciones, y en este caso el régimen del sexo desenfrenado ha engendrado ligereza e higiene. Esta tienda es transgresora: nada más rebelde que postular la inocencia en tiempos perversos. Quien defiende la limpieza en medio del desorden general no es un consevador sino un conspirador. Desde este punto de vista, la Condesa es subversiva. ¿Qué otras novedades revolucionarias nos promete? Auguro talleres mecánicos chic.
Quizá haya algo que puedan compartir, al final de todo, la tienda de la Condesa y las de la vieja escuela. En una reciente visita a una de estas últimas, eligiendo algunas películas, noté que la literatura ha permeado el cine porno. Por ejemplo, el clásico de Bram Stoker: Eyácula, el de Shakespeare: Sueño de una noche de ver anos, e incluso el de Proust, En busca del sexo perdido. Tal vez estos títulos concilien ambas concepciones del porno.
Si en Proust el protagonista recupera el tiempo perdido narrándolo, escribir sobre el sexo no es más que una pérdida del tiempo para practicarlo. Me voy. –
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