Ilustración: María Titos

Ética para el navegador

Las redes sociales pasaron de ser un espacio inusitado para la opinión pública a ser un terreno fértil para el linchamiento. En tiempos de las turbas “justicieras” es urgente entender los alcances de las palabras en la era digital.
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En diciembre de 2013 la periodista Justine Sacco “acabó con su carrera” por un tuit que publicó justo antes de montarse al avión hacia Sudáfrica: “Rumbo a África, espero no contagiarme de sida. Es una broma. Soy blanca.” Sacco era la jefe global de comunicaciones para el conglomerado de medios digitales iac. No tenía más de doscientos seguidores. El tuit, que pretendía ser sarcástico, desencadenó “una cruzada ideológica”. Los tuiteros contactaron al jefe de Sacco, que a su vez dijo en Twitter: “Este es un comentario intolerable y ofensivo. La empleada en cuestión de momento está incomunicada en un vuelo internacional.” Esto, para muchos, fue la señal de que sus denuncias y críticas “habían servido para algo”, y entonces la indignación se transformó en euforia: “Muero por ver a Justine Sacco bajando de ese avión”, “Maldita perra, veremos cómo te despiden en vivo”.

Dado que Sacco trabajaba para una compañía privada, y además en el área de comunicaciones, su jefe estaba en todo el derecho de despedirla. Quizás el tuit de Sacco fue una equivocación, pero haber previsto los alcances de estas metidas de pata era parte de las competencias de su trabajo. Justine Sacco no fue despedida porque una “turba linchadora” en internet lo pidiera, sino porque un error en su trabajo tuvo tal dimensión que desencadenó una “turba linchadora” en internet.

En las redes sociales el lenguaje convive con la paradoja de tener una intención oral, pero un formato escrito. Lo que decimos está pensado en la inmediatez, y de cierta forma aún esperamos que se olvide de la misma manera en que se olvidan las imprudencias que decimos frente a nuestros amigos. Pero como su naturaleza es escrita, e internet es casi eterno, y su difusión es casi global, nuestras palabras estarán mucho tiempo online, susceptibles hasta el infinito de ser sacadas de contexto. Esto tiene implicaciones éticas y morales y exige adaptar nuestro comportamiento. Por eso no es lo mismo que Justine Sacco le hiciera esta broma a una amiga (que quizás la olvidaría rápidamente), que hacerla por escrito en una red social donde personas que no la conocen lo suficiente para entender su humor pudieran leerla. Ahora, su enunciado también tendría un peso diferente (mucho más serio) si estuviera plasmado en un libro o en una declaración oficial en vez de en una red social. Definitivamente no todo el mundo está obligado a tanta corrección política, pero todas las personas que de alguna manera están vinculadas al discurso público –periodistas, comunicadores, políticos, figuras públicas– deben tener, si no cuidado, al menos conciencia de la maximización tecnológica del impacto de sus palabras (y en especial de sus errores).

Esta conciencia del discurso no es lo mismo que la autocensura. Una turba en redes sociales es preferible a una turba en la vida real, y definitivamente preferible al silencio, pues la censura es más violenta que la misma violencia verbal. Habrá que entender también que los alcances de las palabras en internet son diferentes a los de un colectivo de puños, trinches y antorchas. Después de todo, la civilización comenzó cuando dejamos de tirarnos piedras y comenzamos a insultarnos. Solo que en internet el insulto es masivo, amplificado y las palabras duelen. Entonces, ¿qué pasa cuando el acoso en internet tiene efectos más allá de desprestigio o el despido? ¿Puede culparse al bullying online de generar daños irreparables? Y, si es así, ¿cómo regularlo?

En el caso de las “turbas” furiosas de las redes sociales no suele haber un plan, o una conspiración liderada por alguien. No necesariamente tienen la razón, o son justas, ni siquiera podríamos estar seguros de que la mayoría sean masivas. Hay que ver el ruido que alcanzan a hacer en internet cinco personalidades influyentes. En su gran mayoría son turbas espontáneas y emocionales que se rigen por las mismas normas que ya exploró Gustave Le Bon en Psicología de las masas. Sin embargo, por incontrolable que sea una “turba linchadora”, sus efectos están directamente relacionados con la situación de vulnerabilidad de sus “víctimas”. Como en la vida tridimensional, la manifestación masiva es muy poderosa y significativa, en particular cuando ocurre de manera pacífica y por una causa que a nivel colectivo se considera “justa”. Pero todas las aglomeraciones masivas son susceptibles de comportamientos irracionales y violentos. El control de estas situaciones muchas veces depende de que los individuos desarrollen la sensibilidad para resistirse a la crueldad de caerle al caído.

En abril de este año se suicidó la programadora Rachel Bryk, de veintitrés años de edad, famosa por sus aportes al desarrollo del emulador Dolphin. Bryk también era una de las figuras más destacadas de la comunidad transexual dentro del desarrollo de apps, y había sido objeto de reiterados y constantes ataques de transfobia, ataques sistemáticos de bullying masivo en internet que –aunados a una depresión– la llevaron a quitarse la vida. Bryk comentó en Ask.fm sus intenciones de saltar del puente George Washington en Manhattan, donde un troll, que pudo ser cualquiera de los que colectivamente la atacaban en redes sociales, la estuvo animando a consumar el suicidio.

Hay diferencias radicales entre hostigar a alguien por su orientación sexual, y hostigar a una profesional en comunicación por no prever los alcances de sus comentarios evidentemente discriminatorios en internet. La red, como cualquier tecnología, es un medio neutro. En el caso de Bryk fue un espacio en donde pudo construir una identidad pero también un canal para ser atacada. Una situación de vulnerabilidad de base, sumada a las agresiones en internet, alentó su suicidio, que, aunque no de modo estricto, tiene mucho en común con un crimen de odio.

En este caso, hay un acoso que (sépalo el agresor o no) va más allá que una “amenaza de muerte en Twitter”: puede tener la misma intención que el rayón de la puerta de un baño, aunque su impacto y eco sean mucho mayores. Si se dan las circunstancias, como en el caso de Bryk, el discurso toma un carácter performativo, para usar el concepto de John L. Austin que llama la atención sobre formas del lenguaje que, antes que describir una acción, la realizan. Por ejemplo verbos como jurar, prometer, declarar, apostar, bautizar, casar tienen un efecto que cambia la realidad que existía hasta entonces.

Para que una “turba” en internet pueda ser considerada realmente violenta o dañina es necesario preguntar quién compone la “turba” y a quién se ataca. Por definición, los grupos vulnerables o marginados del poder no pueden discriminar de manera efectiva a grupos hegemónicos o poderosos. Por ejemplo: las mujeres en situación vulnerable no pueden “discriminar” a “los hombres”, por más que los critiquen de manera insistente, pues sencillamente no tienen la infraestructura de poder para hacerlo y porque los hombres (específicamente los heterosexuales, con dinero y educados) no están en la misma situación de vulnerabilidad que las mujeres.

Las palabras son poderosas, construyen un campo simbólico que afecta nuestras emociones. En los acosos online, estos juicios y burlas llegan incesantes al teléfono celular, que es uno de nuestros objetos más íntimos, lo llevamos a la cama literalmente. Imaginen la violencia. Sin embargo, por hiriente que sea una palabra, por persistente que sea, no obliga al jefe de Sacco a despedirla ni llevará al suicidio a una persona que, por ejemplo, no tenga una historia de discriminación y sí cuente con entorno estable y con apoyo emocional. Las presiones de las masas en internet y sus efectos son psicológicos, lo que no debe subestimarse, pero son efectos complejos que responden a más condiciones que las meras palabras. Son todos esos otros sistemas de apoyo los que deben fortalecerse para resistir un ataque de bullying online, teniendo en cuenta que solo se pueden contrarrestar sus efectos desde lo emocional. Una política de inclusión social a grupos minoritarios (online y especialmente offline) será más efectiva para reducir los efectos nocivos del bullying que una censura previa a las palabras.

En 2014 el astrofísico Matt Taylor lideró un proyecto que logró aterrizar con éxito una sonda espacial en un cometa. Cuando salió ante los medios a hablar de su hazaña, lo hizo con una camisa ilustrada con dibujos de una mujer rubia en corsé con una pistola. Taylor recibió un sinnúmero de críticas en internet, varias feministas lo llamaron machista y hasta se escribieron artículos analizando lo que significaba su camisa. Luego Taylor volvió a salir en televisión y, llorando, pidió una disculpa, lo que de paso dio pie a que se hablara de la “malvada horda feminista” que lo había “linchado” y “censurado”. Sin embargo, el caso de Taylor no tuvo de ninguna manera los efectos (ni las intenciones) de los casos de Sacco o Bryk. Varias personas criticaron su camisa en redes sociales, pocos medios u opinólogos se unieron a la crítica, el hombre se disculpó en televisión y volvimos a hablar de su logro científico. Nadie lo denunció ni lo censuró ni lo despidieron. La crítica, aunque sea persistente, no puede equipararse con el bullying o la censura. Ser avergonzado en internet, como le pasó a Taylor, está lejos de un linchamiento. La vergüenza, por decirlo en términos de Hume, es una emoción moral apropiada y muy útil para regular nuestros comportamientos éticos. En su caso no hubo daño permanente, ni laboral ni psicológico. No se trata de que las sensibilidades de las personas sean variables, hay unas líneas clarísimas que diferencian la crítica del “linchamiento”. Sin embargo, en internet, muchas veces se llama linchamiento a la crítica legítima, buena, mala o exagerada.

Las interacciones en redes sociales nos muestran que, en realidad, la distinción entre lo bueno y lo malo no se fundamenta exclusivamente en la deliberación racional, y que los juicios morales no son absolutos ni universales. Las personas no se mueven únicamente por razones y la lógica no nos lleva por sí sola a la acción, pues al final son los sentimientos lo que en realidad nos impulsa. Para esta regulación social, internet funciona de maravilla. Si tan solo Hume hubiera estado vivo para verlo.

Hume señaló que la moral descansa fundamentalmente en los sentimientos que llama “sentimientos morales” como la “humanidad” (sentimiento positivo por la felicidad del género humano y resentimiento por su miseria). Así, llamamos “acciones virtuosas” a las que despiertan este sentimiento, entre otros “sentimientos morales”, y eso lleva a que haya regulación social. Para Hume, la simpatía representa la tendencia que las personas sienten a participar y revivir las emociones de los demás, aquella que permite al sujeto ponerse en relación con otros sujetos. En muchas ocasiones, dar like, fav o hacer rt tiene que ver con un sentimiento mínimo, simple e inmediato de simpatía.

Esta simpatía es una de las cosas que mueven a las personas a actuar en masa en internet. De hecho, algunos dirán que las turbas que “lincharon” a Sacco comenzaron siendo bienintencionadas y estaban en un principio “defendiendo derechos”. Pero ¿qué derechos? Quizás eso es exagerado y solo se trata de que la gente defiende lo que es políticamente correcto por el gusto fácil de esa sensación de virtud y pertenencia. En todo caso, de like en like vamos construyendo valores colectivos, un campo simbólico para “lo bueno” y otro para “lo malo”. Ponerse una camisa estampada con mujeres en bikini y hacer un tuit racista no siempre fueron acciones que despertaran la indignación colectiva. Llevamos años construyendo en el lenguaje un escenario para que esto nos indigne. En el debate público se construyen los símbolos que modifican cómo percibimos las acciones y a su vez las emociones morales que nos despiertan.

Sin duda, internet es una gran herramienta para la participación política en el debate público. Muchas cosas que deberían regularse de nuestro comportamiento para tener una sociedad más equitativa necesitan del rechazo social porque castigar por la vía penal sería ridículo y llegaría a la censura o a restringir otras formas del derecho a la libertad de expresión. Cuando alguien hace un comentario racista u homófobo o que agrede o discrimina a algún grupo, la penalización o la censura son lo menos deseable pues antes conviene que los intolerantes hablen. Solo en la discusión de sus argumentos se darán cuenta (si no ellos, quienes los escuchan) de lo absurdos que son muchos de sus prejuicios.

Si bien las “turbas linchadoras” en internet existen y tienen efectos reales, no queda más remedio que regularlas desde la interacción social. Intentar penalizarlas puede tener consecuencias nefastas, en especial porque el término “turba linchadora” es casi siempre impreciso, y también se usa con frecuencia para deslegitimar críticas de grupos minoritarios. Las emociones no se pueden regular ni penalizar. Coartar estos discursos puede tener fuertes efectos en el derecho a la libertad de expresión que en ocasiones necesita del anonimato, y que debe proteger hasta el insulto, que muchas veces es una queja social legítima. Las redes sociales son un espacio de escrutinio de las figuras públicas y es poco probable que esto cambie. Además son un espacio natural para el debate público. De hecho, debería asumirse que todo lo expresado en redes sociales es opinión a menos que algo indique explícitamente lo contrario. El derecho a la libertad de expresión implica que cada persona debe responder por lo que dice dentro y fuera de internet. Además, ya hay figuras penales, como el acoso, las amenazas, la extorsión, la injuria y la calumnia, que pueden ser usadas para atender perfectamente casos de cyberbullying sin necesidad de inventar nuevas leyes para lo digital.

Se tratará siempre de una negociación por parte de cada persona entre hacer un intento por ser respetuoso y empático, o agresivo y confrontador. Ambas posturas son válidas, dentro de la libertad de expresión y según las circunstancias, una será más efectiva que otra. Eso sí, ninguna postura nos exime de hacer conciencia del contexto en el que decimos las cosas (y del contexto en el que nos las dicen) y de los posibles impactos amplificados de nuestras palabras. La violencia verbal que se experimenta online no emana de las redes ni de los ordenadores: el odio y la sevicia son emociones humanas que solo pueden regularse con otras emociones humanas como la empatía y la compasión. Quizás es un gesto tan sencillo como tener presente que las personas, al comunicarnos, ejercemos una voluntad de dominio; y, finalmente, cuidarnos a conciencia de que nuestra comunicación no sea un acto de conquista sino de seducción. ~

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Es una periodista colombiana. Escribe una columna semanal para los diarios El Espectador y El Heraldo. De formación filósofa y artista plástica.


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