A los fotógrafos que arriesgaron y/o
perdieron su vida documentando los hechos.
Vamos a desenterrar algo que sucedió, hace muchos años, en una tumultuosa capital de provincia situada sobre el extremo sur del continente: por esos días el presidente francés Charles de Gaulle visitaba el país y, de acuerdo al protocolo, recorrió junto al gobernador en turno una de las avenidas de la urbe en un coche descapotado. Iba parado Charles de Gaulle, mirando y saludando a los vecinos, moviendo la cabeza a derecha e izquierda. De pronto, desde uno de los costados del automóvil, y desde una carota grande, morena, de nariz ancha y boca enorme, salió un grito: "¡Mesié un cachité un cachité!". De Gaulle miró asombrado al emisor de la insólita frase, pronunciada en insólita lengua, y así aquel hombre rudo, grandote y alto pudo obtener la mejor foto del visitante publicada en los tres periódicos que entonces circulaban en la ciudad. "Dame un cachito" (un poquito) puede usarse para pedir un trozo de pan o la atención de alguien. Así, cocolicheando, es decir, adaptando la popular frase a la pronunciación francesa, ese hombre pudo colarse entre los guaruras y obtener un notable primer plano del visitante ilustre. Aquel fotógrafo ocupó sus días captando escenas de ejecutivos regionales, discusiones parlamentarias, asambleas obreras y estudiantiles y partidos de futbol, siempre en su ciudad natal. Y pasó sus últimos años atormentado por un zumbido incesante en el oído: cierta tarde de verano, cubriendo un amistoso de campito, se le metió una mosca que ningún médico pudo extraer. Yo no recuerdo ahora el nombre de aquel reportero gráfico; sí recuerdo sus mestizos rasgos, pero a nadie escapaba que, cámara en mano, lograba verdaderos prodigios. Así de humilde y anónima puede ser la fotografía, atraviesa el planeta capturando fragmentos de realidad sin artificios.
La foto documento, la que no recurre a montajes ni ensambles técnicos, la que no busca sorprender como condición sine qua non, devuelve al ojo una secuencia de lo real pegada a lo real mismo. Leal a la consistencia de la realidad, busca ubicar sobre su campo focal y sobre la densidad de la imagen resultante una condensación de lo real. Si su territorialidad concreta depende de sus medidas y su marco, esa delimitación entra en expansivo contacto con el territorio infinito de las secuencias elegidas. Captación de un momento, ese momento se enlaza a un arco temporal indefinido: suspensión y transcurso, ambas cosas dice y sugiere la foto documento: no compone la glosa de las formas externas, son éstas las que le entregan a través del ojo selector y de la lente su articulación compositiva. En esta esfera de la fotografía se inserta Henri Cartier-Bresson, nacido en Francia el 22 de agosto de 1908. Fotógrafo itinerante, sus escenas en blanco y negro han recorrido el mundo y, entre el 15 de julio y el 26 de septiembre, una retrospectiva antológica integrada por 150 obras se presenta en el Museo de Arte Moderno de México.
"Fotografiar… es poner sobre la misma línea de mira la cabeza, el ojo y el corazón. Es una manera de vivir". Así habla sobre su oficio este talentoso, paradigmático y sagaz manejador de la bruma y el alto contraste, del claroscuro y de lo que late piel adentro de un rostro imperturbable, de los grandes acontecimientos y de las periferias urbanas, de las multitudes y de una figura solitaria. Anoto algunas tomas: Ezra Pound (1970) anciano sentado en un sillón, la melena desordenada, la mitad del cuerpo pleno de luz, la otra mitad en sombras, negro el entorno y el sufrido, resignado rostro: un estremecimiento; Alberto Giacometti (1961), borroso entre dos de sus nítidas esculturas; el mismo Giacometti (1961), ya viejo, cubriéndose la cabeza con su gabardina, trata de cruzar, en medio de la lluvia y el anochecer, la parisina rue d'Alesia; la célebre foto de Jean Paul Sartre junto al Sena (1946); corren los últimos días de la Segunda Guerra, en un campo de deportación una informante de la Gestapo es reconocida por una mujer que fue su víctima en Dachau (1945); varias secuencias de los últimos días del Kuomintang en China (1949); dos enfoques desde arriba del Muro de Berlín (1963); la Resistencia: entre la niebla de la madrugada o el anochecer, un hombre muerto junto a un puente del Río Rin en su cruce por Francia (1944); el Papa Pio XII en Montmartre ¡nada menos que en 1938!; Nueva York y sus márgenes: un mendigo que duerme junto a un charco de orín o de agua (1947); al final de un oscuro y angosto callejón, un hombre conversa con un gato (1947); México ciudadano y marginal: las famosas prostitutas de la calle Cuauhtémoc (1934); México rural: una niña que lleva bajo el brazo un retrato femenino enmarcado se dispone a atravesar la barda de cactáceas de una vivienda. Cartier-Bresson frecuenta todos los matices: desde la delicada bruma a lo Turner en la Ile de la Cité, pasando por el espejo de agua en el que se refleja un transeúnte alrededor de la Gare Saint Lazare (1932), hasta el humor crítico en un grupo de curas recorriendo la campiña sevillana en pleno franquismo (1955). Además, es capaz de convertir las mesas que ocupan la terraza de un cerrado café florentino en un conjunto escultórico. Todo cabe bajo la lente del mago Cartier-Bresson, todo, lo sutil y lo brutal, un personaje anónimo que en un día invernal camina entre un marsellés sendero de árboles (formidable imagen de 1932), hasta el prisionero que asoma una huesuda pierna y un delgado brazo entre las rejas de una cárcel estadounidense. También, las fotos antes descritas que hacen historia, para que, una vez más, no olvidemos la historia. –