Todo sucedió en la primera semana de marzo
cuando por fin cayeron las cerezas.
Y no cayeron por maduras, por redondas, por rotundas,
cayeron por culpa del granizo y su inexplicable cólera.
Después de la tormenta, sobre la compacta blancura del parque,
empezaron a brotar aquí y allá
mínimas manchas de color púrpura,
como si fuera el vestido nupcial de una novia apuñalada.
Fue tanta la prohibición de febrero y la excesiva codicia
entre las altas ramas, las que provocaron esa avalancha de niños
a quienes no les importó cortarse los labios con esa nieve de vidrio
con tal de poder reventar su piel entre los dientes.
Cuando pasados los años alguien les pregunte
por el definitivo sabor que los devuelve a la infancia,
no dudarán en decir que el sabor de las cerezas,
el sabor a venganza que tenían esas cerezas heladas,
y enseguida añadirán que todo sucedió en un lejano marzo,
en su primera semana, después de una tormenta,
cuando el granizo del parque se fue tiñendo de rojo,
como después su vaho, como las puntas de sus dedos,
como también su memoria, desangrándose, ahora al recordarlo. ~