ARQUITECTURAEn pocas ocasiones la obra y la persona coinciden tanto como en Fernando González Gortázar (Ciudad de México, 1942). Muchas veces la presencia arrolladora de personajes carismáticos eclipsa trabajos más efímeros que consistentes; otras, cuesta reconocer la autoría de obras maestras en personajes discretos y anónimos. González Gortázar es fiel reflejo de su obra, y viceversa: barroco, complejo, de aspecto cuidadosamente descuidado, de detalles precisos pero informales, está más interesado en escoger bien las preguntas que en dar respuestas oportunas e inmediatas.
Ahora, treinta años después de su exposición Fracasos Monumentales, en el Palacio de Bellas Artes, González Gortázar expone su obra completa, Años de Sueños, 1965-1999, en el Museo Tamayo de la Ciudad de México. Su obra es escultura que alude a la arquitectura, arquitectura escultórica y espacios urbanos. La exposición es resultado de la compleja y rica personalidad de su autor, donde confluyen ética y estética, práctica profesional, crítica e investigación histórica, poesía y música popular mexicana, juego, sentido del humor y una sensualidad que se manifiesta con claridad y brillantez.
Sus esculturas urbanas remiten a elementos arquitectónicos que, liberados de su función y escala, se cargan de significado, como sucede con los muros curvos concéntricos del Monumento Nacional a la Independencia (1966), con reminiscencias del expresionismo escultórico del holandés Van Eyck, y en las trabes asimétricas de concreto en voladizo, que apuntan como cañones hacia el infinito, del Monumento a la Batalla de Ayacucho (1969) o el parque González Gallo (Guadalajara, 1972). La relación entre elementos arquitectónicos y escultura urbana se hace más evidente todavía en las sugerentes propuestas de la Gran Puerta (Guadalajara, 1969), la Fuente de las Escaleras (Madrid, 1987), la Gran Espiga, en el cruce de Tlalpan y Taxqueña de la Ciudad de México, y la Torre de los Cubos en Guadalajara, que, como campanarios, van punteando de significado las extensiones anodinas de nuestras ciudades.
Otras intervenciones urbanas nos remiten a las ciudades invisibles de Italo Calvino que, más allá de la escultura, son paisajes urbanos, ciudades y abstracciones de concreto y agua, como la Fuente de la Hermana Agua (Guadalajara, 1970) o las ondulantes topografías en la Plazuela Palmas (Ciudad de México, 1996), que dialoga con el edificio de Augusto Álvarez sobre la avenida de las Palmas.
En su reivindicación nostálgica y apasionada de los valores de la ciudad como lugar para vivir, convivir, desear o soñar más allá de la mera supervivencia, González Gortázar propone objetos heroicos e inútiles luchando contra los anuncios que se han apropiado de la ciudad contemporánea. Su arte urbano trata de rescatar los valores de pertenencia y goce ciudadano.
En los edificios de este arquitecto, tapatío por adopción, las mayores virtudes están en los elementos complementarios, en los accesos, las pérgolas, las escalinatas, que son a la vez formas y símbolos, donde la naturaleza siempre está presente y se permea entre luces y sombras. Así, en la Escuela de Policía sobre la barranca de Oblatos (Guadalajara, 1993), la pérgola, nube de trabes curvas y formas libres, exhibe toda la plasticidad del concreto. También en el Centro Universitario en los Altos, Tepatitlán (Jalisco, 1993), los elementos conectores, las bóvedas escalonadas que remiten a las de Porro en la Ciudad de las Artes en La Habana (1963), son los elementos más destacables del nuevo conjunto universitario.
La exposición ha sido curada con rigor por Carlos Ashida y Patrick Charpenel, quizá bajo el ojo meticuloso de González Gortázar. Destacan los dibujos sobre papel milimetrado a medio camino entre la expresión arquitectónica como instrumento y como obra de arte, en una exhaustiva muestra que se excede al tratar de manifestar la monumentalidad de algunas obras con murales pintados en blanco y negro sobre las paredes del museo.
Así, su expresionismo volumétrico, lírico e ingrávido flota entre los muros de concreto sólido y enraizado del berninesco Museo Tamayo. La arquitectura, la escultura y el espacio urbano de este Borromini mexicano se entrelazan en un juego sensible y apasionado que refleja la suma dinámica de experiencias, viajes y luces. La persistencia de las ideas junto a las formas. –