Giros negros…El imán del andrógino

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“¿Qué le verán las mujeres a Leonardo Di Caprio, si es una nena?”, me comentaba hace poco un amigo al que no podría tildar de conservador, pero sí de cuadrado. Millones de machos a la antigua repiten a diario la misma queja, defraudados por la aparente devaluación de la virilidad en el mercado mundial de valores eróticos. ¿De qué nos sirvió jugar vencidas, beber a pico de botella, saber cambiar amortiguadores –se preguntan con amargura–, si las mejores chavas de la discoteca siempre se van a la cama con un puñalón de arracada en la oreja?

A pesar de todas las evidencias en contra que se han acumulado desde los años sesenta, mucha gente cree que los andróginos sólo deberían gustarles a los homosexuales. Pero sucede justamente lo contrario: en la comunidad gay el tipo masculino más codiciado es el rudo varón con facha de camionero que tira las colillas en la alfombra y eructa después de tomar cerveza. Son las mujeres, sobre todo las adolescentes, las que suspiran por los jóvenes de facciones delicadas y cuerpos lánguidos. En la imaginación femenina, el viejo príncipe azul de los cuentos de hadas ha sido desplazado por un ambiguo príncipe decadente al que la mujer debe seducir para vencer su indolencia. ¿Cómo explicar este giro de 180 grados en las preferencias sexuales de la mujer? ¿Los medios de comunicación han impuesto a las jovencitas modelos de belleza que deberían repugnarles, como creen la Iglesia Católica y una buena cantidad de machines? ¿O se trata simplemente de una fantasía erótica reprimida por mucho tiempo, que afloró a la superficie cuando la liberación femenina permitió a las mujeres asumir una actitud dominante en el juego de la seducción?

En los años setenta, las estrellas del glamrock querían evidenciar su sexualidad heterodoxa con fines de provocación, pero ninguno de ellos esperaba causar revuelo entre el público femenino. David Bowie ha contado que le resultó muy difícil reclutar músicos para la gira de Ziggy Stardust, porque la mayoría de los rockeros ingleses temían dañar su prestigio si salían al escenario maquillados como mujeres. Pero al darse cuenta de que Bowie tenía legiones de niñas histéricas a la salida de su camerino, pidieron rímel para pintarse los ojos y se pusieron a jotear sin temor alguno (yo vi en concierto a Bowie cuando ya no era travesti, pero una noche en Rockotitlán me tocó sentir en carne propia el imán del andrógino cuando vi cantar con los labios pintados al ex caifán Saúl Hernández, que nos gustó por igual a mi esposa y a mí).

Algo deben remover los andróginos en las capas más profundas del inconsciente para desquiciar a tal punto la química de los deseos. Los escritores que han sucumbido a sus encantos, o al menos contemplaron esa posibilidad –Verlaine, Oscar Wilde, Thomas Mann, Amado Nervo, Marguerite Yourcenar metida en la piel de Adriano– apenas si han entrevisto la explicación del misterio. Sin embargo, la psicología junguiana proporciona algunas claves para entender el fenómeno. Como se sabe, Jung distingue en el inconsciente una coincidencia entre dos opuestos: el componente femenino de la personalidad masculina (el ánima) y el elemento masculino en la psique de la mujer (el ánimus). El andrógino es un hombre que proyecta su ánima hacia el exterior. Cuando la mujer hace lo propio con su ánimus –cosa muy frecuente en la vida moderna– se produce un entrecruzamiento de caracteres sexuales, también llamado fantasía transferencial, donde se invierten los papeles tradicionales del cortejo amoroso: el hombre conquista a la mujer por su feminidad y ella lo seduce por su ímpetu varonil.

Tolstoi era tan buen psicólogo como Jung y esbozó la teoría de la coincidentia oppositorum en un memorable capítulo de La guerra y la paz donde parece haber intuido los laberintos sexuales del siglo XX. Dos enamorados, Nikolai y Natasha, que hasta entonces no han podido declararse su amor, se encuentran en un baile de máscaras a las afueras de Moscú. Nikolai va disfrazado como dama de la corte, con miriñaque y peluca, blanqueada la cara con polvos de arroz. Natasha lleva un traje de húsar y se ha pintado un bigote con corcho quemado. “Una voz interior –dice Tolstoi– les aseguraba que aquel día iba a decidirse su suerte: con aquellos trajes eran totalmente distintos, pero se sentían más cercanos.” Natasha saca a bailar a Nikolai, y más tarde se lo lleva a un granero. Con el ánima alebrestada por el atractivo viril de Natasha, Nikolai se deja quitar el vestido y al besarla en la boca saborea con delectación su falso bigote de corcho quemado.

Si uno de los anhelos de la especie humana es unificar nuestras dos mitades y recuperar el ser total de los tiempos primigenios, la difuminación de las fronteras entre los sexos puede ser una manera de conseguirlo. En su loable afán por reintegrar al hombre redondo del Banquete platónico, los japoneses se han propuesto educar en el credo andrógino a las nuevas generaciones. Las series de dibujos animados que exportan a todo el mundo anuncian una era de identidades sexuales intercambiables. Ranma y medio, el programa para niños más popular de la televisión mexicana, es la historia de un karateca adolescente que al contacto con el agua tibia se vuelve mujer. Cuando es hombre, Ranma tiene novias; cuando se moja le salen ubres y lo asedian los galanes, entre ellos un viejo degenerado, Japosai, que colecciona prendas íntimas de mujer. No sé si las metamorfosis de Ranma dejarán huella en la juventud del nuevo milenio, pero veo en su proteica naturaleza un presagio del erotismo futuro y desde ahora me resigno a soportar que los novios de mi hija sean mutantes hermafroditos. ~

 

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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