Estábamos en eso de salvarnos, estábamos
amargos y oscuros
sobre el caballo del tiempo.
Tú no me veías,
debí saberlo. Tú no me veías
zozobrando.
Una tarde sembré un brazo de siempreviva
porque estábamos en eso de salvarnos
y yo pensaba en los retoños
con apasionada inocencia,
mientras el mar, su cadera turbulenta,
nos arrojaba entre médanos de niebla.
Era el cielo tendido entre dos mares,
el grito acallado en la garganta
con hirvientes alfileres,
pero estábamos en eso de salvarnos,
porque pensaba “qué hermoso sería
salvarse entre dos manos”.
Porque estábamos en eso de salvarnos
caminé tras de otros pasos
con la voz atenazada por la asfixia,
una urgencia de metales y campanas,
mientras las llamas devoraban
la maleza que crecía entre nosotros.
Porque estábamos en eso de salvarnos,
quise entregarme a la delicia del ensueño
en una habitación donde la sangre
y su ramo carnal
pudieran cerrarme los ojos,
porque estaba en eso
de caminar sobre la cuerda,
y era nada más salvarse,
para no poner
el pie sobre el vacío, poner
el pie sobre la cuerda.
Fue por eso,
porque la muerte tenía
la blancura toda para ella,
que anduve de cima en cima
desterrada,
y los frutos todos
amargaban mi lengua;
porque estábamos heridos y solos
en esa desventura, en esa tierra
donde los hombres
se conocen a sí mismos,
mientras los otros, envilecidos como hienas
y voraces aves de rapiña,
nos miraban persiguiendo
estrellas en un pozo:
la perra que viste vestirse de cisne,
la muda nutria desangrada,
y porque sabía ya de esa sombra,
de su hondura casi agua, casi cielo,
porque había que cerrar los ojos,
no ver hacia adelante,
porque adelante estaba ya la tierra,
porque en su negro rumor,
entre sus brazos,
vi nacer un manantial,
toqué sus aguas,
y la tierra tenía sabor a pan,
a fruto,
porque vi, cayendo, todo el amor
desbordado y cierto
una noche sin palabras. –