Eulalio Ferrer Rodríguez (1920-2009)

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Conocí a don Eulalio Ferrer a principios de los años setenta. Él tendría unos cincuenta y estaba en la fuerza de sus mejores años. Me recibió en el penthouse del edificio que levantó para Publicidad Ferrer, en la esquina de Insurgentes y Miguel Ángel de Quevedo. Fui a visitarlo, recomendado por el historiador y enciclopedista José Rogelio Álvarez, quien le había comprado a Gutierre Tibón los derechos para continuar la Enciclopedia de México, a la que le impondría su sello antes de venderla a la Enciclopedia Británica.

Había nacido en la ciudad de Santander, España, en 1920, hijo de un tipógrafo, corrector de un diario regional y militante socialista –Eulalio Ferrer Andrés, casado con Estrella Rodríguez. A los diecinueve años fue nombrado capitán del ejército de la República como reconocimiento a su trabajo de animador en las juventudes socialistas de Santander. Estos antecedentes le valieron ser recluido en Argelès-sur-Mer, no muy lejos de Perpiñán, donde tuvo una experiencia que sería decisiva para el desarrollo de su vocación literaria y cultural. En su libro de memorias Entre alambradas (1987), ha contado cómo un soldado de tupida barba gritaba entre los prisioneros del campo: “Cambio tabaco por libro.” Se trataba de la edición del Quijote realizada por Saturnino Calleja en 1906.

Al llegar a México el 26 de julio de 1940, al término de la guerra civil española, Ferrer empieza a trabajar ese mismo año en la revista Mercurio, que más tarde dirigirá. Lustros después anima el suplemento del periódico Claridades; en 1946 funda la agencia publicitaria Anuncios Modernos, que más tarde se llamará Publicidad Ferrer y que durante varias décadas sería la agencia de este giro más importante de México, con oficinas en Nueva York y en otras ciudades. Desde el foro televisivo y publicitario, creó, impulsó y auspició proyectos como “Charlas mexicanas”, “México lindo”, “Diálogos de la lengua”, “Encuentro” y, en el orden editorial, Cuadernos de Comunicación.

Abierto y hospitalario, Eulalio Ferrer me abrió las puertas de su oficina y me invitó a colaborar con él. Tenía yo que hacer dictámenes, es decir, opiniones razonadas de algunos comerciales. Me pagaría bien. El trabajo era sencillo y había que hacerlo in situ. Antes de la proyección, aparecía un mesero de frac para ofrecerme una bebida. Una vez concluida la presentación, digamos, de un anuncio de Bancomer, yo tenía que pasar por escrito mi parecer. En realidad, don Eulalio era todo un caballero, y me supongo que aquel trabajo que a mí me apantalló –esa es la palabra– era un gesto dictado en parte por la cortesía hacia su amigo y en parte por la curiosidad hacia el hirsuto adolescente. Eso era todo. Las sesiones sucederían dos o tres veces. Luego don Eulalio me invitó a colaborar en lo que casi treinta años después sería su libro El lenguaje de la inmortalidad, centón misceláneo en torno a la retórica comercial y civil o de las pompas fúnebres. Me volvería a encontrar a don Eulalio veinte años después, en el Fondo de Cultura Económica, la editorial estatal mexicana donde se publicarían algunos de sus libros, como El lenguaje de la publicidad, Los lenguajes del color y El lenguaje de la inmortalidad, entre los que ahora recuerdo.

Por motivos de trabajo en la editorial, luego por razones amistosas y apenas ayer académicas, fui algunas veces a su casa en el Pedregal a conversar en su biblioteca: hablamos, desde luego, de la salud y suerte de la editorial, de mis proyectos y de los suyos, de las venturas, tunas y fortunas de México, de sus escritores, artistas y políticos. En una de las últimas ocasiones en que lo fui a visitar, me descubrió don Eulalio el sótano de su biblioteca: una serie de enormes salones donde se desplegaban y guardaban revistas, periódicos, suplementos encuadernados, álbumes fotográficos de cada una de sus épocas, estaciones en el tiempo y en el aire, proyectos y trabajos y una amplia cava de vinos y licores.

Eulalio Ferrer tenía en su biografía no poca tela que cortar. Había ganado en los años cincuenta y sesenta una o varias fortunas que le permitían tener casa en Santander, México y Acapulco, y quizás en París, Madrid y Nueva York. Dotó a la Universidad de Santander con un capital suficiente para instaurar el Premio Menéndez y Pelayo. Fue patrono del Premio Cervantes y de la Cátedra de la Generación de 1927 para El Colegio de México. Pero la joya de su corona era el Museo Iconográfico del Quijote en la ciudad de Guanajuato, que cada año se reanimaba con el Festival Cervantino organizado y auspiciado por él, adonde venían a conjuntarse escritores y especialistas en el Quijote y en Cervantes de todo el mundo. Ingresó a la Academia el 11 de abril de 1991 y fue su tesorero de 2000 a 2004, lapso en que gracias a sus buenos oficios la Fundación Pro Academia Mexicana de la Lengua cedió a esta corporación el edificio que actualmente ocupa en comodato.

La lectura de la famosa novela de Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, fue definitiva en su vida, como ya se dijo. La leyó de joven, en un campo de concentración, luego de cambiar por una caja de cigarrillos el texto clásico. Don Eulalio dijo muchas veces, oralmente y por escrito, cuán importante fue para su formación esa lectura. A mi vista y a mi parecer, se quedó corto en la ponderación: el Quijote se imprimiría con tan incisiva profundidad en las fibras de su sensibilidad que en cierto modo todo lo que le vendría a suceder después quedaría matizado o teñido por esa solución legendaria, como un tornasol o catalizador. Pero, ojo, la de Eulalio Ferrer no sería la experiencia ingenua de un don Quijote o de su caricatura, sino que aspiraría a ser la inescrutable y misteriosa de Miguel de Cervantes, cuya aguzada y canina mirada era también la de este hombre que sabía moverse por el mundo a través de la reciedumbre y la fantasía de sus amigos innumerables, que iban desde Fernando Lázaro Carreter, José Hierro y Octavio Paz hasta el presidente en turno de nuestro país. Un hombre, don Eulalio Ferrer, que no ignoraba las conjugaciones de la gratitud y que quiso a su segunda tierra –México– con la pasión inteligente con que se reconoce y estima lo que devuelve el sentido. Pues Eulalio Ferrer no sólo tuvo la fortuna de hacer fortuna sino de recobrar el sentido al hacerla. Y esa es –según mi condolido sentir– la más poderosa enseñanza de este pudoroso maestro disfrazado de mecenas y escritor. ~

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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