1
¿Qué tienen en común Teresa de Ávila y Danilo Kiš? A primera vista nada. La gran mística española y el novelista vivieron en épocas distintas y, fuera de su común ascendencia judía, no compartieron las mismas creencias ni inquietudes intelectuales. Si contextualizamos algunos de sus escritos hallaremos, no obstante, un hilo oculto: el temor a incurrir en alguna herejía o desvío duramente castigados por el Santo Oficio, en un caso, y, en el otro, la culpabilidad ínsita de su sangre impura a ojos de la ideología nazi. El hilo es tenue, pero existe. Basta con comparar los textos agrupados en el epígrafe “Instrucción” del último volumen de la magnífica trilogía de Danilo Kiš, El reloj de arena, con las Relaciones de la santa de Ávila, concretamente con su capítulo cuarto. Y a ello voy a proceder en los esbozos que ofrezco a continuación a la consideración del lector.
El reloj de arena del escritor yugoslavo –digo yugoslavo porque, a diferencia de la mayoría de sus colegas, Danilo Kiš se convirtió en apátrida tras la implosión de la federación balcánica a la muerte del mariscal Tito– presenta, como las obras precedentes del ciclo consagrado a la figura de Eduardo Sam y su familia, una arquitectura compleja compuesta de materiales diversos en la que cada sección –“Cuadros de viaje”, “Notas de un loco”, “Instrucción”– puede leerse de forma autónoma, pero cuyo alcance solo se nos revela contemplado en su totalidad. Su autor se sitúa en las antípodas del relato épico de sus colegas serbios, conforme al cual la pertenencia a una comunidad sujeta a sus personajes a las leyes del destino histórico de esta (el Nobel Ivo Andrić no escapa del todo a dicha épica, revestida en el caso de sus imitadores de un lirismo barato). Miembro de una minoría (judía) de una región mixta y excéntrica (la Voivodina), Kiš, a través de su personaje Eduardo Sam, refiere indirectamente y desde prismas distintos las vicisitudes dramáticas de su país durante la Segunda Guerra Mundial con una lucidez y sobriedad exentos de todo patetismo y tinte patriótico. Su singularidad y ausencia de creencia e ideología les evita adscribirse a un nosotros en contraposición a un ellos. Con el disfraz de una supuesta locura (su extravío es una forma de cordura frente al ciego fervor de quienes les rodean) resumen los acontecimientos subsiguientes a la invasión hitleriana (colaboracionismo de unos, resistencia de otros, pogromos) a la manera alucinada de un Goya y sus delirios de la razón que engendra monstruos:
[…] chusma embravecida, calentada con la idea de la justicia divina y humana; escenas patéticas de madres con sus hijos hambrientos en brazos, reclamando pan; fe en Dios, en la Bondad, la Justicia, el Cielo; gritos de desesperación, de venganza; oradores y provocadores encaramados sobre tribunas improvisadas; llanto de niños, que no entienden nada; terrible rumor de la historia.
En la España “teologizada” (Américo Castro dixit) de la segunda mitad del siglo XVI, protegida del contagio luterano por el “cordón sanitario” establecido por Felipe II a su vuelta de Flandes, del que nos habla Bataillon, la experiencia mística de la hoy santa y doctora de la Iglesia debía abrirse paso entre el muro de prejuicios y sospechas del cuerpo jurídico de la institución eclesiástica, en la medida en que minaba potencialmente los fundamentos sobre los que esta se asentaba. Como leemos en su epistolario, Teresa de Jesús había vivido con dolorosa inquietud las vicisitudes de Juan de la Cruz tras su arresto y prisión por los calzados (prefería verle en tierra de moros, escribió, que en manos de sus captores), y con esa conmovedora fe en sí misma y en la orden religiosa que fundaba se armaba de pruebas y argumentos para prevenirse de los peligros de una acusación que arruinaría a ambos: una y otra vez, a lo largo de los dieciséis apartados del capítulo IV de sus Relaciones, subraya su voluntad de sujetarse a lo que sus confesores y personas espirituales le mandaban y su gran aflicción cuando las visiones de su alma se imponían y no les podía obedecer. Entregada al amor divino, decía a las monjas de su orden que la más humillada y mortificada de ellas sería la más espiritual. Lo que se contaba de ella, esto es, las habladurías que corrían en torno a sus visiones anímicas y a la orden que creaba, le costaban muchas lágrimas y eran su “tormento y cruz”. Sus anhelos convergían en salir del destierro terreno para ver a Dios: de ahí los desasosiegos y miedo que le causaban dichos decires (materia de presunta herejía) a costa de su crédito, aunque no por ello pudiera renunciar a las mercedes que le otorgaba Dios, porque cosas hay “que acá no podemos entender”.
Su estrategia defensiva culmina con la siguiente declaración ante el invisible juez: