Festejo común de la excentricidad

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Un domingo 17 de noviembre del 91, en mi primer viaje a México, en una entrevista para la radio, me hicieron una pregunta que, sin duda porque no me la esperaba, me dejó primero perplejo y luego casi sin habla. El entrevistador dijo que había oído por todas partes que a mí me entusiasmaba Ciudad de México, pero que yo aún no había explicado los motivos de tanta fascinación y que a él le gustaría saber qué me gustaba más de la ciudad, si el fondo o la forma. Pasados los primeros instantes de perplejidad, miré al entrevistador con odio. ¿Cuántos días llevaba preparando semejante pregunta? Pensé en contestarle: "¿El Fondo de Cultura Económica?" Pero luego decidí aplazar la contestación sine die. "Debo meditar la respuesta unos días", dije. No es que no supiera por qué me había fascinado Ciudad de México, sino que los motivos de ese encantamiento me parecían de una simplicidad impropia de un intelectual barcelonés. En las entrevistas los escritores nunca suelen decir la verdad, porque muchas veces ésta es simple y poco literaria. Los entrevistados, para no descubrir un alma más sencilla que la criada Felicité del relato de Flaubert, suelen recurrir a frases brillantes e ingeniosas que ocultan la pura y simple y a veces simplona y peligrosamente emotiva verdad.
     Si aquel domingo 17 de noviembre yo me hubiera limitado a contestar con sinceridad al porqué del encantamiento que ejercía sobre mí Ciudad de México, habría tenido que silenciar motivos culturales, paisajísticos, históricos y otras zarandajas y decir simplemente que a lo largo de los cuatro días que llevaba en DF había sido recibido con tanto aprecio y había hecho amigos con tan asombrosa rapidez que no podía más que sentirme entusiasmado, fascinado con la ciudad, a la que apenas, por cierto, había tenido tiempo de ver ni de analizar. Si mal no recuerdo, no salía del círculo encantado del hotel Majestic y del Zócalo.
     Pero ese domingo 17 de noviembre me pareció que atribuir todo el encanto de la gran Ciudad de México al hecho de que había sido extraordinariamente bien acogido en ella equivalía a confesar que mi sentido de la curiosidad y mi carácter analítico de los lugares que visitaba merecían un cero y que yo en el fondo —y también en la forma—  era un pobre desdichado que medía la grandeza de las ciudades en función de cómo me iba la feria de las vanidades en ellas. De modo que prácticamente callé. Ni fondo ni forma. "Debo meditar la respuesta unos días", dije. La he meditado once años y la verdad es que estoy igual que aquel día, sólo que hoy traigo una cita del brazo, la encontré en Carlos Monsiváis que, hablando de El arte de la fuga de mi grandísimo y admirado amigo Sergio Pitol, dice que en ese libro las amistades resultan, entre otras cosas, "el festejo común de la excentricidad". Ya ven, he tardado once años en responder a la pregunta de la radio. Ahora sé que lo que yo celebré desde que pisé por primera vez Ciudad de México ha sido un festejo común entre almas hermanadas por ese océano de lo excéntrico en el que me encuentro como "pez en el agua", aunque por aquellos días de noviembre del 91 tenía un inmenso complejo de culpa y no quería reconocerlo —sentía culpa de ser tan excéntrico en medio de un paisaje castellano de realismo y olmo seco— , hasta que Ciudad de México me cortó de cuajo el complejo, me convirtió en un excéntrico que hoy avanza, seguro de sí mismo, por una carretera perdida en las afueras de la realidad, de una realidad que para mí apenas es una milésima parte de algo que tiene innumerables, infinitos sentidos no explorados. Y eso es algo que yo aprendí en la caótica, futurista Ciudad de México. Y esta es hoy mi manera —más intelectual, más elaborada— de en el fondo decir lo mismo que debería haber dicho aquel domingo en la radio. Pero es que, en esos once años que han pasado, he ido leyendo a los amigos mexicanos y mis viajes a Ciudad de México han acabado por convertirse en viajes a través de la densidad cultural de las minuciosas y detenidas lecturas de los libros de esos amigos. Y ahora conozco muy bien el fondo y la forma de esa ciudad que tiene algo de realidad, sí, pero de realidad infinita, llena de estímulos tan vertiginosos e ininterrumpidos que, como diría Musil, acaba resultando una realidad casi inexistente por la imposibilidad de seleccionar, distinguir, graduar y fijar la entidad de los estímulos individuales, "como si de un oleaje que se extendiera hasta el infinito en la oscuridad se vieran sólo salpicar contra los escollos de una orilla iluminada partículas aisladas de espuma que pronto volvieran a caer sin fuerza más allá del círculo de la luz". Tal vez también por esto, Ciudad de México es, más que otras ciudades actuales, la ciudad del Futuro, la ciudad más adelantada en realidades futuras, la ciudad de los innumerables sentidos no explorados de la realidad, la de la persecución constante del infinito con sus admirables puntos de fuga, la ciudad del choque de las palabras contra los escollos de una orilla excéntrica, iluminada. ~

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