Izquierda y reforma petrolera

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Es un detalle del que ahora, a un año de distancia, ya casi nadie se acuerda: al anunciar su iniciativa de reforma para abrir el sector energético a la inversión privada, Enrique Peña Nieto intentó disputarle el monopolio del símbolo cardenista a la oposición de izquierda.

“Hace setenta y cinco años, precisamente en este salón del Palacio Nacional, el presidente Lázaro Cárdenas llevó a cabo la expropiación petrolera. Con el respeto que este lugar me merece, les informo que la reforma que hoy he enviado al Senado retoma palabra por palabra el texto del artículo 27 constitucional del presidente Cárdenas […] En su momento, el presidente Lázaro Cárdenas afirmó que el artículo 27 no implicaba que la nación abandonara la posibilidad de admitir la colaboración de la iniciativa privada. Congruente con esa visión, la reforma energética que he presentado permitirá al Estado mexicano contratar a particulares cuando así convenga al interés nacional y con ello generar energía más barata para todas las familias mexicanas.”

El intento no pasó de un golpe publicitario, de un ardid coyunturalmente útil pero a la larga insostenible, cuyo impacto en términos de opinión pública se diluyó a los pocos días. Tal vez porque implicaba una interpretación histórica no solo inválida sino, más aún, inverosímil. Tal vez porque la izquierda –en particular Cuauhtémoc Cárdenas– se aprestó a refutarlo no únicamente con evidencia sino, sobre todo, con credibilidad. Tal vez porque el gobierno de Peña Nieto cayó en la cuenta de que esa batalla en ese terreno no la podía ganar.

En cualquier caso, presentar la propuesta recurriendo al símbolo cardenista, así fuera para tratar de apropiárselo, significaba reconocer implícitamente lo desprovisto que estaba el gobierno de otro referente que le permitiera plantear el tema en sus propios términos, de un discurso susceptible de modificar las coordenadas de la discordia, de un argumento que lograra aglutinar una mayoría social a su favor.

Tras un largo proceso legislativo, la reforma fue aprobada el mes pasado. Pero las encuestas (Buendía y Laredo, cesop, cide, gea-isa, Parametría y Grupo Reforma) muestran que la mayor parte de la población estaba en desacuerdo desde un inicio, y sigue estándolo ahora, con permitir la inversión privada y/o extranjera en la industria petrolera. Es decir que el gobierno logró reunir la mayoría de los votos en el Congreso, pero no ganar los hearts and minds de la mayoría de los mexicanos. La reforma venció pero no convenció.

Se ha señalado mucho que este desenlace constituye una derrota histórica para la izquierda; que la despoja de una de sus causas más obstinadas y aguerridas (i. e., impedir “la privatización de Pemex”); que es un testimonio de su incapacidad para formular una alternativa viable, distinta a la de un nacionalismo petrolero ineficiente, corrupto, podrido, etc.; que la ubica en una suerte de callejón sin salida en el que no le queda más que agachar la cabeza y replegarse o insistir neciamente en su oposición contra lo que, para todo efecto práctico, ya es un hecho consumado.

En efecto, se trata de una derrota para la izquierda. Pero difícilmente la reforma constituye el desenlace de esta historia.

Porque buena parte de los motivos que inspiraron la oposición mayoritaria a la reforma seguirán vigentes. Y no son motivos irracionales, herencias ancestrales reacias al cambio ni apegos dogmáticos al pasado. Son, por el contrario, resultado de una experiencia muy reciente con este tipo de reformas “modernizadoras”. Con la inflación de expectativas que generan, con la debilidad regulatoria y la falta de capacidades institucionales a partir de las cuales se implementan, con el surgimiento de nuevos poderes fácticos en el que desembocan. Dicho de otro modo, lo que se expresa en esa oposición no es tanto una vaga fantasía nostálgica del México posrevolucionario como una sensación muy vívida de precariedad, de vulnerabilidad, de un miedo producto del México neoliberal.

Y esa oposición podría verse reivindicada en los próximos años cuando la fiesta de “las reformas que México necesita” se convierta en la resaca de “las reformas de Peña Nieto”. Cuando haya, como probablemente habrá, dificultades para ponerles límites a las petroleras, para fiscalizarlas, para sancionarlas; descontento por los precios de los energéticos que no bajan, por lagasolina que sigue subiendo, por la prosperidad que no llega; conflictos por tierras, por aguas, por daño ecológico; escándalos por abusos, por corrupción, por tráfico de influencias, por impunidad; enfrentamientos entre los “nuevos jugadores” de la industria petrolera y los reguladores, las comunidades, los trabajadores; etcétera.

La izquierda podría entonces actualizar su oposición, refrendar la opinión mayoritaria que siempre estuvo en contra y erigirse no ya como adversa a una reforma que prometía mucho sino como crítica de una reforma que no cumple lo que prometió…

Sí, la reforma es una derrota para la izquierda. Pero es, también, el germen de una nueva oportunidad. ~

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es historiador y analista político.


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