A pocos meses de cumplir mis dieciséis años, con las hormonas desatadas y tras asistir meses antes, acompañando a mi padre, comunista español, al cierre de la campaña por la presidencia de la República del dirigente ferrocarrilero y comunista Valentín Campa Salazar, nada me parecía más interesante que la disposición a besarse de las jóvenes chilenas exiliadas en México ni más urgente que el ingreso al Partido Comunista Mexicano. En mi cabeza se entrelazaban la melancólica furia antifranquista de mis padres –“rojos de ultramar”, Soler dixit–, los poemas de Pedro Garfias, Octavio Paz, Pablo Neruda, César Vallejo, Miguel Hernández e incluso Vladimir Maiakovski. La tristeza que sobrecogió mi casa el 2 de octubre de 1968 me hacía sentir un estremecimiento de pánico y coraje cada vez que acompañaba a mi madre, la pintora Mary Martín, a dar clases de dibujo a la Facultad de Arquitectura de la UNAM (taller 5 de Autogobierno). Las imágenes del Palacio de La Moneda en llamas y las últimas palabras de Salvador Allende, junto con las historias que contaban nuestros nuevos amigos, los jóvenes refugiados de Chile y Argentina, me convocaban a la militancia política. Necesitaba una novia que participara de mis deseos y aguantara mis poemas, pero también una trinchera para hacer la revolución.
Con mi ingreso al PCM lo primero que conquisté fue la novia: una muchacha excepcionalmente bella que se hacía llamar Cristina Ortega Kanoussi. Digo que se hacía llamar porque su primer apellido cambiaba dependiendo del grado de clandestinaje de su padre; el griego de su madre sí estaba en regla: se lo debía a la destacada gramscista Dora Kanoussi. Pero en cuanto a mi deseo ingente de pasar de inmediato a la acción revolucionaria, el PCM me dejó bastante desconcertado: no parecía querer la revolución sino conformarse con la democracia, no deseaba destruir el sistema sino reformarlo, no requería mártires sino educados militantes, nadie hacía ejercicios guerrilleros y las reuniones se parecían más a un diplomado en ciencias políticas que a un verdadero cónclave de resueltos subversivos. Fue en ese escenario que conocí por primera vez a Gilberto Rincón Gallardo.
A diferencia de otros dirigentes comunistas –para quienes los jóvenes éramos mano de obra gratuita destinada a pegar carteles, pintar bardas y repartir volantes–, Gilberto se preocupaba en formarnos, y esto significaba sencillamente que estaba dispuesto al diálogo, que le gustaba conversar con nosotros. Una de las primeras amistades que hice en el PCM, o más precisamente en las brigadas juveniles comunistas (una especie de propedéutico para militantes menores de edad), fue Martín Rincón, hijo de Gilberto, lo que me abrió las puertas de su casa, que entonces se encontraba en un conjunto habitacional de clase media y media baja, y que aún sobrevive entre las calles de Vicente Suárez y Mazatlán, resucitada por el auge inmobiliario de la colonia Condesa. Aquella casa estaba siempre agitada por las visitas y las conversaciones; vivía ahí Gilberto con su inseparable compañera, Silvia Pavón, sus tres hijos, dos perros inmensos, y recuerdo que la frecuentaba el músico Mario Rivas, quien años después fundaría el grupo de rock Música y Contra Cultura, MCC, y sería el primer militante comunista en declararse homosexual en una asamblea que habría de suceder algunos años después, justo en esa misma casa, ya transformada en local del seccional siete del partido –Mario sería también fundador del Frente Homosexual de Acción Revolucionaria y una de las primeras víctimas del VIH en México.
También vivía ahí un joven ayudante de Gilberto, flaco y con voz de niño, se diría una persona frágil, quien había dejado la Liga Comunista 23 de Septiembre para ingresar al PCM y quien se encargaba de la “seguridad” de Gilberto –en realidad eran Silvia, Gilberto y el resto de la familia los que se hacían cargo de darle techo y cobijo al joven sobreviviente de la guerra sucia. A cambio, este conducía para Gilberto y cargaba una pistola de bajo calibre que jamás habría de ser usada: el PCM era aún ilegal, los últimos grupos armados de esa oleada se batían todavía en la desesperación contra un Estado que los aniquilaba sin miramientos, siempre fuera de la ley, sin respeto alguno de los derechos humanos, y los comunistas buscaban una reforma política que les abriera la puerta a la vida pública. Había todavía que andarse con cuidado.
Lo primero que sorprendía de Gilberto Rincón Gallardo era la relación que guardaba con su enfermedad, una malformación congénita que disminuía y deformaba brazos y manos, y que sin embargo no le impedía desenvolverse con naturalidad en los diversos aspectos de su vida: lo recuerdo escribiendo con buena letra y a máquina, cocinando con placer platillos de su invención para quienes nos acogíamos a su casa; recuerdo que abrazaba con placer a su mujer y a sus hijos, que extendía con franqueza la mano para saludar, y que era capaz de enfrentar a la policía como cualquiera de sus camaradas, de participar en la batalla como cualquiera de los suyos. Mi padre alguna vez me contó cómo Gilberto participó, junto con otros jóvenes comunistas mexicanos, españoles y judíos, en la toma de la oficina de negocios de España en México, tras el asesinato de Julián Grimau; evocaba a Gilberto externando como los demás su indignación sobre los archiveros grises de aquella oficina de negocios que representaba en México, entonces sin relaciones diplomáticas oficiales con España, al dictador Francisco Franco.
Un día, mientras lo observaba con asombro atarse con destreza las agujetas de los zapatos, me confió que su madre nunca había querido hacerlo por él, y que viéndolo sufrir por el esfuerzo lo animaba: si no puedes abrocharte solo las agujetas del zapato, no podrás hacer nada por ti mismo en la vida.
A finales de los setenta, Gilberto y Silvia decidieron mudarse del hermoso barrio de la Condesa (que era entonces una mezcla de barrio judío centroeuropeo, con algo del Barrio Latino de París, donde no faltaba la panadería kosher, la fonda húngara, el restaurante alemán, griego y español, en armónica convivencia con taquerías y torterías, con los tamales de más rancio abolengo, las chocolaterías, la sala de cine Bella Época, los viejos sastres, el relojero…), para irse a vivir al barrio de la Romita. Aunque escuché a Rincón referirse a la película de Luis Buñuel, ni se me pasó por la cabeza lo que ahora me parece evidente: que Gilberto se había propuesto recuperar el barrio de la Romita, retratado con crudeza en Los olvidados, y no únicamente cambiar de domicilio. Su mudanza fue un acto familiar, social y político, pero también estético y cinematográfico. Si una familia comunista podía cambiarle el rostro de miseria y desolación a esa síntesis de nuestra desgracia nacional develada por Buñuel, México también podía ser transformado en un país más justo.
En aquella acción participábamos también los amigos y algunos jóvenes comunistas. A nosotros nos pidió que nos sentáramos a hablar con los hijos del barrio: con el Jaibo, Pedro, el Ojitos y los demás. Nos recibieron con la cara dura: los comandaba un joven mayor que todos nosotros, con los ojos rojos como la sangre, ebrio, de media sonrisa, como de perro que enseña los dientes. El ambiente olía a cerveza y activo, mariguana y orines. Los jóvenes comunistas queríamos convencer a aquellos muchachos de ingresar al partido para luchar por su emancipación. El mayor sonrió y nos dijo: “ustedes me parece que están más verdes que rojos, les falta mucha calle para saber de lo que hablan, pero si vienen tranquilos no hay problema, nomás que la banda no es tonta, no se cree cualquier cuento”.
Gilberto levantó una vieja casa de principios del XX o finales del XIX, que en otras épocas había pertenecido al párroco de la Romita. La casa estaba plagada de reliquias religiosas, fantasmas y ratas. Se decía que en la higuera del patio se había suicidado un cura y una sirvienta a su servicio y que sus almas en pena vagaban por las habitaciones: con sus carreras, las ratas se encargaban de evocar los pasos de las ánimas. Ahí, entre los restos de la biblioteca de la casa, donde Gilberto descubría entusiasmado tratados teológicos envueltos en polvo y telarañas, lo escuché por primera vez hablar de la necesaria alianza entre cristianos y marxistas –desde luego no era la primera vez que lo decía, pero sí era la primera vez que yo lo oía decirlo. “Unos y otros, me explicó, coincidimos en el amor al prójimo y en la opción por los pobres, y el problema de la existencia o no de Dios es fundamentalmente un asunto personal y no un problema público.” Las palabras de Gilberto me desconcertaron en principio, pero me convencieron después, cuando se las oí defender con vehemencia, en las reuniones del partido, frente a los inquisidores ateos de casa.
Gilberto era un admirador de la escuela mexicana de pintura y los grandes muros de la vieja casa se poblaron de grabados del Taller de Gráfica Popular y de la gráfica del 68, de Zalce, Chávez Morado, Mario Orozco, Adolfo Mexiac y Mary Martín, entre otros; pero también de antiguas pinturas e imaginería religiosa. Pronto, la casa de Gilberto y Silvia se transformó en un centro cultural, un punto de encuentro donde convergíamos jóvenes comunistas, viejos militantes obreros, diplomáticos vietnamitas, homosexuales, feministas, cristianos, ex guerrilleros, artistas y escritores. Si mal no recuerdo, Gilberto entró pronto en contacto con el párroco en funciones del templo, que recuperó las jardineras de su diminuto atrio y pintó la fachada. Aquella vocación cultural, política y diversa de la casa de la Romita sobrevive hasta el día de hoy, transformada en centro cultural independiente, dirigido por la más joven de los hijos de Silvia y Gilberto: la que lleva el nombre de Lídice.
En el transcurso del tiempo al que hago referencia, el Partido Comunista había dejado la clandestinidad y entraba de lleno al juego, limitado pero útil, de la reforma política de Jesús Reyes Heroles. En ese contexto, Gilberto Rincón Gallardo sería hecho candidato comunista al primer distrito electoral, y la casa de la Romita se habría de convertir en epicentro de la candidatura comunista que iba a enfrentar al priista Venus Rey, músico y gángster sindical, en cuyos antecedentes históricos se combinaban los méritos de haber tocado con Benny Goodman, Harry James y Glenn Miller, pero también el de haber tomado por las armas el Sindicato Nacional de Músicos, el de contar con antecedentes criminales por violación y el de haber expulsado del país a muchos artistas que no se sometieron a su política de terror. (Bebo Valdés nos contó, en un charla improvisada en la ciudad andaluza de Córdoba, a Enrique Helguera y a mí, mientras se preparaba para tocar “Lágrimas negras” con Diego el Cigala, que fue tanta la violencia del líder sindical que él prometió no volver a pisar México mientras el sindicato no le pidiera disculpas públicas. Gracias a Venus, Bebo no ha vuelto a nuestro país, y aquí al cantaor lo ha debido acompañar el hijo del pianista.)
Si me extiendo en recordar a Venus Rey, es sólo para hacer notar la calidad moral del adversario de Gilberto Rincón Gallardo, el valor con que este último llevó adelante su campaña, sin arredrarse ante las amenazas del crimen sindical organizado. En esa campaña los comunistas ganaron su registro político y entraron al parlamento encabezados por Arnoldo Martínez Verdugo; dejaban atrás años de persecución y cárcel (Rincón la padeció en 1968 y 1971), pero también un largo periodo de oscurantismo ideológico y de tutoría soviética.
En realidad la lucha por deshacerse de la imposición del PCUS venía de años antes, del XIX y XX congresos, cuando los comunistas mexicanos, únicos en Latinoamérica en condenar la invasión a Checoslovaquia y hacer lo mismo con la de Afganistán, buscaban no sólo un camino propio, sino una definición también particular de eso que llamamos socialismo. Rincón era la cabeza política más refundadora de entre todos los comunistas de aquella generación, no sólo porque nos convocaba a ser demócratas (Martínez Verdugo, Valentín Campa, Martínez Nateras, Othón Salazar y muchos otros habían dejado atrás el estalinismo y el PCM mismo había renunciado ya a la dictadura del proletariado como proyecto político), sino porque además fue el primer dirigente comunista en defender los derechos de mujeres y homosexuales, de discapacitados y jóvenes; Gilberto defendía a la vez la amnistía de los presos políticos y la incorporación de la guerrilla a la vida pública, los derechos sociales de transexuales y la participación de los jóvenes en política, el diálogo con los cristianos y el derecho de las mujeres a interrumpir el embarazo (Pro-Vida nace, para quien no lo recuerde, como una organización obediente al alto clero cuya tarea era convocar al linchamiento público de los diputados comunistas, entre ellos Rincón Gallardo, que promovían, ya entonces, la despenalización del aborto).
Aquellos años en que Gilberto acompañó y formó a un grupo de jóvenes comunistas, yo los viví junto a otros camaradas –así nos llamábamos todavía entonces, con más humor que solemnidad– que me formaron tanto como él y con quienes Gilberto estableció una conversación afable y fecunda. Hoy recuerdo a cuatro: el primero fue Christopher Domínguez, que cuando yo acababa de leer El Estado y la revolución él terminaba La revolución rusa, que cuando me interesaba por Rulfo él venía de regreso de Balzac y las obras completas de Revueltas, y cuya inteligencia y amor a la literatura abrían otros universos, mucho más amplios, para surcar las tempestades de los veinte años. Otro era Roberto Zamarripa, marxista de la tendencia Groucho: sereno, dialéctico, pragmático, escéptico y burlón, de un rigor intelectual y una curiosidad por todo que habría de ponerlo a salvo de la carrera política que se le ofrecía para convertirse en uno de los mejores periodistas con que hoy cuenta nuestro país. Los otros dos eran algo así como nuestros hermanos mayores: Roger Bartra y José Ramón Enríquez, que con el apoyo de Arnoldo y Gilberto fundarían la revista El machete, un espacio de libertad, de reflexión crítica, de humor e inteligencia, que estimularía el nacimiento de una nueva cultura de izquierda, pero también el odio de los estalinistas más recalcitrantes.
Cuando sobrevino el cardenismo, yo me encontraba, tras una década de militancia en el PCM y en el PSUM, lejos de la política de partido, y muy cerca de las imprentas y la corrección de erratas, de la edición y la poesía. Fueron años en que, junto a Marco Antonio Campos y desde la UNAM, estuve empeñado en editar la primera época del Periódico de Poesía. Miré entonces a la distancia –asistía a las manifestaciones solo, las acompañaba desde las banquetas– la fiesta social del cardenismo: esas manifestaciones inmensas donde los contingentes sectarios y ordenados militarmente de los setenta habían sido sustituidos por ríos de ciudadanos sin banderas. Era la fiesta de la unidad de la izquierda, pero fue también una rebelión civil contra el espíritu fraudulento del PRI y contra el abandono de la política social del Estado a favor del gran capital nacional y global.
De aquella época sé lo que sabemos todos: que Gilberto fue clave en el proceso de unificación de los socialistas con el Frente Democrático Nacional, que parte de su trabajo consistió en convencer a Heberto Castillo de la necesidad de declinar a favor de Cárdenas, y que su firma se encuentra entre las de quienes signaron el acuerdo que ponía el registro y los bienes del Partido Mexicano Socialista al servicio de la fundación del Partido de la Revolución Democrática.
Fue su disidencia, y la derrota de su posición en el interior del PRD, lo que lo llevó finalmente a dejar, en 1996, esa agrupación política, para intentar construir otra alternativa de izquierda para México. ¿En qué consistió esa disidencia? En A contracorriente, libro publicado en 1999, Rincón Gallardo la explica con claridad: “El triunfo del maximalismo, la pérdida de la idea democrática de negociación, la renuncia a un papel de convocatoria, de consenso, de equilibrio, de aceptación de la pluralidad, de reconocimiento de valores ajenos; todas estas ideas quedaron derrotadas. Avanzó la idea del triunfo a toda costa, de ganar la presidencia por encima de cualquier meta de carácter nacional, de ganar el tiempo electoral.”
Años antes, en medio de los trabajos para fundar el PRD, Gilberto había expresado: “la unidad no puede fincarse alrededor de un solo nombre”. Rincón Gallardo era una persona que concebía al partido como espacio de reflexión, de deliberación crítica y libre, diverso por naturaleza. Del PRD se fue prácticamente solo, en él quedaban sus viejos compañeros de lucha, así que no buscó la confrontación, la descalificación ni el cisma: sencillamente abrió otra ventana y se propuso inyectarle aire nuevo a la izquierda mexicana con la fundación del Partido Democracia Social, que retomaba el icono del puño y la rosa, distintivo del socialismo español, que históricamente se ha definido como una izquierda que lucha con el mismo ímpetu por la justicia social que por las libertades públicas.
La apuesta por construir un partido socialdemócrata no era, en el caso de Gilberto Rincón Gallardo, una idea de último momento; de hecho, desde finales de los setenta, él había sido uno de los grandes impulsores del acercamiento entre los comunistas mexicanos y los italianos, españoles y franceses, que en aquellos años experimentaban la alternativa “eurocomunista”, que consistía, en gran medida, en acercar a los tres grandes partidos comunistas de Europa occidental al socialismo democrático. Pero Gilberto pondría el punto sobre la i al abordar un tema canónico de la izquierda mexicana: el asunto cubano. “La Cuba real –escribía desde el diario Reforma en abril de 2000, en pleno debate sobre el voto de México en Ginebra– es aquella en la que el gobierno de Fidel Castro mantiene una dictadura de 40 años que suprime los derechos civiles y políticos y restringe y reprime formas independientes de organización y corrientes alternativas de opinión. […] ¿por qué la izquierda mexicana, para sentirse coherente en su crítica a los excesos norteamericanos, ha de estar obligada a justificar la violación a los derechos humanos que no aceptaría, me consta, en nuestro país? […] Como todos los regímenes del socialismo autoritario, el de Cuba ha hecho pedazos las libertades en aras de la justicia social. En contraste, un proyecto de izquierda moderna no considera que sean sacrificables esas libertades por ningún motivo, aunque lucha a fondo por la justicia social. Más allá de las emociones, Cuba es algo más que un tema de política exterior: es también el índice de distancia entre un proyecto de izquierda moderna y uno tradicional en México.”
La alternativa política que impulsó Gilberto no terminó de fraguarse entonces y se ve muy difícil que lo haga ahora, entre otras cosas –pienso yo– porque ideológicamente la socialdemocracia mexicana forma parte medular del partido hegemónico de la izquierda, el PRD, e incluso de una corriente cada vez más marginal pero presente aún en el PRI. Aun así, su candidatura a la presidencia de 2000 fue la gran novedad en aquel debate entre Vicente Fox, Cuauhtémoc Cárdenas y Francisco Labastida, y seiscientos mil ciudadanos mostraron en las urnas tener confianza en él y apoyar la causa antidiscriminatoria, de reivindicación de las minorías, en defensa de la decisión de la mujer sobre su cuerpo, que planteó con naturalidad y serenidad en aquellos atrabancados debates de finales del siglo XX –que terminarían en una transición tragicómica, o, parafraseando a Adolfo Gilly, en una transición interrumpida.
Visité a Gilberto a principios de 2000 en la misma biblioteca de la casa de la Romita, cuando la derecha panista intentaba desacreditar la obra cultural del gobierno cardenista y Federico Döring, con soberbia falangista, insultaba en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal a Alejandro Aura. Más que pedirle el apoyo de los diputados socialdemócratas –lo que también hice–, me importaba que él tuviera claro el carácter infundado y oportunista de la agresión. Me agradeció la visita y mandó saludos al poeta de Volver a casa, no sin antes recordarme lo que me parece fundamental no olvidar hoy: que la cultura no debe ser servil a ningún proyecto político, por bueno que este sea.
La última vez que vi a Gilberto Rincón Gallardo estaba sentado a una mesa de la cantina El Mirador, cuando caía la tarde, solo, tomando lentamente un tequila en caballito. En otra mesa, la única ocupada además de la de Gilberto, conversábamos Alberto Kalach, Gabriel Orozco –que acababan de conocerse– y yo; hablábamos del mito de Jonás y Moby Dick y Orozco gestaba Mátrix Móvil, su última obra pública en México: dentro de la Biblioteca José Vasconcelos, dentro de la ballena bíblica transformada en biblioteca, otra ballena, quizá como signo de resurrección, de renacimiento –hoy encallan ambas obras en los arrecifes de la burocracia cultural nacional. Me levanté e invité a Gilberto a unirse a nuestra mesa, me dijo que pasaría a despedirse, pero que necesitaba pensar a solas un momento. Quince minutos después pagó su tequila y se acercó: felicitó a Gabriel por sus éxitos y recordó a su padre, Mario Orozco Rivera, al que se refirió como un gran pintor; después me miró y dijo: como Mary Martín, otra artista verdadera. Saludó al arquitecto y celebró que nos hubiéramos encontrado. Se le veía cansado. Dirigiéndose a Gabriel y a mí, que nos habíamos conocido en esas brigadas juveniles comunistas de los años setenta, nos dijo: “me alegra mucho que ustedes no se hayan dedicado a la política: es un mundo de canallas”. Los tres intentamos decirle algo, agradecerle el saludo, reconocerle su persona, infundirle ánimos.
En 2003 Gilberto fue designado, por Vicente Fox, presidente del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación, institución en la que realizaría una actividad intensa en la defensa de los derechos humanos de las minorías, principalmente de los discapacitados. A principios de mayo de este año llevó su voz hasta las Naciones Unidas, con motivo de la entrada en vigor del nuevo tratado sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad: “Frente al hecho de que las personas con discapacidad constituyen uno de los pocos grupos vulnerables sin un instrumento internacional vinculante dentro de Naciones Unidas –expuso Gilberto–, México propone que esta Conferencia recomiende a la Asamblea General considerar la elaboración de una Convención Internacional para proteger los derechos de este importante sector de la población mundial. […] Tendremos que luchar sin tregua para que las personas con discapacidad participen íntegramente en las decisiones que les atañen, formen parte del desarrollo, rompan el pernicioso ciclo pobreza/discapacidad, estén plenamente incluidas y logren que se deje de enfocar el respeto a sus derechos como una concesión o una dádiva.”
Así vivió y murió Gilberto Rincón Gallardo: recordándonos a todos la existencia de un mundo profundamente injusto al que nuestros ojos se acostumbran y frente a cuyo dolor la sensibilidad social opta muchas veces por la indiferencia; reivindicando la existencia y los derechos de los olvidados. ~
(ciudad de México, 1962) es promotor cultural, editor y poeta. Es director del Museo de Historia Natural y de Cultura Ambiental.